jueves, 23 de febrero de 2012

Poner el Qur’ân en el centro

Poner el Qur’ân en el centro03/03/2002 - Autor: Abdennur Prado - Fuente: Webislam
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Corán1. La inmediatez de Al-lâh

Muchos musulmanes se han hecho opacos a la Palabra revelada, necesitan ulemas y expertos que les transcriban los Mensajes de Al-lâh en un modo de comportamiento claro y, sobre todo, estable. Pero en verdad el Islam es el acabamiento de las ideologías y los dogmas, la entrega al devenir del mundo tal y como nos ha sido dado, sin mediadores ni otro guía que Al-lâh subhanna wa ta’ala, pues:

Zâlika min Âyâti Al-lâh
man yahdil-lâhu fa huwa al-muhtad
wa many yuz-lil falan tajida lahû waliyyam murshidâ.

Esto es parte de los Signos de Al-lâh: a quien Al-lâh guía, sólo él ha encontrado la dirección; pero a quien deja en el extravío no podrás tú encontrarle un protector que le señale la dirección.

(Qur’ân, sura 18, al-Kahf, aya 17)
Para acceder a la Presencia no es posible ningún aprendizaje, ninguna iniciación, ni mucho menos ponerse en las manos de un Sheij, de un cura o de un ulema. Al revés: para poder establecer una comunicación con Al-lâh es preferible separarse de toda tutela y entregarse a la Realidad desde uno mismo, es necesario ser conscientes de que la única posibilidad verdadera de realizarnos es descubrir a Al-lâh como algo accesible directamente a nuestra propia sensación y entendimiento. Eso es, precisamente, lo que un verdadero Maestro hace: no enseñarte nada, sino lanzárte al vacío de ti mismo para que allí descubras la Realidad como un secreto que todo lo reúne.

Formamos parte en todo momento de la acción de Al-lâh, situados en el mismo lugar donde la Creación sucede, donde la potencialidad absoluta de la vida se sucede a si misma: se des-pliega. Somos necesarios como recipientes que actualizan el sentido, como “lugares” que reciben y vivencian la revelación como un don absoluto. Somos el lugar donde esa potencia manifiesta Su abundancia, Su inalterable reafirmación de la vida como fenómeno absoluto, como algo que ha de suceder y que sucede, independientemente de las condiciones externas de su desarrollo. Estamos en el tiempo, irreversiblemente movidos por lo Único capaz de hacer que algo suceda, pues nada es sin Su consentimiento, sólo Él puede guiarnos hacia Su presencia:

Al-lâhuma hmilni ‘ala sabailihi ila hadratik,
hámlan mahfúfan binusratik.

Oh Al-lâh, condúceme por sus caminos hacia tu presencia,
guíame envuelto por tu socorro.

(Du’a)
Cada momento de nuestra vida puede ser vivido como una afirmación de esa pertenencia, se trata de un problema de conciencia, de capacidad de verlo todo enlazado al Uno. Esto quiere decir que la Presencia es lo inmediato, que todo recorrido no es sino acortar una distancia. No vamos hacia la lejanía sino hacia lo cercano, no nos dirigimos a un mundo remoto, inalcanzable, sino que nos enraizamos en nuestro presente, a lo que hay aquí y ahora, pues en cada instante la Creación se muestra íntegra, en toda su plenitud apasionada y quieta, dinámica y constante, abierta a los sentidos del hombre que se hace recipiente de la Rahma, de la misericordia creadora.

Este es el reto radical que ha sido lanzado al hombre a través de la última revelación: el deber de (re-)descubrir su propia capacidad innata para acercarse a lo infinito, de establecerse en el mundo como receptor de aquello que el propio Creador de la existencia nos demanda. Se trata de situarse en el universo del mandato, de cumplir con el ¡Kun! (¡Esto!) que somos, y que es el mismo mandato que ha creado el mundo. Un destino que nosotros vivimos y que Él nos comunica de un modo personal, no delegable. Para ello no existe ningún instrumento más eficaz que el Qur’ân, pues éste no restringe la propia creatividad ni el uso de la razón dándole unos dogmas al creyente, sino que abre caminos insondables, lanza nuevos retos a través de cada uno de sus Signos.

