miércoles, 4 de mayo de 2011

Represión cada vez más violenta en Siria

Represión cada vez más violenta en Siria
De todas las crisis que hoy afectan al mundo árabe, una de las más peligrosas -por sus posibles consecuencias laterales- es la que conmueve los cimientos del régimen de la familia Assad, en Siria, uno de los más autoritarios y represivos de la región, hoy un caso clásico de "terrorismo de estado".

En efecto, sus remezones podrían no sólo tener impacto doméstico, sino también sobre el proceso de paz de Medio Oriente, o sumir al Líbano en otro momento dramático de inestabilidad, y hasta involucrar a Irán, en una peligrosa confrontación entre la teocracia "shiita" y el mundo árabe "sunni", liderado por Arabia Saudita. Tres verdaderas pesadillas para la comunidad internacional, que podrían de pronto ocurrir, juntas o separadas.

Cada viernes de las semanas pasadas -día de guardar para el Islam- fue catalogado como un posible "Gran Viernes" de protesta. En el aire prevalece entonces una sensación de expectativa, dentro y fuera de Siria. Luego de la oración del mediodía, desde distintas mezquitas, las protestas ganan las calles de las principales ciudades. Con todos los riesgos consiguientes. Pese a la cada vez más dura represión , una multitud que parece haber perdido el miedo sale a protestar enfervorizada contra el régimen.

El resultado fue una seguidilla de "Viernes Negros". Porque las protestas generaron una durísima represión por parte del régimen del Presidente Bashar al-Assad, cuya familia maneja a Siria desde 1963, cuando el partido Baath se apoderara del país. Como consecuencia, casi seiscientos muertos conforman la larga lista de víctimas que ha crecido vertiginosamente desde que, el 26 de enero pasado, comenzaran las protestas callejeras contra el régimen, en reclamo de libertad y democracia. Ese número aumentó fuertemente cuando los francotiradores del régimen apuntaran y tiraran contra quienes concurrieron a los funerales de las víctimas caídas el día anterior y cuando los tanques ametrallaron a la población civil y destruyeran la simbólica mezquita de Omani, en Dara, una ciudad de120.000 habitantes donde está el corazón de las ahora extendidas protestas.

La familia Assad, que conforma una antipática dinastía, tiene una conocida reputación de brutalidad. En 1982, el padre del actual presidente, Hafez Assad, ordenó reprimir a la Hermandad Musulmana en la ciudad de Hama, operación que dejó un saldo luctuoso de 20.000 muertos. Su hijo, en cambio, alterna -en una suerte de conducta dual, esquizofrénica o hasta gatopardista- débiles señales de apertura, que no convencen a nadie (como el levantamiento -sólo formal- del estado de emergencia vigente desde 1963, presuntamente justificado por el "estado de guerra" contra Israel, o como el cambio cosmético de parte de su gabinete) con el recurso a la violencia más cruel y dura. Sembrando la muerte. Encarcelando a los opositores e intimidando a todos, más allá de los límites de la ley. Con salvajismo inhumano.

Aún así, no consigue bajar la enorme tensión provocada por las protestas. Pese a argumentar que todo lo que sucede es una conspiración "salafista" ("sunni") alimentada desde el exterior, las exteriorizaciones de rechazo popular no aminoran. En rigor, crecen.

Quienes protestan, en su mayoría "sunnis", sueñan con la igualdad, la dignidad, la justicia y la libertad que saben han extraviado desde hace décadas y presienten que no recuperarán sin lucha. Ambicionan poder salir de la opresión, que atribuyen a la minoría alauí que maneja al país y a las fuerzas armadas, cuya religión mezcla componentes predominantemente "shiitas", con otros derivados del cristianismo, o del zoroastrismo o simplemente del paganismo. Por esto, para muchos en el mundo árabe esa minoría están compuesta simplemente de herejes.

Las ciudades de Homs, Dara'a, Latakia, Baniyas, Aleppo y algunos de los alrededores de la propia Damasco, como los barrios periféricos de Douma o Harasta o Arbeen están en ebullición. Con gente que, cada vez más, se sabe prisionera del régimen. No obstante, la "Plaza Abbasayeen", emplazada en el centro de la ciudad (donde se realizan, cual sórdido espectáculo, las ejecuciones capitales), aún no cayó en manos de los opositores. El régimen la defiende con barricadas, matones, piquetes, y efectivos militares, por su valor simbólico. Como en otras partes y en otras plazas.

La gente que protesta se organiza a través de redes sociales como Twitter, Facebook o por Skype. Rechaza no sólo al partido único, el Baath, cuyo monopolio está asegurado por el artículo 8 de la Constitución local, sino también a la minoría empresaria alauí que rodea al gobierno.

Por esto, los ataques contra las sedes del partido y también contra las oficinas de la empresa de telefonía celular de propiedad del primo del presidente, Rami Makhlouf. Como suele ocurrir en los regímenes autoritarios, hay en Siria una indignante simbiosis entre el poder político y el económico. La oligarquía política opera rodeada de una aristocracia económica que vive y engorda en función de los privilegios que desde el poder se le conceden. Un clásico contemporáneo, entonces, dentro y fuera del mundo árabe.

A diferencia de lo que sucediera en Túnez y luego en Egipto, el régimen de los Assad parecería tener un apoyo no despreciable en algunos sectores de la sociedad siria. Lo que agrega a la explosiva situación de este país un componente de tensión particular. Desde el exterior, el ex vicepresidente Abdul Halim Khaddam, un líder sunita exiliado desde el 2005, fogonea a aquellos que reclaman un cambio de régimen demasiado dilatado.

Pero sus palabras no parecen ser lo único que motiva a la gente, que protesta movilizada por una suerte de hartazgo que frustra los intentos de intimidarla. El final es difícil de prever y puede no estar cercano. Occidente comenzó a sancionar a Siria y a los líderes de la administración actual. Ocurre que sacar los tanques de las fuerzas especiales comandadas por Maher al-Assad, hermano del presidente, a la calle para tirar contra su propio pueblo es ignorar que el mundo de hoy es distinto al de 1956, cuando los tanques soviéticos apagaron la rebelión en Budapest y al de 1968 cuando hicieran lo propio en Praga. Para la familia Assad, la tranquilidad desapareció. Para Siria también y éste es el problema, de consecuencias imprevisibles para un régimen ahora vulnerable.

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