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sábado, 22 de febrero de 2014

Historia de una tierra. Los hebreos. De la antigua alianza a la monarquía

Historia de una tierra. Los hebreos. De la antigua alianza a la monarquía
21/02/2014 - Autor: Roger Garaudy - Fuente: Musulmanes Andaluces



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Roger Garaudy.

De la antigua alianza a la monarquía

Alrededor de este núcleo se constituyó, en los textos elaborados en el siglo X, la síntesis doctrinal mediante la cual toda la historia era puesta en perspectiva y adquiría un sentido en función de un designio divino.

Antes de que fuese construido y escrito este cuadro de conjunto, nuevas experiencias históricas iban a desarrollarse en Palestina entre la conquista del poder por parte de los hebreos y de la confederación de tribus, y la instauración de un Estado monárquico.

El número de tribus, establecido en «doce», no tiene ninguna realidad histórica. El número «doce» suponía a la sazón la idea de plenitud: en los textos hay «doce» tribus de Israel, como «doce» tribus de israelitas (Génesis 25, 13-16), «doce» tribus arameas (Génesis 22, 20-24), «doce» tribus edomitas (Génesis 36, 10-14). La lista de las doce tribus de Israel cambia, mas la cifra «doce» permanece: cuando la tribu de Leví desaparece, el vacío que deja se llena desdoblando la tribu de José Efraim y Manases, mientras que en Números 26, Gad reemplaza a Leví.

Lo más importante es la estructura de esta antigua alianza, que North compara con las «anfictionías» griegas, agrupadas, como las tribus que nos ocupan, alrededor de un culto común.

Las peripecias y las luchas que acompañaron su instalación en Palestina, llevó a las tribus a estrechar sus lazos para defender o para conquistar.

Al principio hubo coaliaciones temporales y parciales, bajo la dirección de jefes «carismáticos», a los que la Biblia llama «Jueces». La palabra es significativa: los «jueces» bíblicos no ejercen funciones jurídicas; son dirigentes políticos y jefes de guerra. Pero su nombre de Jueces demuestra hasta qué extremo la ley, el derecho divino, y su observancia, eran el factor esencial de cohesión entre las tribus: por tanto, la función principal del jefe reside en velar para que esta Ley sea respetada.

Cuando los peligros, o la vastedad de las guerras, aumentaban era grande la tentación de hacer que este poder fuese permanente, e incluso hereditario. Gedeón, a quien le fue ofrecida la realeza, la rechazó (Jueces 8, 22-24); nadie debe reinar sobre Israel, salvo Yahvé.

En cambio, Abimalek intriga en Siquem para hacerse proclamar rey, según el modelo de los antiguos reyes cananeos (Jueces 9, 1-56).

Ante el incremento de los peligros, sobre todo en vista de la creciente amenaza de los filisteos, dueños y señores de la rica región costera, que además, ya habían triunfado sobre el reino hitita, se impuso la unidad monárquica, primero tímidamente con Saúl, para triunfar totalmente con David, hacia el año 1000.

Esto significó un viraje capital: la antigua alianza se con­vertía en poder político, en ruptura con la tradición de Yah­vé incocada poco antes por Gedeón, y en imitación de las monarquías de los otros pueblos, faraones y príncipes de Canaán.

Cuando, por vez primera, la alianza de las tribus se movilizó totalmente contra los filisteos y su ejército resultó vencido, los filisteos se apoderaron hasta del Arca (I Sa­muel 4, 10-11), el pueblo de Israel conoció la peor de las desgracias.

Fue entonces cuando creyó haber encontrado al hombre providencial: «El espíritu de Dios ungió a Saúl» (I Samuel 11,6). El hombre que, al haberse alzado con la victoria frente a los amonitas, aparecía como el Salvador. En el viejo santuario de Gilgal, es decir, «ante Yahvé», el pueblo entero (I Samuel 11,15) proclamó rey a Saúl.

Ya no se trataba del más «carismático», elegido, como otrora los Jueces , por la antigua alianza; era el «pueblo» el que lo había elegido. Empieza así, la transición de lo sagrado a lo político. El redactor del relato parece sentirse molesto por el hecho de que Israel, cuya vocación, según la tradición, era re­ligiosa, se haya convertido en un poder político. Para superar lo que había intervenido hacía poco en la objeción de Gedeón al rechazar la realeza, objeción reiterada, en la asamblea de Gilgal, por los oponentes que proclamaban sus deudas sobre esta innocación (y a los que el I Libro de Samuel tacha de «perversos», 10, 27), el texto subraya que la iniciativa procede de Dios, quien ha inspirado a Samuel para dar a Saúl una investidura sagrada (10, 1). La aventura termina mal: después de haber sufrido una derrota aplastante ante los filisteos, Saúl se suicida. Su reino, por lo visto, sólo duró dos años.