Siendo Al-lâh algo inmediato al hombre, y siendo las doctrinas un impedimento, debemos decir que en realidad acceder a Al-lâh es iniciarse en un despojamiento, des-iniciarse de las ideas adquiridas pasivamente en nuestra cotidianeidad. Iniciarse en el Islam es realizar un des-aprendizaje, una eliminación de dogmas y de presupuestos, una des-conversión de todo aquello que hemos heredado y nos ha sido impuesto de un modo más o menos definido. Se trata de volver a la mirada desnuda de la infancia, o del momento que precede al nacimiento, al lugar donde no hay distancia, ningún sonido viene de un “otro”, sino que todo resuena a nuestro alrededor y en nuestra propia mente como una sola melodía, canto del fin y del comienzo, del alfa y el omega, de la Unidad que se despliega en mundo.

Sólo Al-lâh puede re-conducirnos enteramente hacia si mismo. Cualquier mediación o donación de sentido nos sirve únicamente como prólogo al verdadero Mensaje que nos está destinado. Invocamos Su Nombre y le pedimos ayuda para que nos haga capaces de distinguir en lo inmediato aquellos Signos o señales luminosas que nos libran de permanecer encerrados en nosotros mismos. Signos de luz que evocan a Al-lâh y que sólo pueden ser captados mediante una entrega a lo real sin paliativos, mediante una mirada limpia, libre de doctrinas, de religiones y de ideas, una mirada despojada de toda identidad, capaz de ver el mundo como nacido en el mismísimo instante de mirarlo. Dicha actitud presupone una inocencia innata, presupone un hombre nacido por la Voluntad de Al-lâh, y no el hombre caído, venido al mundo por el pecado y en pecado. Baste comparar las visiones islámica y católica de la “expulsión del paraíso” para comprender la diferencia: en el Islam ni Adam ni Hawa son culpables, e inmediatamente Al-lâh responde a la invocación de éstos y reestablece el vínculo perdido:

fatalaqqâ âdamu min Rábbihî kalimâtin fatâba ‘aláih
ínnahu Huwa at-Tawwâbu ar-Rahîm.

Y Adam recibió de su Sustentador unas palabras y se volvió hacia él.
Ciertamente, Al-lâh es el que siempre retorna, el Rahîm.

qulnâ hbitû minhâ ÿamî‘a faimmâ yâtiyannakum minnî húdan faman tábi‘a hudâya falâ jáufun ‘aláihim wa lá hum yahçanûn.

Dijimos: “Descended todos de él del jardín.
Os llegará de mí una dirección. Quienes sigan mi dirección,
no habrá temor para ellos ni se entristecerán”.

(Qur’ân, sura 2, al-báqara; 37-38)
La dirección que Al-lâh ofrece a Adam no es otra que la revelación. Se trata de la capacidad de leer en lo que nos rodea un mensaje que nos está destinado. El hombre proyecta su perfección innata en el mundo mediante una mirada, aprender a mirar es descubrirse la posibilidad de retornar al Yanna. Tal y como somos capaces de ver el mundo es como somos, y aprender a sentir la perfección del todo es recorrer la distancia entre la cerrazón (kufûr) y la apertura (imân).

2. La receptividad del mum’în

Al-lâh se comunica directamente al hombre a través de los Signos, se dirige al corazón capaz de hacerse recipiente de las más bellas formas, de los sabores impensables, de las sonoridades que nos despiertan a la acción, a la vivencia de cada instante como acontecimiento irrepetible.

