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viernes, 27 de febrero de 2015

La creencia progresista

La creencia progresista



Por Agustín López Tobajas

"La superstición del progreso es el veneno que corroe nuestro tiempo." 
SIMONE WEIL 

Se entiende aquí “por progresismo” la creencia de que la historia de la humanidad es una historia de progreso: trayectoria linealmente ascendente desde un supuesto “hombre primitivo” de origen animal hasta el hombre moderno de nuestros días.

 Todas las fuerzas que se mueven públicamente dentro del ámbito político-social- con sólo algunas excepciones eventuales y de carácter marginal- reivindican ahora el “progresismo”, antaño patrimonio de la izquierda, como seña de identidad; la condición de siervos y adoradores del Progreso absorbe, reduce y unifica a las diversas fuerzas políticas, cuyas diferencias son, más que nunca, exclusivamente cuantitativas. Todas ellas profesan los dogmas, los fines y las prácticas de la nueva religión universal: el culto al Progreso.

Fiel a la egolatría cultivada con esmero durante varios siglos, el hombre contemporáneo se considera a sí mismo el punto culminante de la historia –no hay síntoma más inequívoco de necedad que alardear de sabio- y contempla el devenir humano como una trayectoria ascendente en cuya cumbre, y sin la menor muestra de pudor, coloca con orgullo la grotesca caricatura de hombre universal en que él mismo ha llegado a convertirse. Nunca ninguna cultura desarrolló la arrogancia necesaria para considerarse por encima de cuantas la habían precedido; la creencia en el Progreso es, en efecto, relativamente reciente, creación específica de la moderna civilización occidental. Su expresión “científica”, el evolucionismo, socialmente promovido en las últimas décadas de hipótesis a fe, es una creencia dogmática que oculta su carácter de tal y que se inculca en las conciencias como si de una verdad comprobada se tratáse. Mutilado en su imaginación intelectual, el hombre moderno parece incapaz de concebir siquiera otras posibilidades sobre su origen que no sean un darwinismo más o menos atildado o la interpretación literal de los primeros versículos del Génesis. El dogma evolucionista –sugiere con acierto Jean Borella- resultaría más creíble si lo colocáramos exactamente al revés: esa especie de proyecto humano que se pretende situar en los orígenes, cuyo horizonte intelectual no va más allá de las preocupaciones materiales y que sobrevive a fuerza de instinto, miedo y violencia apenas contenida, se ajusta cada vez con mayor precisión al estado espiritual del hombre contemporáneo. Como dice René Guénon, con una frase mucho más precisa de lo que a primera vista podría parecer, en el mundo moderno todo está al revés.

Como hipóstasis demiúrgica, absoluta, supuestamente autoevidente en su razón de ser, el Progreso esconde su verdadero carácter excluyendo toda pregunta sobre su naturaleza. Nadie considera necesario precisar –porque nadie sabe- en que se progresa realmente. Sesenta millones de muertos en dos guerras mundiales, decenas de millones más en otras guerras a lo largo del siglo XX, un planeta desvastado al borde del colapso, media humanidad sobreviviendo en condiciones lamentables, no parecen sin embargo argumentos suficientes para hacer estremecerse, por poco que sea, la creencia en el Progreso. Fantasma que recorre –parafraseando a Marx- no ya Europa sino el mundo, la idea de Progreso, refractaria a todo proceso de inteligibilidad, es, junto con sus secuelas de ignorancia, decadencia y destrucción, lo único que en verdad progresa. La mentalidad progresista, que se pretende básicamente materialista, representa de forma paradójica el mayor culto jamás profesado a una idea, construcción fantasmal sin más realidad que la de un ectoplasma engendrado en los sótanos de su extraviada conciencia.