Comienza entonces la ascensión fulgurante de David, que convertiría a Israel en una potencia política.

David había sido antes el escudero de Saúl (I Samuel 16,21). Luego, celoso de sus éxitos contra los filisteos (18,8), Saúl se lo quitó de encima e incluso intentó matarlo, motivo por el que David huyó a las montañas del sur de Cisjordania donde formó, como los antiguos habiru, una banda armada que vivía de las razzias (I Samuel 24, 13). David pasó, con sus mercenarios, al servicio de los filisteos, entonces en plena guerra con Israel. Por cuenta de Akish, rey filisteo de Gat, David y sus hombres multiplicaban sus incursiones; «David asesinaba a la población, no dejando con vida ni a hombre y a mujer, llevándose ganado menor y mayor, asnos, camellos y vestiduras» (I Samuel 27,9). No se trataba aquí del «hérem». de «la exterminación sagrada», prometida a Yahvé, como en tiempos de Josué, sino de simples operaciones de pillaje a mano armada, puramente profanas, y que permiten adivinar el futuro carácter, estrictamente profano y político, del reino que construirá David, no con las tropas levadas en las tribus, sino con sus soldados de oficio, de todos los orígenes, y que demostrarían ser terriblemente eficaces.

No por eso dejaba David de mantener relaciones con las tribus del Sur, del grupo de Judá. Esta fue la causa, aunque David estuviera dispuesto a combatir contra Israel (Sa­muel 29, 8), de que los príncipes no quieran correr el riesgo de que les traicionase durante la batalla de Israel (29, 4).

En cuanto se enteró de la muerte de Saúl, David, después del duelo, se dirigió, con sus mercenarios, a Hebrón, centro religioso tradicional de las tribus del sur. Por haberse casado años atrás con la hija de Saúl (Mical), era yerno del anciano rey (I Samuel 18, 22-27), lo que legitimaba su sucesión. «Las gentes de Judá acudieron a Hebrón, y allí ungieron a David como rey de la casa de Judá» (II Samuel 2, 4).

Von Rad subraya que la conquista del poder por parte de David, se realizó sin relación con las tradiciones específicas de Israel: «David se convierte en el rey de este Israel, que es el pueblo de Yahvé, y que se agrupa en derredor del arca. Sólo la profecía de Natán obra la integración de David en la tradición sagrada de Israel» 1 (9).

Esta alianza se manifestará sin milagros, sin romper la trama del encadenamiento de las causas. Por ejemplo, cuando su hijo Absalón se rebeló contra él, David había suplicado: «Confunde, ¡oh Yahvé!, el consejo de Ajitofel» (II Samuel 15,34), Cuando tuvo lugar el consejo de guerra de Absalón, «Yahvé había dispuesto frustrar el acertado consejo de Ajitofel para traer Yahvé el mal sobre Absalón» (II Samuel 17, 14).

La elección de David, hecha por la tribu de Judá, no tenía un carácter sagrado, puesto que ningún profeta lo había designado. Abner, general de los ejércitos de Saúl, condujo al único hijo vivo de Saúl, Isbaal (I Crónicas 8, 33) (al que II Samuel 2, 8, llama Isboshet para evitar el recuerdo de que un israelita lleve un nombre que lo vincula al culto de Baal), a Majanaim, con los efraimitas, para convertirlo en rey (II Sa­muel 2, 9). Mas Isbaal fue asesinado dos años después (II Sa­muel 4, 7). Su cabeza fue llevada a David, que hizo decapitar a los mensajeros (4, 12). No obstante fue investido en seguida rey de Israel (5, 5), y no solamente de Judá.

Los filisteos intervinieron entonces por última vez. David los venció, no con el ejército de las tribus, sino con sus aguerridos mercenarios («David y sus hombres» 5, 12).

En adelante, David pudo construir su Estado. Escogió ante todo el centro del mismo: Jesuralén, creada a principios del segundo milenio, pero jamás, hasta entonces, conquistada por los israelitas. Con sus mercenarios, entró en el vieja ciudad cananea de los jebuseos (II Samuel 5, 6-9). La ciudad, en el eje de los dos grupos de tribus, no fue incorporada a Israel ni a Judá: se convirtió en el «ciudad de David» habitada siempre por los jubuseos. David hizo traer de la ciudad cananea de Kiryath —Yearim, al Arca recuperada a los filisteos y la instaló en Jerusalén, convirtiendo de este modo a la ciudad, simbólica­mente, en el centro de la Alianza de las doce tribus al vincularla la tradición sagrada.