La perfección ontológica del mundo está ahí. Estamos en “el mejor de los mundos posibles”, como dijo al-Gazâlî y repitió (siglos después) Leibniz. Eso quiere decir que lo real es, sin más, el lugar que tenemos como posibilidad de realizarnos. Es la afirmación del carácter irremediablemente acabado del mundo, de la ausencia de progreso. Hay hombres que se pelean inútilmente por mejorar la Creación de Al-lâh, y tan sólo consiguen destruirla:

Wa ‘izâ quila lahum lâ tuf-sidû fil-‘arzi
qâlû ‘in-namâ nahnu muslihûn.

Y cuando se les dice: “No sembréis la corrupción en la tierra”
contestan: “¡Sólo estamos mejorando las cosas!”

(Qur’ân, sura 2, al-báqara, aya 11)
A los que más desean o más esperan, les responde el Fuego de la insatisfacción y de la indiferencia, las migajas de una vida siempre diferida. Los musulmanes, por el contrario, aspiran a ahondar en lo que hay, ir a la raíz de la existencia. Su comportamiento consiste en recibir y entregar, en regalarse a una existencia que nos ha sido regalada. Para ello deben convertirse en receptores, abrir sus sentidos al mundo. Ser muslimûn (musulmán) es eso: tener imân, apertura de corazón a lo que nos rodea.

El mundo es perfecto porque la voluntad de Al-lâh lo está creando a cada instante. El mundo es tal y como Al-lâh quiere, y plegarse a Sus designios es la única sabiduría posible. No se trata de fatalismo, sino de la única actitud que nos evita toda ficción, todo distanciamiento. Ese es el sometimiento que caracteriza al musulmán, y que lo sitúa en la mejor posición para poder captar los Signos sin mediar entre ellos y él la distancia de su ego, con sus lamentos y vacilaciones, con sus quimeras y sus velos. La predisposición del musulmán a aceptar “lo que sea que Al-lâh quiera” es pura receptividad, apertura de sus sentidos al mundo de los significados y las formas, a la revelación que Al-lâh realiza a través de todo ello. Es no rebelarse ante lo inevitable, no desear que las cosas sean diferentes a como siempre han sido: perfectas en el momento en que el hombre no trastoca el orden interno de la naturaleza, cuando el hombre se pliega ante la Creación y asume la tarea de cuidarla, de ser depositario de la ámana, la confianza que Al-lâh pone en nosotros.

Si hemos dicho que para acceder a Al-lâh no es necesario ningún aprendizaje, también es cierto que esos velos nos separan, que la mayoría de los hombres ha realizado el intento absurdo de alejarse, de manifestarse como ente separado. No es en la masificación de una ideología donde revela Su Misericordia, sino en la supresión de toda identidad cerrada, para dejar que sea sólo Él quien nos afirme, quien nos diga y disponga de nosotros sin que le opongamos resistencia. Desde el momento en que afirmamos la “inmediatez de Al-lâh” nos damos cuenta de que alejarse de Él no es otra cosa que alejarnos de nosotros mismos.

Zâlika bi-‘anna Al-lâha nazala al-Kitâba bil-Haqq
wa ‘innal-lazî najtalafû fil-Kitâbi lafî shiqâqim ba’-îd

Así es: puesto que Al-lâh ha hecho descender el Libro con la Verdad
los que se enfrentan con sus opiniones al Libro están, ciertamente,
en un profundo error.

(Qurán, sura 2, al-báqara, aya 176)
Aquí debe quedar perfectamente claro que no somos nosotros los que debemos decir lo que el Libro dice, sino recibir y hacer consciente mediante la razón la Verdad que el Libro nos aporta, para que nuestra acción sea realizada plenamente, sin titubeos ni fisuras. Esta es la radical diferencia entre la recepción y la instrumentalización del texto: se trata de hacerse recipientes de la Palabra, de aceptarla tal y como nos viene, y no forzarla a que diga lo que queremos que nos diga.

Law ‘anzalnâ hazla-Qur’âna ‘alâ jabalil-lara
‘aytahû jâshi-‘am-mutashaddî ‘am-min jash-yatil-lâh.

Si hubiéramos hecho descender este Qur’ân sobre una montaña, la verías en verdad humillarse y hacerse pedazos por miedo a Al-lâh...