El patológico desarrollo, más allá de toda proporción, de la mente razonadora y analítica que ha generado en el hombre moderno la ilusión prometeica del Progreso parece, más bien, la compensación al progresivo oscurecimiento de una facultad intelectual más elevada que la razón, que haría posible al hombre antiguo un conocimiento superior. En consecuencia, las supuestas conquistas técnicas, científicas, sociales de la historia humana, representarían, en todo caso, no un progreso, sino el efecto progresivo de compensación -en un orden ambiguo e inferior- ante la pérdida continuada y creciente de las prerrogativas espirituales que antaño poseía el ser humano y del poder que éstas le conferían, de uno u otro modo, sobre la materia, pues es una ley cósmica fundamental que todo descenso en el orden de lo cualitativo se ve acompañado de una expansión en el orden cualitativo. La esencia disminuye para que la substancia crezca.

El culto al Progreso se hipostasia en diversas mediaciones –la ciencia, la técnica, el desarrollo económico, la democracia…-, otros tantos ídolos de la superstición racionalista. Superstición, en efecto, en tanto que atribución de un poder a algo que por esencia carece de él. No hay aquí metáfora alguna. El hombre moderno atribuye a sus ídolos el poder de llevarle la plenitud de sus posibilidades, poder del que esos ídolos, con toda su potencia titánica, carecen por naturaleza. Así, la mentalidad progresista, que se cree racionalista y libre de prejuicios –pero atestada, en verdad, de creencias laicas-, es intrínseca y estrictamente supersticiosa, como de modo certero apuntaba Simone Weil.

La adoración del progreso es la sublimación de la compulsiva necesidad psíquica que el hombre actual experimenta de que todo a su alrededor se renueve de forma incesante. Radicalmente insatisfecho con su cercenada existencia, espera en perpetua tensión la aparición externa de lo nuevo, como si algo importante pudiera ocurrirle que no fuera a surgir de su alma. La sociedad del espectáculo le hace fijar su mirada al exterior y el sistema productivo se encarga de proporcionarle novedades a un ritmo que supera incluso el de sus propias demandas, de modo que sus necesidades psíquicas y los mecanismos de mercado se refuerzan mutuamente para que el hombre pase su vida corriendo de una novedad a otra. Da igual que se trate de máquinas, ropas, sensaciones, corrientes artísticas o mensajes religiosos. Todo debe ser nuevo para ser válido y toda innovación es, por definición, Progreso.

Lo esencial permanece, y “vanidad y caza de viento”, como dice el Eclesistés, es todo lo impermanente: la renovación continua del entorno, la perpetua necesidad constrictiva de lo nuevo, revela, en última instancia, la inanidad substancial inherente a todo lo que el hombre moderno piensa, hace y produce.

Cual Sísifo obligado a renovar perpetuamente la vida del mismo espejismo polimorfo, el hombre vive así en la absorbente ilusión de lo superfluo y lo inmediato: multiplicación infinita de posibilidades accesorias que reclaman la totalidad de la atención y exigen la renuncia a la posibilidad esencial, que se pierde en el olvido. Vivimos ya en el reino de la virtualidad, donde casi todo es posible pero nada es real. El hombre moderno, preso en su laberinto de ficciones, inabarcable red de senderos sin más objetivo que encerrarle en su interior, ignora lo que sabía cualquier hombre medianamente normal de la antigüedad: que no se trata de multiplicar los caminos sino llegar a su destino. Creando de manera incesante posibilidades nuevas que paralizan, confunden o dispersan, el mundo moderno no genera más que ansiedad y desequilibrio.

En las sociedades tradicionales una sabia austeridad, consubstancial al hombre normal, reducía los centros de atención al mínimo necesario; razonable y serenamente satisfechos con su presente, los mundos antiguos podías perpetuar usos y costumbres durante siglos o incluso milenios. Ante un abanico limitado de posibilidades materiales, el hombre primordial podía hacer de la realización de cada una de ellas un acto esencial, una liturgia en la que concentraba todo su ser: sólo un acto así aprovecha al ser humano, sólo esa acción le transforma y le cerca de la dimensión de lo real. El límite físico es la posibilidad metafísica de apertura a la trascendencia. Donde la potencialidad material encuentra su límite se abre el camino hacia la realidad espiritual. Haciendo retroceder artificialmente sus fronteras, el hombre moderno aleja en la misma medida la posibilidad de escapar a la prisión en la que se encierra. Si hay, en estos momentos, un progreso necesario, ése no es otro que el de acabar con el Progreso.

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