lunes, 5 de septiembre de 2011

Las raìces del desastre, Estados Unidos tras la tragedia

Las raìces del desastre, Estados Unidos tras la tragedia
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05 Septiembre 2011
Tags Relacionados: estados unidos, aniversario, cia, fbi, septiembre 11, terrorismo.Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 han causado más de un millón de víctimas. ¿Se podrían haber evitado? ¿Por qué la CIA ocultó información al FBI?


Fotos: Vanguardia-El País
retweet..A las 8:45, hora de Nueva York, del 11 de septiembre de 2001, Stephen Mulderry, un joven repleto de sueños, estaba en el trabajo, como de costumbre, en su despacho de la planta 88 en la torre sur del World Trade Center; Khalid al Mindhar y Nawaf al Hazmi, acólitos saudíes de Osama bin Laden, estaban en sus asientos a bordo del vuelo 77 de American Airlines, un Boeing 757 que había despegado de Washington 25 minutos antes; John O’Neill, recién nombrado jefe de seguridad del World Trade Center, que hasta dos semanas antes había sido jefe de la brigada del FBI especializada en Al Qaeda, se encontraba en su mesa de la planta 34 de la torre norte, donde se estrelló el primer avión a las 8:46.

A las 10:30, todos estarían muertos, junto a otras 2 mil 996 personas. Diez años después, el número de muertes causadas por el acto terrorista más atroz de la historia es incalculablemente mayor. Los cuatro secuestros de aviones y atentados suicidas coordinados que llevaron a cabo Al Mindhar, Al Hazmi y otros 17 combatientes santos aquel desgraciado 11-S desencadenaron dos guerras, en Afganistán e Irak, que han costado, calculando por lo bajo, 250 mil vidas.

El número de víctimas totales es imposible de saber, pero si se calcula que por cada uno de los 6 mil y pico soldados de EU muertos han resultado heridos siete, la cifra debe de ser muy superior al millón. A ello podemos añadir el trauma mental infligido a innumerables soldados y civiles afectados por las dos guerras, el frenesí global desatado por la percepción generalizada de un choque de civilizaciones entre el islam y Occidente y, en un plano más frívolo pero de gran alcance, los efectos que tienen sobre los viajeros las medidas de seguridad en los aeropuertos.

En cuanto al coste económico, tras una inversión de Al Qaeda que el Gobierno de Estados Unidos calcula de no más de 500 mil dólares, el desembolso que ha tenido que hacer EU debido a los acontecimientos del 11 de septiembre es casi igual al dinero que gastó, en términos reales, durante la Segunda Guerra Mundial. Según un estudio reciente de la Universidad de Brown, la cifra total, imposible de imaginar: 4 billones de dólares (4 millones de millones de dólares).

Todo ello habría podido evitarse. Una torpeza, un fallo de comunicación entre la CIA y el FBI, una pista que no se pasaron, despejó el camino a los terroristas. En el centro, Khalid al Mindhar y Nawaf al Hazmi, los dos secuestradores que subieron a su avión en Washington. Si la CIA hubiera transmitido unos datos cruciales que había obtenido a principios de 2000 sobre estos dos hombres a la brigada anti-Al Qaeda de John O’Neill, conocida internamente como I-49, la madre de Stephen Mulderry y todos los demás padres, madres, esposos, esposas, hijos, nietos, familiares y amigos de los miles y miles de personas que han perdido sus vidas como consecuencia de los atentados del 11 de septiembre quizá no habrían tenido de qué lamentarse.

Según tres antiguos miembros de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) que ocuparon puestos importantes en el equipo antiterrorista de 150 personas dirigido por O’Neill, y a los que he entrevistado, existen buenos motivos para creer que si la Agencia Central de Inteligencia, el servicio de espionaje exterior de Estados Unidos, no se hubiera negado a compartir con ellos lo que sabían sobre esta pareja de Al Qaeda, la conspiración del 11 de septiembre se habría desbaratado de raíz.

El más vehemente de los tres, pero también el mejor informado sobre los detalles del supuesto error, es Mark Rossini, quien fue amigo y hombre de confianza del difunto O’Neill durante los cinco años que este fue el principal perseguidor norteamericano de Al Qaeda. “Iré a la tumba convencido de que habría podido evitarse”, dice Rossini.

“En cuanto se enteraron de que aquellos dos individuos tenían visado para entrar en Estados Unidos, era absolutamente imprescindible que transmitieran esa información al FBI”, dice Mark Rossini, temblando de indignación mientras habla. Porque la CIA, que se mantiene en silencio sobre el caso, deliberadamente no la transmitió al FBI, cuyo terreno de operaciones es EU.