(Sura 59, al-Hashr, aya 21)
Ante la revelación no hay opinión personal que valga, sino el abandono a esa fuerza capaz de hacer pedazos una montaña. La conciencia de la Creación nos desborda, sin dejar otra respuesta posible salvo la postración. La revelación tan sólo se produce en el corazón del hombre aniquilado, jamás será accesible a un ego que quiere dominarla. Nos vinculamos a inmensidad de los cielos mediante la interiorización de la Palabra, y eso es algo que no puede dejar de sorprendernos. El Qur’ân contiene todos los desarrollos posibles, todas las posibilidades vivenciales del hombre tanto a nivel social como interno. Al-lâh ha mostrado en el Libro todo el despliegue de Sus Signos, y nos ha dado a través de Su Profeta —salâl-lâhu aleihi wa salam— la posibilidad de entrar en contacto con la Fuente Única de la existencia. Eso nos deja perplejos, sin aliento: en la aniquilación de nuestro ego recuperamos una dimensión que nos es desconocida, en la cual somos receptores de un sentido que esta ahí, anterior a nosotros. Nos damos cuenta entonces de que formamos parte de la revelación como algo vivo, que está sucediendo en este instante... La pasividad del mum’in consiste en dejarse habitar por la conciencia de esta fuerza, en abandonarse al vértigo de una existencia que desborda cualquier pretensión de dominarla.

Al-lâh ordena y el hombre le responde: esta es la única posibilidad de vivenciar nuestro destino. Las interpretaciones personales o tafsir, siendo perfectamente lícitas, sólo pueden contener un mínimo de la potencialidad infinita del Mensaje. Desde el momento en que proyectamos en la lectura nuestro ego, toda interpretación no puede servir más que como parte de una busca, pero solo consigue diferir la respuesta directa a la Palabra.

Lo que sucede en el interior del hombre es inabarcable, no poseemos mecanismos necesarios para darle forma suficiente, para hacerlo consciente por nuestros propios medios, así pues la revelación nos llega desde arriba, nos desciende la palabra para aclararnos en nuestro desarrollo.

Kal-lâ ‘innahâ Tazkirah
fa-man shaâ-‘a zakarah
fî suhufim-mukarramah
marfû-‘atim-mutahharah
bi-‘aydî safarah
kirâmin bararah

¡No! En verdad es un recordatorio
para que quien quiera Le recuerde.
Contenido en revelaciones enaltecidas,
sublimes y puras,
en manos de mensajeros
nobles y virtuosos.

(Sura 80, ‘Abasa, âyât 11-16)
El Qurân es una Puerta a lo infinito. No contiene una doctrina cerrada, sino todo lo contrario: la obligación de sumergirnos en el carácter absolutamente abierto de la existencia sin otro cauce que el de la potencilidad absoluta de la Palabra que desciende directamente al corazón del hombre que se abre.

3. Unicidad del Qur’ân

El musulmán debe poner el Libro en el centro de su vida, acostumbrarse a transitar sus páginas abiertas, hacerse permeable a la Palabra que desciende “como la lluvia, para fecundar la tierra”.

La lectura del Qur’ân se realiza, sobretodo, a dos niveles diferentes: el de la Sharî’a y el de la escatología. La palabra Sharî’a tiene por raíz el verbo shara’a: “dirigirse hacia un manantial”. Se refiere al cauce por el que transcurre una existencia no estancada, capaz de fluir rítmicamente desde el origen a la muerte, hasta el océano de Al-lâh. Los musulmanes leemos en el Libro ese camino, ya sea en forma de valores (generosidad, esfuerzo, paciencia...) como de ‘ibada (peregrinación, zakat, salat, ayuno...), de preceptos comunitarios (prohibición de la usura, normas sobre el matrimonio, la adopción, el divorcio...) o ideológicos (igualdad de derechos, libertad de conciencia, rechazo de la idolatría, de la teocracia...). Más allá de su apariencia “legalista”, la Sharî’a establece el marco referencial en el cual el hombre puede desarrollar sus cualidades innatas, el marco que hace posible su desarrollo al infinito. No se trata de una ley creada por los hombres, más o menos arbitraria, sino de algo esencial a la naturaleza más noble del ser humano.