David crea entonces un Estado pluralista, donde los cananeos son acogidos en los Estados de Judá y de Israel. Los filisteos y los moabitas reconocieron su soberanía, así como los árameos de Damasco, que pagaron tributos (II Samuel 8, 16).

De esta forma fue constituido un reino que desbordaba los límites de un Estado israelita, un imperio palestino cuyos componentes heteróclitos estaban vinculados a la sola persona del rey 2.

La coyuntura internacional había facilitado la tarea de David: ni Egipto, desgarrado por conflictos internos, ni Mesopotamia, dominada por los kasitas, ni los hititas, diezmados por la invasión de los «Pueblos del mar», podían oponerse a la expansión del reino de David.

En el interior, David tuvo que desbaratar el intento de su hijo de Absalón de apoderarse del poder (II Samuel 15 a 19): el ejército de mercenarios de David demostró ser superior al ejército de las tribus levado por Absalón. David, pues, volvió a ocupar el trono, momentáneamente usurpado por su hijo Absalón (II Samuel 9, 10-11). David sofocó también la rebelión de las tribus de Israel que tenían como consigna las siguientes frases: «No tenemos nada que ver con David... ¡Cada cual a su tienda, Israel!» (II Samuel 20, 1).

Quedaba por solucionar el asunto de su sucesión. David había tomadola Betsabé, mujer de uno de sus oficiales hititas, Urías, al que mandó poner en primera línea de combate para que muriera, como así fue (II Samuel 11, 2 y siguientes). David había prometido a esta favorita que su hijo sería rey: fue Salomón. 

Bajo su reinado (970-930) comenzó a desintegrarse la obra de su padre. Apenas subir al trono, hizo asesinar a Joap (I Reyes 2, 28-35), el general más experimentado de David. El que se benefició de esta circunstancia fue el príncipe edomita Hadab, desterrado en Egipto, que recuperó su reino; un jefe de banda arameo, Razón, se apoderó de Damasco (I Reyes 11, 23-25).

Salomón, en cambio, organizó por su propia cuenta un comercio marítico en extremo lucrativo desde el golfo de Arabia, con los tripulantes que le proporcionaba el rev fenicio Hiram, de Tiro (I Reyes 9, 26-28 y 10, 11-12), a cambio de una participación en los beneficios.

Con estos ingresos fabulosos (y también con los impuestos pagados por sus subditos), Salomón llevó a cabo una fastuosa política de urbanismo, sobre todo en Jerusalén. En el interior de su palacio, hizo construir el templo legendario cuya des­cripción detallada figura en el I Libro de Reyes (I Reyes 6, 1-38 y 6, 13-51).

Al carecer las tribus nómadas de tradiciones arquitectónicas, y habiendo recibido de las poblaciones de Canaán la civili­zación urbana, el templo fue construido por fenicios (I Re­yes 5, 32 y 7, 13), según el estilo de los templos siriopalestinos de Canaán, con influencias egipcias y mesopotámicas, puesto que Salomón soñaba con la grandeza de los faraones y el lujo de los asirios.

Asimismo, imitando a los Imperios, donde los carros desempeñaban un gran papel en el arte militar, aunque él no hiciese jamás la guerra, ordenó construir enormes caballerizas (I Reyes 9, 19) para los corceles de sus carros de cámbate, como en Meggido, por simple boato.

Finalmente, para dar todavía mayor lustre a su corte, Salomón disfrutaba de un harén de lo más brillante. Si hemos de creer lo que nos dice el primer Libro de los Reyes (11, 3), «tuvo setecientas esposas de sangre real y trescientas concubi­nas», y, añade el mismo Libro: «... sus esposas desviaron su corazón hacia otros dioses... Salomón adoró a Astarté, diosa de los sidonios, y a Malcón, la abominación de los amonitas... construyó, en la montaña que está frente a Jerusalén, un templo para Camós, la abominación de Moab, y también para Molek, la abominación de los hijos de Amón. Otro tanto hizo con los dioses de todas sus esposas extranjeras, que ofrecían incienso y sacrificios a sus dioses» (II, 3-9).