“Vi las informaciones sobre Malasia y los visados que tenían aquellos individuos y me apresuré a redactar un informe para enviarlo al FBI, a mi amigo y jefe John O’Neill”, cuenta Rossini. “Pero la CIA me impidió que lo transmitiera. Dijeron que no era un caso del FBI. Me quejé a la persona responsable en la CIA, pero la respuesta fue: ‘Es un asunto de la CIA y no puedes decirle nada al FBI’. Me enfurecí, pero no pude hacer nada al respecto”.

Más comedido es Mark Chidichimo, analista jefe de inteligencia de la unidad sobre Al Qaeda. “Creo que habríamos podido evitar el 11-S si nos hubiéramos pasado mejor la información”, dice. “Si nos hubieran hablado de esos dos individuos, el FBI no les habría perdido de vista”.

Pat D’Amuro, que era el segundo en la cadena de mando tras O’Neill y después dirigió la investigación del FBI sobre el 11-S, dice que, después de la amplia investigación oficial, “lo que más destaca —lo único— es esta información concreta sobre esos dos terroristas que la Agencia no nos transmitió”. “El pueblo estadounidense”, añade D’Amuro, “no sabe lo crucial que fue aquello”.

“Te quiero, hermano”

Que el pueblo estadounidense o, en particular, los familiares que aún lloran a sus muertos quieran saberlo, es otra cuestión. Por ejemplo, Anne Mulderry, que durante mucho tiempo se negó a ver cualquier información en los medios sobre lo que sucedió el día en que asesinaron a su hijo, de 33 años, y que cuando se acerca el aniversario siente con más fuerza que nunca su ausencia.

Como recuerdan todos los que estaban entonces en Nueva York, el cielo estaba especialmente luminoso y claro aquella mañana, después de que se levantara como por arte de magia la bruma que envuelve la ciudad en verano. Anne, que hoy tiene 75 años, se levantó temprano y salió de casa para ir a clase de yoga, y recuerda sentirse impresionada por “la maravillosa luz”, sin saber qué pronto iba a descender sobre su vida la noche más negra.

Su hijo Stephen era su alegría. Grande, alto y atlético, fanático jugador de baloncesto, exuberante y optimista, Stephen estaba haciendo realidad el sueño americano. Había empezado a trabajar repartiendo leche, luego había tenido un empleo de vendedor por teléfono y ahora era intermediario financiero y ganaba un sueldo importante en su oficina de las alturas del World Trade Center.

Después del yoga, justo antes de las nueve, Anne fue a Correos, donde la mujer del mostrador le dijo que un avión acababa de estrellarse contra la torre norte del WTC. “Mi rostro demudado le hizo comprender todo”, dice Anne, “pero... pero... todavía no era más que un avión, y no era la torre sur, en la que trabajaba Stephen”. Cuando volvía de Correos a casa, a las 9:03, se estrelló el segundo avión, y esta vez sí fue en la torre sur. Lo que Anne no sabía en ese momento era que el avión se había empotrado en el edificio entre las plantas 77 y 85, lo cual quería decir que su hijo estaba tres pisos por encima del punto de impacto. Llegó a casa y se encontró en el contestador un mensaje de Stephen que mostraba su confusión: “Acaba de chocarse un edificio contra mi avión”. Pero también decía: “No me va a pasar nada, y a ti tampoco, luego te llamo”.

Pero no volvió a llamar. Sí lo hizo Amy, la hija de Anne, y aquello fue un alivio inmenso. La oficina de Amy estaba al lado del World Trade Center. Había conseguido salir y estaba a salvo; cubierta de polvo y ceniza, a trompicones entre cristales rotos y cemento, pero viva e ilesa. Arrastrada por una corriente de personas que iba hacia el norte, alejándose del escenario del holocausto, había estado examinando los rostros grises en busca de su hermano y gritando una y otra vez a los caminantes estupefactos: “¿Hay alguien que venga del World Trade Center?”. No había nadie.

Anne, que no se atrevió a encender el televisor ni un momento en todo el día (ni durante las semanas posteriores), se enteró más tarde de que Stephen había conseguido hablar con su otro hijo, Peter. Stephen le dijo que sólo funcionaba el móvil de uno de sus colegas y que lo estaban compartiendo entre 18 de los que trabajaban en su piso para hacer sus últimas llamadas, porque no veían forma de salir de allí, de bajar. “No he salido del edificio... La gente está tirándose por la ventana”, dijo Stephen. “Tienes que irte”, replicó Peter. “Te quiero, hermano”, concluyó Stephen.