Llamamos escatología a la “escenificación simbólica” de las fuerzas que conforman al hombre. Pongamos un ejemplo: al reconocer el texto como despliegue de un universo simbólico, reconocemos que el Shaytán no es algo que nos venga de fuera, sino una posibilidad intrínseca al hombre de apartarse de la Realidad, una tendencia hacia la destrucción que debemos reconocer y controlar para no desviarnos de nuestra naturaleza original (fitra). Si vamos un poco más lejos, nos damos cuenta de que la expulsión del Yanna (el Paraíso) es algo necesario para que el hombre pueda girarse hacia Aquel que lo ha creado, y desde ese momento empezamos un camino de conciencia... Es aquí donde los místicos nos hablan de “convertir al propio Shaytán al Islam”, cosa muy alejada de aquellos que se libran de la tarea llamando Shaytán a todos aquellos que se interponen en su búsqueda del poder.

Los fenómenos de la waqia (la destrucción del mundo), el inshiqâq (el desgarro), de la estancia en la tumba, los significados del ajira (Última Vida) y el nar (el Fuego), los malaika (ángeles), etc., son símbolos de lo que nos sucede a cada uno de nosotros. También los diferentes maqams (grados espirituales) representados por los diferentes Profetas (que la paz sea con ellos) nos pueden servir para situar nuestra experiencia de la revelación. Por ejemplo: el rechazo del mundo como algo impuro pertenece al maqam de Nûh (Noé), y está relacionado con el diluvio, con la necesidad de una catarsis purificadora, de aniquilarse y empezar de nuevo desde cero. Todo lo que es mencionado en el Qur’ân pertenece a la naturaleza del hombre, es algo propio de su constitución, tanto como el hecho de tener huesos o mirada. La lectura del Qur’ân, en este sentido, es lo que nos permite reconocer lo que en verdad sucede en nosotros, cual es el “momento” espiritual en el que nos movemos.

Hemos mencionado la Shar’îa y el carácter simbólico de la revelación, pero existen muchos otros modos de acercarse al Qur’ân. Al-lâh subhana wa ta’ala nos propone múltiples ejemplos y parábolas que describen el comportamiento histórico del hombre, los motivos de su corrupción, de su salvación, de su ceguera... Siendo la Palabra de Al-lâh algo capaz de contenerlo potencialmente todo, es lógico pensar que existen múltiples formas de acercarse al texto. Es posible realizar, por ejemplo, una lectura económica, una lectura poética, una lectura psicológica, etc. Según una posible lectura que llamaremos fisiológica, el sirat al-mustaqim (el camino recto) haría referencia no a la moral de los ulemas sino a la columna vertebral del mum’in, mientas que desde el punto de vista económico se refiere a la ausencia de beneficiarios entre el trabajador (o el agricultor, o el artesano) y el consumidor, según el hadiz: “No es lícito al sedentario en­trometerse en las ventas del beduino”. Pero, si nos fijamos bien, se trata de lo mismo: la especulación es realizar una ganancia sin esfuerzo, y da como resultado un hombre estancado, cuya columna vertebral (como vía energética) se quiebra. Desde la antropología espiritual vemos que el especulador no se desarrolla, no es capaz de enfrentarse a la vida naturalmente, e inventa un modo “no directo” de estar en el mundo. No recorre, por tanto, el sirat al-mustaqim.

Hay muchos niveles diferentes en los cuales el Qur’ân puede ser leído, pero todos hacen referencia a la Unicidad de Al-lâh, al fenómeno de la vida como algo indivisible. Llamamos Tawhîd al hecho de que todo está contenido en todo, al fenómeno de la comunicabilidad absoluta de los contenidos, la identidad final de los opuestos. La lectura fisiológica se mezcla con la lectura simbólica, la lectura legal es inseparable de la escatología, pues no existen en realidad diferencia de niveles en el texto, sino que este los contiene todos en cada uno de sus Signos. Si aceptamos que el Qur’ân engloba todos los sentidos y los unifica, tras constatar que esa multiplicidad de interpretaciones es posible, debemos regresar al Libro como el lugar preservado de toda alteración, donde todas las interpretaciones se hacen una.

