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martes, 29 de diciembre de 2015

Historia y Leyenda de Coyoacán, las notas que no le gustarían a Salvador Novo.


En México los cronistas nacen de la Conquista. Las primeras crónicas escritas en el Nuevo Mundo, me refiero a los trabajos de Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo, comparten rasgos comunes: la exaltación de un héroe, la combinación de acontecimientos reales y fantásticos, y la estética medieval a un paso de ser renacentista.
Esa época que pareciera remota es el punto de partida del libro Historia y leyenda de Coyoacán de Salvador Novo. Empecemos con el título. Historia como lo entendió Edward H. Carr: «un proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado». Una evaluación de sucesos reales desde el punto de vista del narrador y de los procesos que concibieron esos sucesos. Leyenda, según Fernando Lázaro Carreter, consiste en la «narración de algún hecho desfigurado por su lejanía histórica y por la imaginación de los que la transmiten», por tanto, está más ligada a la literatura que al relato de no ficción. ¿Existe un punto en que estos dos conceptos se entrecruzan? Ambos se refieren a acontecimientos pretéritos. El primero es cultivado, sobre todo, por personas ilustres; el segundo está más arraigado en lo popular. Comparten el lenguaje, el uso de la imaginación y la forma en que el escritor concibe su espacio y su tiempo. La crónica que nos ocupa no va por las honduras que distinguen este lazamiento, sino que se nutre de algo más visible: la imaginación del poeta y el lenguaje de sus fuentes.
FullSizeRender  La Historia que Novo escribe empieza donde termina la de los primitivos pobladores de la orilla sur-poniente de la laguna que ocupaba gran parte del Valle de México, con la erupción del Xitle, se detiene en la segunda parte del siglo XVI y se extiende apresuradamente hasta el siglo XVIII. Sus fuentes, además de los trabajos de Cortés y Díaz del Castillo, son relaciones de letrados indígenas, Chimalpahin y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl; los Códices Chimalpopoca, Mendocino y Ramírez; las crónicas de frailes novohispanos: Diego Durán, Bernardino de Sahagún, Tomás de Torquemada, Gerónimo de Mendieta; obras como El Marquesado del Valle de Bernardo García Martínez; y diversos documentos extraídos del Archivo General de la Nación y del Hospital de Jesús. Pero vamos a la acción —lo fantástico de la leyenda y lo real de la historia—.
En el año 1486, Ahuízotl subió al poder del imperio azteca, perfeccionó la organización política de su pueblo y embelleció su ciudad «con huertas, jardines, camellones floridos», puso de manifiesto una necesidad latente: «más agua que la que le llega de Chapultepec, y [Ahuízotl] pone su mirada en el manantial de Acuecuexco… que brota en Coyohuacan». El señorío de Coyoacán era gobernado por Tzotzomatzin, que no pudo negarse a la orden del emperador pero a quien advirtió sobre el peligro de la empresa acuífera: el brote de agua crecía constantemente y podría haber inundaciones en la ciudad. Ahuízotl vio en la advertencia de Tzotzomatzin, «un brujo de cosas del agua, un astrólogo que conocía las estrellas y el sino de los días», una venganza hacia Tenochtitlán y lo mandó matar. Cuando los emisarios llegaron a la cámara de Tzotzomatzin, éste los esperaba convertido en «una grande y disforme águila», luego «feroz y espantoso tigre» y más tarde como una «grande y gruesa víbora enroscada que los ataca; y el aposento estalla en llamas que los hacen huir». Amenazado con la destrucción de Coyohuacan, Tzotzomatzin se entregó. Fue ahorcado y arrojado al pedregal. Y justo ahí se encuentra «la carnita» del texto, —lo fantástico, lo sobrenatural y la leyenda; dirían los exquisitos—.
Retrato Hern†n CortÇs
Novo dedica más de la mitad de libro a la estancia de Cortés en Coyoacán, la organización política y militar que edificó, la instauración de su política hacendaria, su ley de ingresos y a los problemas legales y hereditarios que siguieron al título nobiliario que le concedió el rey Carlos I —suena tan actual—. En esto ya no hay referencias a un pasado fantástico. La narración que sigue a la caída de Tenochtitlán se ve nutrida de documentos notariales y de referencias a la historiografía novohispana. Es, en sentido estricto, una historia. Hay en ella un examen de los hechos que se relatan y cumple la función de la crónica —si nos apegamos a la definición de Luis González y González: «permitir a la nación el conocimiento pasado del entorno humano»—.
Historia y leyenda de Coyoacán dista mucho de ser una historiografía con rigor académico y científico; también está lejos de ser literatura. No es una de las grandes obras de Salvador Novo. El texto no se caracteriza por el lenguaje poético que sí existe en otros textos en el que fue Cronista de la Ciudad de México. El estilo del autor se ve rebasado por contar a detalle los sucesos y en el camino pierde mucho del poeta. Porque no es lo mismo la invención literaria, que la reconstrucción de hechos a partir de la visión de otros. El problema que no puede resolver el autor es la función del género. Y es que como diría Gordon S. Wood, la historia quizá no pueda enseñarnos lecciones particulares, pero nos dice cómo podemos vivir en el mundo. La Literatura, en cambio, tiene una función estética: reconstruir la realidad a partir de la transgresión al habla cotidiana. Novo comprendía más lo segundo y presentó su libro como otro intento inconcluso y superficial de la historia de Coyoacán. Es duro pero el tiempo y la vida no permitieron llevar a buen término esta obra.

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