La pesadilla americana

Al Mindhar y Al Hazmi entraron en EU por el aeropuerto de Los Ángeles el 15 de enero de 2000, con tanta facilidad como cualquier otro turista. Según el informe oficial de la comisión del 11-S, un exhaustivo documento de 567 páginas que se entregó al Presidente y al Congreso, “ni Hazmi ni Mindhar estaban en las listas de pasajeros sospechosos que tenían los inspectores de fronteras. Pero se sabía ya que Mindhar era un agente de Al Qaeda, y los servicios de inteligencia tenían una copia de su pasaporte”.

Su objetivo inmediato era aprender inglés y a pilotar aviones. No consiguieron ninguna de las dos cosas, por lo que la tarea que se les había asignado en el plan cambió de pilotar los aviones a encargarse de la fuerza bruta en el secuestro: en concreto, a cortar cuellos empleando, según se descubriría después, cúteres y cuchillos.

Al Mindhar regresó a Arabia Saudí en el verano de 2000 y volvió el 4 de julio de 2001, el Día de la Independencia estadounidense, a través del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, donde tampoco nadie puso en duda su derecho a entrar en el país. Se reunió con Al Hazmi y el resto de los secuestradores en Paterson (Nueva Jersey).

El 11 de septiembre se apoderaron del vuelo 77 de American Airlines y lanzaron el Boeing 757 contra el Pentágono, matando a los 64 pasajeros que iban a bordo y a 125 personas que se encontraban en el edificio. (El cuarto avión no alcanzó su objetivo, que se cree que era la Casa Blanca o el Capitolio de Washington, sino que se estrelló en un campo de Pennsylvania, y también causó la muerte de todos los que iban a bordo).

“El informe oficial de la comisión del 11-S fue un relato histórico muy bien elaborado y escrito y que recibió muchos elogios”, dice Mark Rossini, “pero no abordaba por qué ocurrió ni destacaba suficientemente lo importante que había sido la información que la CIA no dio al FBI sobre la reunión de Malasia, así que no vale una m...”.

Los muertos desaparecidos

La sensación general era que aquello no era más que el principio, que Estados Unidos estaba “siendo atacado” y “en guerra”, como dijeron los dirigentes políticos; que el terrorismo iba a ser el pan de cada día para los neoyorquinos y para todos los estadounidenses. Algunos reaccionaron, refugiándose en una lúgubre introspección; otros se dejaron llevar por el espíritu de “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.

Muchos residentes en la ciudad se dieron a la bebida y la promiscuidad, como si creyeran que el fin del mundo estaba cerca. La herida más profunda y extendida fue la que sufrió la vieja y querida creencia de que dentro de Estados Unidos estaban a salvo de los horrores que acosaban al resto de los habitantes del mundo. Aparte del ataque japonés contra Pearl Harbour (Hawai), en 1941, este era el primer ataque de enemigos extranjeros en el “suelo patrio” estadounidense. La población sufrió un aturdimiento cósmico. Habían derribado los muros de su jardín americano; se sentían perplejos, violados, indignados. Y con un deseo nacional de venganza.

El Gobierno, aprovechando el clima popular, lanzó, en primer lugar, una guerra total en Afganistán, el refugio de Al Qaeda, y luego otra en Irak. “Yo soy una vieja progresista”, dice Anna Switzer, una maestra, “y en aquel momento pensé que era una buena idea ir a Afganistán. Ahora, por supuesto, no. En cuanto a Irak, sabíamos que era inevitable, pero también que era una aberración”.

Las torres del World Trade Center tardaron segundos en derrumbarse y borrar su huella de la silueta de Nueva York. Sin embargo, Mark Rossini pensó durante un tiempo que O’Neill había sobrevivido. Al enterarse del atentado en la radio del coche cuando iba a trabajar al cuartel general de la CIA en Langley (Virginia), llamó a la oficina neoyorquina del FBI, donde le contaron que O’Neill había llamado para decir que había salido del edificio. “Llamé a los numerosos amigos de John en todo el mundo para asegurarles que estaba bien. Pero luego la noticia cambió. Lo encontraron entre los escombros, decapitado; le identificaron por el traje y por el anillo de graduación de la universidad”. A Rossini se le llenan los ojos de lágrimas al recordarlo. “Murió como un héroe. Murió tomando las riendas de la situación, como había hecho siempre. ‘Yo soy el jefe. Yo soy el que manda’. Había una crisis y él tenía que solucionarla. Así que volvió a entrar”.

