viernes, 4 de febrero de 2011

Egipto al borde del baño de sangre abre caminos de liberacion

Egipto al borde del baño de sangre

Por Thierry Meyssan


Los grandes medios de difusión se apasionan por las manifestaciones
egipcias y predicen la llegada de la democracia occidental a todo el
Medio Oriente. Thierry Meyssan desmiente esa interpretación, señala la
existencia de fuerzas opuestas en pleno movimiento y precisa que el
resultado va en sentido contrario del orden estadounidense en la
región.



Desde Beirut (Líbano)

Hace una semana que los medios de prensa occidentales vienen
haciéndose eco de las manifestaciones y de la represión en marcha en
las grandes ciudades egipcias. Esos medios establecen un paralelismo
entre estos hechos y los que desembocaron en la caída de Zine
el-Abidine Ben Ali, en Túnez, y hablan de un aire de rebelión que
recorre el mundo árabe.

También según esos medios, este movimiento puede extenderse a Libia y
a Siria y debe beneficiar a los demócratas laicos, no a los
islamistas, según dicen, porque la administración Bush sobreestimó la
influencia de los religiosos y el «régimen de los ayatolas» que reina
en Irán no es bien visto. Se cumpliría así el deseo expresado por el
presidente estadounidense Barack Obama en la universidad del Cairo: la
democracia reinará en el Medio Oriente.

Este análisis es falso en todos sus aspectos.

En primer lugar, las manifestaciones de Egipto comenzaron hace meses.
Los medios de prensa occidentales no les prestaban atención porque
pensaban que no llegarían a nada. Los tunecinos no contagiaron a los
egipcios sino que les abrieron los ojos a los occidentales sobre lo
que está sucediente en la región.

En segundo lugar, los tunecinos se rebelaron contra un gobierno y una
administración corruptos que poco a poco comenzaron a expoliar a toda
la sociedad, privando así de toda esperanza a un número cada vez mayor
de categorías sociales. La rebelión egipcia no está dirigida contra
ese modo de explotación sino contra un gobierno y una administración
que están tan ocupados en servir a los intereses extranjeros que no
les queda energía para responder a las necesidades básicas de su
propia población. Numerosos motines se han producido en Egipto durante
los últimos años, ya sea contra la colaboración con el sionismo o
provocados por el hambre. Estos dos temas están íntimamente
vinculados. Los manifestantes se refieren simultáneamente a los
acuerdos de Camp David, el bloqueo contra Gaza, los derechos de Egipto
sobre las aguas del Nilo, la división de Sudán, la crisis de la
vivienda, el desempleo, la injusticia y la pobreza.

Además, Túnez era administrado por una dictadura policial, mientras
que Egipto es administrado por un régimen militar. Digo
«administrado», y no «gobernado», porque en ambos casos se trata de
Estados que se encuentran una bajo tutela postcolonial, privados de
política exterior y de defensa independiente. Como consecuencia, en
Túnez, el ejército logró interponerse entre el pueblo y la policía del
dictador, mientras que en Egipto la cuestión tendrá que resolverse a
golpe de fusil automático entre militares.

En tercer lugar, si lo que está sucediendo en Túnez y en Egipto
constituye un estímulo para los pueblos oprimidos, la realidad es que
esos pueblos no son los que los medios occidentales se imaginan. Para
los periodistas de esos medios, los “malos” son los gobiernos que se
oponen -o que parecen oponerse- a la política occidental. Sin embargo,
para los pueblos, los tiranos son quienes los explotan y los humillan.
Es por eso que no creo que veamos revueltas similares en Damasco. El
gobierno de Bachar el-Assad es el orgullo de los sirios. Se ha puesto
del lado de la resistencia y ha sabido preservar sus intereses
nacionales sin ceder nunca ante las presiones. Lo más importante es
que ha sabido proteger a su país del destino que Washington le
reservaba: el caos, como en Irak, o el despotismo religioso, como en
Arabia Saudita. Aunque ciertos aspectos de su administración son muy
criticados, está desarrollando una burguesía y los procesos de
decisión democrática que la acompañan. Por el contrario, Estados como
Jordania y Yemen son inestables, en lo que concierne al mundo árabe, y
el contagio puede extenderse también al África negra, por ejemplo, a
Senegal.

