“Cada noche podíamos escuchar los disparos provenientes de los campos de cultivo a las afueras de la ciudad, donde ejecutaron a cientos de personas, entre ellos niños y mujeres que habían intentado escapar a las zonas fuera de su control”, reveló Yad, uno de los miles de hombres detenidos por el Estado islámico.

Combatientes del Estado Islámico. Foto: AP.
Ciudad de México, 24 de febrero (SinEmbargo/Infobae).- “Confiesa”, me decía,”o mataremos a toda tu familia”, y entonces cogió unas pinzas y me rompió un diente. Sentí tanto dolor que me desvanecí, cuenta Yad, uno de los miles de hombres detenidos por el Estado islámico. En una entrevista con el diario español El Mundo, este sobreviviente cuenta su calvario. “Si no confiesas, te voy a sacar el corazón por el costado”, con esta frase lo amenazaban. Yad sabía que las advertencias podían convertirse en realidad… “A continuación, ese animal procedió a agujerearme las costillas con un taladro eléctrico”, cuenta enseñando sus horrendas heridas.
El periódico detalla que a Yad lo dejaron colgado del techo de las sala de torturas de la prisión que los yihadistas regentaban en la población al sur de Mosul, liberada hace tan sólo un mes.
La prisión es un edificio residencial de dos plantas que pertenecía a un oficial del Ejército iraquí situado en lo que una vez fue la zona adinerada de Hammam al Ali. En la puerta aún permanece un mensaje bien claro: “Esta casa pertenece al Estado Islámico”.
El periodista recorrió el lugar y describió con lujo de detalles cómo era la cárcel del horror yihadista: en la primera planta hay cuatro habitaciones grandes que sirvieron de juzgado, centro administrativo y dos grandes celdas para hombres y mujeres. En estas se metieron a cientos, sin espacio, por lo que “dormían de pie y hacían sus necesidades en el mismo sitio donde estaban”, explica uno de los policías mientras inspeccionan la prisión. El intenso olor a putrefacción fecal es un testimonio incontestable.
“Aquí metían a las mujeres”, añade. “Muchas de ellas acababan de perder a sus maridos, quienes habían sido asesinados o habían huido. Las retenían aquí para convencerlas de que tenían que olvidar a sus maridos, divorciarse y casarse con un miembro de ISIS para expiar sus pecados”.
Al lado de las escaleras que llevan a la segunda planta, donde sucedieron las torturas y abusos, se hallan cinco celdas de un metro y medio de ancho y largo en las que se llegaron a meter “hasta seis prisioneros, a los que dejaban sin comida o agua durante días”, según Samer, otro de los cautivos. Todavía contienen los restos de los que hace tan sólo unas semanas las habitaron.
En la segunda planta, además de más celdas, está la sala de torturas con una cama con un colchón de hierro para ese fin, un pico de cavar para clavárselo a los prisioneros, bastones para golpearlos y una batería usada para electrificar sus genitales, lengua y pezones.
“Aquí me colgaron hasta dejarme de puntillas durante horas, el dolor era insoportable. Me pegaron con maderos hasta dejarme sin sentido. Luego me electrocutaron una y otra vez, hasta que sentí que me iba a morir”, explica Samer, que ronda la veintena de años, en la misma sala donde fue torturado.
Por la noche, llegaban las ejecuciones. “Cada noche podíamos escuchar los disparos provenientes de los campos de cultivo a las afueras de la ciudad, donde ejecutaron a cientos de personas, entre ellos niños y mujeres que habían intentado escapar a las zonas fuera de su control”, reveló otro testigo.