La única suerte que tuvo, a título póstumo, fue que pudieron identificar su cuerpo. A día de hoy, no se han encontrado huellas más que de mil 100 víctimas. Los restos de Stephen Mulderry aparecieron el 9 de noviembre, dos meses después de su muerte. Ocurrió algo parecido con todos los fallecidos que fue posible identificar. Al final incineraron sus restos y esparcieron las cenizas sobre un lago en las montañas del Estado de Nueva York.

El entierro de John O’Neill se llevó a cabo el 28 de septiembre de 2001. Fue una ceremonia a la que asistieron más de mil personas, con acompañamiento de gaitas irlandesas y en presencia de los máximos jefes de todos los cuerpos de las fuerzas del orden en el Estado de Nueva York, y varios invitados especiales de Washington.

“Me arrepiento cada día de no haber infringido las reglas y haber dicho a John o a cualquier persona del FBI lo de la reunión en Malasia. No hay vuelta de hoja”, dice Rossini. “La cabeza no deja de darme vueltas preguntándose ‘¿por qué?’ y ‘¿qué habría pasado si...?’, sabiendo que John habría volcado las fuerzas del FBI en descubrir todo sobre la reunión de Malasia. Se habrían evitado los atentados. Estoy convencido.

“Lo más difícil de aceptar es que, si se hubieran aplicado entonces esas normas, si en enero de 2000 hubieran informado al FBI, todos los servicios de inteligencia, colaborando, habríamos podido enterarnos de muchas cosas de los secuestradores y sus jefes”, dice Rossini.

Apuntes de un testigo: El olor a ceniza mojada

Recuerdo de aquellos días que iba por la calle con la determinación instintiva de fijarme en todo tal y como lo vieran mis ojos, sin veladuras de interpretación o de opinión; ir mirando, escuchar, percibir los olores, aislar las sensaciones, contar lo que veía como si fuera una cámara, como cuando Christopher Isherwood dice eso al principio de Adiós a Berlín, “Soy una cámara”.

No había vuelos comerciales a la ciudad. No había en ese momento nadie de la corresponsalía del periódico. Elvira y yo habíamos llegado con tres de nuestros hijos a Nueva York 10 días antes, con el propósito de que ella descansara del agosto laborioso que había tenido en España escribiendo una crónica diaria. Yo empezaría a dar unas clases en la City University a principios de octubre. Septiembre sería el mes de vacaciones que no habíamos tenido aún ese año. Uno o dos días antes habíamos bajado en metro a las Torres Gemelas. A ellos les hizo mucha sensación que la estación estuviera en el vestíbulo de una de las torres.

La imaginación es fatalista; se acostumbra enseguida a lo que ya ha sucedido: ahora ya no sabemos recordar el estupor de que de un día para otro las dos torres no existieran, ni siquiera nosotros, que estábamos allí, que tantas veces a lo largo de estos 10 años hemos respondido a la pregunta, cómo era estar en Nueva York la mañana del 11 de septiembre, salir a la calle, acercarse lo más posible a la frontera que establecieron las vallas de la policía, primero en Houston, luego un poco más al sur, en Canal Street, delimitando una parte de la ciudad que se volvía del todo fantasmal en cuanto caía la noche.

Nueva misión

De modo que de un día para otro ya no éramos turistas, sino enviados especiales del periódico, y teníamos que mandar crónicas veloces de lo que veíamos, y al mismo tiempo adaptarnos a una incertidumbre demasiado absoluta como para que la haya preservado bien el recuerdo. Después de que un avión colisionara contra una de las torres había aparecido en el cielo un segundo avión que atravesó la otra en una catástrofe de fuego. Cuando apenas nos adaptábamos a la imposibilidad de que una torre se hubiera derrumbado en unos segundos ya se estaba derrumbando la otra. Aviones militares atronaban el cielo volando muy bajo y proyectaban sus siluetas exactas sobre las calles y sobre las fachadas de los edificios. Pero cada nuevo avión podía ser otro emisario de catástrofe, lo mismo que cada largo alarido de sirena podía indicar un nuevo atentado.

A diferencia de lo simbólico o lo literario, lo real subyuga porque es específico. Nueva York en la mañana del ataque a las Torres Gemelas no era lo que nosotros veíamos. Eso lo veía cualquiera en cualquier parte del mundo, en la pantalla de un televisor. Nosotros veíamos un cielo limpio y sereno —el viento llevaba el humo hacia el este, hacia Brooklyn.