En cuarto lugar, los medios de difusión occidentales están
descubriendo tardíamente que el peligro islamista no es más que un
espantapájaros. También deberían admitir que quienes lo activaron
fueron los Estados Unidos de Clinton y la Francia de Mitterrand,
durante los años 1990 en Argelia, y que la administración Bush lo
infló después de los atentados del 11 de septiembre, mientras que los
gobiernos neoconservadores europeos de Blair, Merkel y Sarkozy se
dedicaban a alimentarlo.
Tendrían que reconocer además que nada tienen en común el wahabismo
saudita y la Revolución islámica del ayatola Khomeiny. Calificar a
ambas tendencias de «islamistas» no sólo es simplemente absurdo, sino
que equivale a prohibirse a sí mismo la comprensión de lo que está
pasando.
La familia Saud ha financiado, en contubernio con Estados Unidos, a
grupos sectarios musulmanes que predican un regreso a la imagen que
ellos tienen de la sociedad del siglo VII, la época del profeta
Mahoma. Pero su impacto en el mundo árabe es similar al de los amish,
con sus carretas de caballos, en Estados Unidos.
La Revolución de Khomeiny no tiene como objetivo la instauración de
una sociedad religiosa perfecta, sino el derrocamiento del sistema de
dominación mundial. Afirma que la acción política es para el hombre un
medio de sacrificarse y de superarse a sí mismo y que es por lo tanto
posible encontrar en el Islam la energía que se necesita para lograr
el cambio.

Los pueblos del Medio Oriente no aspiran a reemplazar las dictaduras
policiales o militares que los oprimen por dictaduras religiosas. No
existe un peligro islamista. Simultáneamente, el ideal revolucionario
islámico, que ya dio lugar al nacimiento del Hezbollah en el seno de
la comunidad chiíta libanesa, está influenciando ahora al Hamas en la
comunidad sunnita palestina. También puede ser capaz de desempeñar un
papel en los movimientos que ya se encuentran en marcha, y ya lo está
haciendo en Egipto.

En quinto lugar, aunque no sea del agrado de ciertos observadores, y
aunque estamos asistiendo a un regreso de la cuestión social, no se
puede reducir este movimiento a una simple lucha de clases. Por
supuesto, las clases dominantes tienen miedo de las revoluciones
populares, pero las cosas son mucho más complicadas. Así que no tiene
nada de sorprendente que el rey Abdullah de Arabia Saudita haya
telefoneado al presidente Obama para pedirle que pare el desorden en
Egipto y que proteja a los gobiernos ya establecidos en la región,
sobre todo el suyo. Pero ese mismo rey Abdullah acaba de favorecer un
cambio de régimen en el Líbano a través de la vía democrática.
Abandonó al millonario líbano-saudita Saad Hariri y ayudó a la
coalición del 8 de Marzo, incluyendo al Hezbollah, a poner en su lugar
como primer ministro a otro millonario líbano-saudita, Najib Mikati.
Los diputados que habían elegido a Hariri representaban al 45% del
electorado libanés, mientras que Mikati acaba de ser electo por
parlamentarios que representan al 70% del electorado. Hariri respondía
a los intereses de París y de Washington, mientras que Mikati anuncia
una política de apoyo a la resistencia nacional. La cuestión de la
lucha contra el proyecto sionista es en la actualidad
extraordinariamente determinante en relación con los intereses de
clase. Además, más que la repartición de la riqueza, los manifestantes
protestan contra el sistema capitalista seudoliberal impuesto por los
sionistas.