Tenemos aquí un testimonio de la influencia de los cultos cananeos sobre los israelitas cuantos éstos se convirtieron en sedentarios en los terremos de cultivo donde se honraba a Baal. Oseas denunciará esta corriente: «Ofrecen sacrificios a los baales, e incienso a los ídolos» (Oseas 11, 2).

Vivir en el seno de la civilización cananea había trans­formado profundamente la forma de vida de los hebreos: estos rudos nómadas abandonaron sus tiendas para edificar casas similares a las de los cananeos. Abandonaron las pieles de carnero para vestirse con tejidos de lana coloreada. No obstante subsiste una diferencia entre los que se establecieron en las llanuras del norte, habitando en las ciudades o en las zonas rurales fértiles, y los que lo hicieron en el sur, en las montañas, entre los cuales sobrevivieron largo tiempo las costumbres de los beduinos. Esta será, más aún que la breve unificación de la monarquía de David, una de las causas de la escisión, después de la muerte de Salomón, entre los nordistas de Israel, más acaudalados, y los sudistas de Judá, con la animosidad y los conflictos que semajante situación, provocaba.

La diferencia de las condiciones de vida no dejó de influir en las mentalidades. En las ciudades, y entre los agricultores secundarios, los cananeos adoraban desde hacía largo tiempo a Baal, dios de la fertilidad, de la riqueza, de la exuberancia de la vida; era un religión aristocrática, que favorecía una profunda desigualdad entre ricos y pobres. Yahvé era el dios de los que erraban por el desierto, el protector de los pobres.

Comprobamos cómo los primeros profetas, en particular Elias, Eliseo, Amos, denunciaron con vehemencia esta corrup­ción, esta riqueza, y esta «prostitución» de la fe.

Incluso surgieron en el sur ciertas sectas que, exaltando la ruda vida de los pastores e idealizando los relatos sobre los patriarcas que llevaban esta existencia y practicaban con in­transigencia esta fe, rechazaron todas las seducciones de la comodidad de las ciudades y se retiraron a las montañas para vivir una existencia ascética y no mezclarse con ninguna actividad corruptora de los ciudadanos. Este programa de separación radical, para reaccionar contra las perversiones y consagrar su vida exclusivamente a Yahvé, fue el que pusieron en práctica los recabitas, y al que se atendrían también, siglos después, los monjes esenios, en Qumrán, sobre los cuales los manuscritos del Mar Muerto han aportado una información detallada.

Esta reacción puritana es tanto más fuerte en cuanto que la fe misma en Yahvé está en peligro: los hebreos, sobre todo los del norte, no solamente han copiado el género de vida de los cananeos y participado en su comercio, sino que han imitado su sistema político monárquico: «Nómbranos un rey que nos gobierne, como se hace en todas las naciones» (I Samuel 8, 5). Esto comportará consecuencias religiosas: habrá que interpretar la realeza como una nueva alianza de Yahvé con David y su dinastía, para hacer de una institución extranjera un nuevo acto de historia santa.

También el templo fue construido según un modelo extranjero, tanto en su planta como en su decoración, que violaba la prohibición de las imágenes, con sus figuras de «querubines».

Numerosos salmos son adaptados a partir de modelos cananeos, como lo atestiguan los textos de Ras Shamra. Otros reproducen himnos egipcios (sobre todo el salmo 104). Amos (5, 26) denuncia la introducción del culto babilónico de los astros. Más tarde introducirán el culto de Tammouz, dios mesopotámico, al que seguirá el de Ishtar. Posteriormente se ofrecerán al dios sol caballos sagrados y carros, según la moda asiría.

En esta atmósfera de sincretismo nacerán los libros del Pentateuco, es decir, en griego «los cinco tomos» (Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio), la Torah, a partir de la cual se definirá la ortodoxia jurídica.

Durante los reinados de David y de Salomón aparecieron los primeros documentos escritos, los anales redactados por aquellos cronistas de los reyes a los cuales los textos bíblicos se refieren explícitamente. Entre los funcionarios de David, el segundo libro de Samuel menciona a un escriba (II Samuel 8, 17 y 20, 25). El primer libro de los Reyes (4, 3) evoca a los dos secretarios de Salomón. En I Reyes 11, 41 se hace referencia al «libro de los anales de Salomón», del cual nos proporcionan extractos los libros de los Reyes y las Crónicas.

Notas

1 Von Rad, Teología del Antiguo Testamento. Op. cit., p. 270.

2 Véase North: Histoire cf Israel, p. 206 y siguientes.



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