Aprendíamos con extrañeza que la normalidad y el desastre pueden ser simultáneos. En un extremo de la ciudad, los supervivientes caminan extraviados por un desierto de ceniza en el que el humo y el polvo lo envuelven todo en una noche apocalíptica y unos kilómetros más al norte un camarero con chaquetilla negra limpia las mesas de un restaurante al aire libre y un vagabundo demente habla y gesticula solo en un banco de una plazoleta, bajo una estatua de Dante.

A la mañana siguiente, según se bajaba hacia el sur, una gasa de humo y ceniza debilitaba la luz del sol convirtiéndola en una claridad anaranjada. Por Union Square y Washington Square y las calles del Village, mucha gente llevaba mascarillas. Como no había tráfico, se escuchaba por todas partes un rumor multiplicado de pasos.

El estupor nos ayudaba a dejar en suspenso todo lo que no fuera la percepción sensorial de las cosas: el filtro sucio de la luz, la ligera aspereza del aire, las caras de resucitados de los supervivientes que salían del hospital St. Vicent’s, el tormento incesante de las sirenas, los bosques de velas ardiendo a la caída de la noche en Union Square y en Washington Square y casi en cualquier esquina, las velas, los ramos y los vasos de flores debajo de las fotografías de los desaparecidos, las pequeñas banderas y las lámparas votivas. Y el olor que no parecía que fuera a irse nunca, enquistado al cabo de los días en las estaciones del Metro más cercanas a la catástrofe, el olor que si volviéramos a percibirlo nos devolvería la atmósfera exacta de lo que fue aquel tiempo: olor a ceniza mojada y a partículas infinitesimales de carne putrefacta.

‘Estados Unidos está siendo atacado’: Bush

“Gata, pata...”. Palabras de niños en el aula de un colegio de Florida, carteles en la pared; en una pizarra, detrás del visitante ilustre, George W. Bush, está escrito: “La lectura hace grande a un país”. “Pata, lata...”. Y de repente, un susurro al oído. Una frase. “Estados Unidos está siendo atacado”. Y todo cambia. El rostro del hombre más poderoso del mundo se convierte en un libro abierto. Como el de (casi) todos, en todo el mundo pegados en ese instante del 11 de septiembre de 2001, ante los televisores, viendo desmoronarse una época.

Bush aprieta los labios, la mirada se le pierde; le crecen bosques de rabia entre las cejas; océanos de desconcierto le caen por las mejillas. He aquí que la historia le convertía en protagonista (a él, presidente anodino bajo el nombre del padre). Siente enseguida el peso de su cargo. Lo recuerda ahora, desde su condición ya de ex presidente, en la única entrevista que ha concedido al cumplirse el décimo aniversario para hablar de los atentados; al periodista Peter Schnall, del National Geographic Channel, le dice: “Miles de personas perdieron la vida y yo hice la promesa de que no volvería a repetirse nunca”.

Bush hilvana sus recuerdos sin citar guerras posteriores o efectos colaterales, relata cómo vivió desde su puesto y condición esas horas. “No lo olvidaré. Ese día cambió mi mandato”, afirma. “Pasé de ser un presidente centrado en asuntos nacionales a uno en guerra”. O también: “La guerra nos llegó de forma inesperada, y tienes que afrontarla...no piensas en consecuencias ni política. Hay que decidir. Lo hice lo mejor que supe, algunas decisiones fueron polémicas... pero tomadas con el objetivo de proteger a mi país. No tenía una estrategia... vivía el día a día”.

“Una de las cosas que cambió el 11-S fue la noción de estar protegidos por los océanos”. Sintió horror: “Lo más devastador fue ver a gente saltando al vacío y no poder hacer nada”. Y recuerda frases plenas de significado: “¿Quién demonios querría hacer eso a EU?”. “¿Por qué no lo hemos visto venir?”. “¿Estará bien mi esposa?”. “Decidí que ya nos encargaríamos de Irak. El primer objetivo era Al Qaeda, en Afganistán”. Su tarea era encontrar culpables, aplicar la justicia, implacable, serenar a la población. Fue al Pentágono y a la Zona Cero: “Desde el aire parecía una cicatriz enorme, pero de cerca fue caminar por el infierno”. “Atrápalos”, le pedían. “Su sed de sangre era palpable”.

Él no lo consiguió, pero llegó ese día. Una llamada de Obama el 1 de mayo pasado. Una frase: el fin de Bin Laden. “No sentí nada parecido a felicidad ni júbilo. Simplemente que se cerraba un capítulo. Con el paso del tiempo, el 11-S será una fecha señalada del calendario”, dice.

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