En sexto lugar, y volviendo al caso de Egipto, los medios occidentales
se precipitaron a aupar a Mohamed ElBaradej, nombrándolo como líder de
la oposición. Esto da risa. El señor ElBaradej es una personalidad que
goza de una agradable reputación en Europa por haber resistido por
algún tiempo a las presiones de la administración, sin oponerse a ella
completamente. Representa por lo tanto la buena conciencia que
pretende tener ante Irak la Europa que, después de oponerse a la
guerra, acabó apoyando la ocupación. Sin embargo, objetivamente,
ElBaradej es el hombre de los paños tibios al que le dieron el premio
Nóbel de la Paz para no dárselo a Hans Blix. Se trata, sobre todo, de
una personalidad sin influencia en su propio país. Existe
políticamente porque los Hermanos Musulmanes lo convirtieron en su
vocero ante los medios occidentales.
Estados Unidos ha fabricado opositores más representativos, como Ayman
Nur, que Washington seguramente no tardará en sacar del sombrero,
aunque sus posiciones a favor del seudoliberalismo económico lo
descalifican ante la crisis social que está atravesando el país.
Como quiera que sea, en realidad sólo existen dos organizaciones de
masas, implantadas en la población, que se oponen desde hace mucho a
la política actual: los Hermanos Musulmanes por un lado y la iglesia
cristiana de los coptos por el otro (aunque S. B. Chenudda III ve una
diferencia entre la política sionista de Mubarak, a la que él se
opone, y el rais, al que él se adapta). A los medios occidentales se
les escapa ese detalle porque les han hecho creer al público que eran
los musulmanes quienes perseguían a los coptos, cuando en realidad es
la dictadura de Mubarak quien lo hace.

No resulta inútil hacer un paréntesis en este punto. Hosni Mubarak
acaba de nombrar vicepresidente a Omar Suleiman, un gesto que busca
evidentemente hacer más difícil su posible eliminación física por
parte de Estados Unidos. Mubarak se convirtió en presidente porque
había sido designado vicepresidente y Estados Unidos eliminó al
presidente Annuar el-Sadat a través del grupo de Ayman al-Zawahiri.
Así que Mubarak se negó siempre a designar un vicepresidente por temor
a ser asesinado a su vez. Al designar al general Suleiman, Mubarak
escoge ahora a uno de sus cómplices, el mismo con quien él se manchó
las manos en la sangre de el-Sadat. En lo adelante, para tomar el
poder, no bastará con matar al presidente sino que habrá que ejecutar
también a su vicepresidente. Pero Omar Suleiman es el principal
artífice de la colaboración con Israel, así que Washington y Londres
van a protegerlo como la niña de sus ojos.

Además, Suleiman puede apoyarse en el ejército israelí frente a la
Casa Blanca. Y ya trajo francotiradores y equipamiento israelíes que
se encuentran listos para abatir a los elementos más activos durante
las manifestaciones callejeras.

En séptimo lugar, la situación revela las contradicciones de la
administración estadounidense. En su discurso de la universidad del
Cairo, Barack Obama tendió la mano a los musulmanes y exhortó a la
democracia. Pero ahora hará lo que sea para impedir elecciones
democráticas en Egipto. Él puede tolerar un gobierno legítimo en
Túnez, pero no en Egipto. Unas elecciones beneficiarían a los Hermanos
Musulmanes y a los coptos. De ellas saldría un gobierno que abriría la
frontera con Gaza y que liberaría al millón de personas allí
encerradas. Los palestinos, con el apoyo de sus vecinos, el Líbano,
Siria y Egipto, romperían el yugo sionista.

Hay que señalar aquí que durante los dos últimos años, estrategas
israelíes han analizado la posibilidad de orquestar una maniobra.
Considerando que Egipto es una bomba social, que la revolución es allí
inevitable, han estudiado la posibilidad de favorecer un golpe de
Estado militar a favor de un oficial ambicioso e incompetente. Este
último emprendería entonces una guerra contra Israel y fracasaría en
ella. Tel Aviv recuperaría así su antiguo prestigio militar y
recuperaría también el monte Sinaí y sus riquezas naturales. Se sabe
que Washington se opone resueltamente a ese escenario, demasiado
difícil de controlar.

En definitiva, el Imperio anglosajón sigue anclado a los principios
que él mismo fijó en 1945: es favorable a las democracias que toman
«la decisión correcta» (la del servilismo) y se opone a los pueblos
que toman «la mala» (la de la independencia).
Por consiguiente, si les parece necesario, Washington y Londres no
tendrán reparos en apoyar un baño de sangre en Egipto, con tal de que
el militar que salga ganador sobre los demás se comprometa a mantener
el statu quo internacional.

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