Libro en PDF 10 MITOS identidad mexicana (PROFECIA POSCOVID)

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viernes, 21 de diciembre de 2018

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El próximo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en una conferencia de prensa en Ciudad de México, el 5 de julio de 2018 CreditRonaldo Schemidt/Agence France-Presse — Getty Images
CIUDAD DE MÉXICO — Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia de México con una ventaja electoral más amplia que la de cualquier otro mandatario en la historia del país. Con ese respaldo popular sin precedentes, AMLO parecía tener las condiciones idóneas para distanciarse de las torpes presidencias de la transición democrática mexicana y para cambiar sus paradigmas fallidos.
El contexto en el que ganó el líder de Morena fue crucial para su victoria: la crisis de violencia y derechos humanos estaba en su punto más álgido desde que el expresidente Felipe Calderón declaró la “guerra contra el narcotráfico” en 2006. Por ello, acabar con la violencia, desmilitarizar el país y crear una fuerza policiaca profesional fueron promesas de campaña que resonaron en buena parte del electorado que apoyó a López Obrador.
Pero el 14 de noviembre, un día antes de que la Suprema Corte emitiera un fallo inapelable sobre la inconstitucionalidad de la Ley de Seguridad Interior —la ley emitida en 2017 que oficializaba el papel del ejército en las funciones de seguridad pública de México— el presidente electo anunció un plan de seguridad con el que cambió radicalmente su discurso.
Mientras en campaña había prometido “abrazos, no balazos”, el presidente electo dio a conocer un plan de seguridad en el que profundiza lo que han hecho los mandatarios de los últimos doce años: ampliar las facultades del ejército para frenar la violencia y el crimen organizado. Pero temo que, igual que ellos, entregará más cuentas de muertos. Con su Plan Nacional de Paz y Seguridad, López Obrador comete al mismo tiempo un error histórico y desaprovecha una oportunidad. El error es atropellar irreversiblemente un diálogo institucional sobre el papel de las fuerzas armadas que se ha gestado en México en los últimos cien años y la oportunidad perdida es dilapidar el enorme capital político que tiene para hacer lo que prometió en campaña: pacificar al país.
López Obrador propone reformar la Constitución para crear una Guardia Nacional compuesta principalmente por militares, adscrita a la Secretaría de la Defensa Nacional (encabezada por un militar) y a disposición del presidente. Si la Suprema Corte parecía haber puesto un punto final definitivo a uno de los debates más importantes del México moderno —sobre el papel del ejército en la vida pública y política—, AMLO respondió con la misma claridad: si la Constitución impide la participación castrense en la seguridad pública, hay que enmendar los artículos constitucionales que sean necesarios (que son trece) para permitirla.
Si AMLO no desanda su plan de seguridad, la militarización de México no solo se profundizará, sino que podría hacerse irreversible.
Hoy los militares tienen control de facto de la seguridad pública, e incluso se dedican a prevenir adicciones, operan un tipo de sistema educativo en algunos estados y dominan en buena medida el comercio marítimo. Y llevan a cabo todas estas acciones sin rendir cuentas al Congreso ni a los ciudadanos. Ahora, si se aprueba el plan de seguridad de López Obrador, se corre el riesgo de terminar de desfigurar nuestro régimen constitucional civil y nos acerca peligrosamente a un sistema político en el que el ejército tendrá demasiado protagonismo.
No quiero insistir en lo que ya se ha demostrado: la militarización de la seguridad pública exacerba la violencia, no la contiene. Esto lo sabe también el presidente electo, pues durante la campaña repitió: “Nosotros no vamos a apagar el fuego con fuego”. Mi intención, más bien, es reflexionar sobre las dimensiones de este desvarío: si AMLO persiste con este proyecto será él —el primer presidente de izquierda desde Lázaro Cárdenas, en la década de los treinta— quien lleve a su culminación el sueño de la derecha en el continente: acercar a México a un régimen militar.
Me remonto a 1917, cuando el Congreso Constituyente definió al nuevo régimen mexicano como civil: en tiempos de paz, el ejército debería mantenerse en sus cuarteles. Como muchos pasajes de nuestra Constitución, el mandato fue violentado en más de una ocasión durante el régimen posrevolucionario y los militares fueron utilizados ocasionalmente para reprimir a opositores —1968 y la guerra sucia de la década de los setenta— o bien para erradicar plantíos ilícitos —la Operación Cóndor—. Pese a ello, el carácter civil del régimen político mexicano fue innegable. Era una virtud entre grandes defectos.
Pero unos años antes de la transición democrática, la Suprema Corte abrió un resquicio para permitir que el ejército realizara ciertas tareas adicionales, aunque marginales. Desde 1996, la interpretación constitucional permitía que los militares realizaran ciertas actividades administrativas —aunque no operativas— y auxiliares en materia de seguridad pública. Cuando Felipe Calderón asumió el poder, necesitaba apuntalar una presidencia con legitimidad cuestionada y anunció una “guerra contra las drogas” en la que el ejército sería instrumental.
Sin embargo, durante el sexenio de Calderón, el Constituyente Permanente —el órgano que puede adicionar o reformar la Constitución— enmendó a la Suprema Corte y reformó un artículo para constatar constitucionalmente que la seguridad pública era una competencia civil. Pero, en la práctica, Calderón amplió y profundizó la militarización de la seguridad pública y esa estrategia continuó durante el mandato de Enrique Peña Nieto.
Continuó también la acumulación de evidencia de la catástrofe de la militarización: incrementaron los casos reportados de tortura a detenidos por delitos relacionados con el narcotráfico, las ejecuciones extrajudiciales, los enfrentamientos y las detenciones arbitrarias y en los homicidios a nivel municipal. También se volvió casi cotidiano encontrar fosas clandestinas: en los doce años de la guerra contra las drogas se han descubierto aproximadamente 1300 fosas.
Con el Plan Nacional de Paz y Seguridad, estamos ante la culminación abrupta de una enriquecedora discusión democrática sobre el rol del ejército en México que inició en 1917, cuando la Constitución estableció que los militares no debían participar en la vida política del país, y termina en 2018, con la Cuarta Transformación de López Obrador.
Si AMLO no desanda el plan de seguridad y se aprueba la reforma constitucional que propone, la militarización de México no solo se profundizará, sino que podría hacerse irreversible: ahora el ejército tendrá injerencia hasta en la investigación criminal y la procuración de justicia.
Muchos de los treinta millones de mexicanos que votamos por López Obrador votamos por la paz. Lo hicimos porque acertó en su diagnóstico de que el rumbo actual del país era fallido y que había que pensar alternativas. AMLO debe ser fiel a sus promesas de campaña y a los valores de la izquierda democrática y pacífica. A partir del 1 de diciembre, cuando tome posesión, tendrá el respaldo popular y su partido, mayoría legislativa para hacer lo que se necesita en México: desmilitarizar el combate al narcotráfico y ocuparse, más bien, de la agenda de la izquierda histórica, moderar “la opulencia y la indigencia”, como dijo uno de sus referentes históricos, José María Morelos y Pavón. Si AMLO continúa con su idea de la Guardia Nacional militarizada, el referente histórico correcto para entenderlo será el último dictador militar mexicano, Antonio López de Santa Anna. Esa

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