Innâ Nahnu nazzalu na ad-dikra
wa ‘illâ-bil-Haqqi wa mâ kânû ‘izam mun-dzarîn

Ciertamente, Nosotros hemos hecho descender, gradualmente, el recuerdo y somos verdaderamente Quien lo protegemos.

(Surat 15, al-Hichr, aya 9)
Para captar esa unidad hay que recitarlo, no basta con leerlo. El Qur’ân es luz sonora que ha cristalizado en palabra, en pensamiento. Es energía que emana directamente de Al-lâh, y se dirige al hombre para que este se haga recipiente del sentido. No es un simple discurso que se expresa, sino pensamiento luminoso, tan solo captable a través de la luz que lo recibe. Sumergirse en la recitación del Qur’ân es seguir el viaje de esa energía desde la fuente manantial al océano de la existencia, pasando por el hombre. La vida no es más que el recorrido del Uno hasta el Uno. Es una misericordia de Al-lâh el habernos hecho capaces de recitar Su Libro, de dejar que Su Palabra cruce por nosotros para impregnarnos de baraka.

Bal huwa Qur’ânun mayîdun
fî láuhin mahfûz

¡Pues este es un Qur’ân sublime,
en una tabla resguardada!

(Sura 85 21-22)

La luz ha penetrado en la sombra haciéndose sonora, energía compuesta de signos capaces de significados infinitos: ello quiere decir que tiene la posibilidad inmediata de donarnos el sentido, una significación no-discursiva, capaz de concretarse de un modo diferente para cada uno. Esa significación es el propio hecho de que Al-lâh nos ha creado tal y como somos, con nuestras diferencias de forma y de carácter. Hacer de esas diferencias el núcleo de nuestro posicionamiento sobre el mundo es desplazar la revelación del centro, es ceder a la tentación identitaria frente a la conmoción de la unicidad de la existencia, donde las diferencias quedan como formas, meros recipientes del sentido. No permitir al Qur’ân cruzar por nosotros libremente y tratar de estancarlo en un discurso es una descortesía, el intento de dogmatizar el mar, de dar un contenido a lo incontinente. Recitémoslo pues sin tratar de imponerle un sentido, dejando que sea Él quien nos guíe.

Fa-‘izâ qara’ta al-Qur’âna fasta-iz bil-lâhi
mina sh-Shaytâni-Rajîm.

Y siempre que recites este Qur’an, busca refugio en Al-lâh
del maldito Shaytán.

(Qur’ân, sura 16, an-Nahl, aya 98)
Cada vez que los labios pronuncian algunas palabras del Noble Qur’ân, esa Palabra resuena y nos Transporta. No importa que en un principio no lo comprendamos, sino el entrar en intimidad con las Palabras. La calidez del Dhikr, de la repetición de la Palabra, es el único modo de acceder al Libro como un ente vivo, redescubrir nuestra propia capacidad de hacernos recipientes de esa vida. Dejar que el Qur’ân viva en uno, darle la calidez de nuestro cuerpo como un receptáculo es ya hacerse co-partícipe del Libro.

Faqra-‘û mâ tayassara minhu wa ‘aqîmu s-Salâta
wa ‘âtu z-Zakâta wa aqrizu Al-lâha Qarzan Hasanâ.

Recitad lo que buenamente podáis, y sed constantes en la salat,
y entregad el zakat, haciendo un préstamo generoso a Al-lâh.

(Qur’ân, sura 73, al-Mussammil, aya 20)
Acceder directamente al Qur’ân al-Karím es el único medio certero de no estar desvirtuando la Guía, de no estar traicionando la exigencia de permanecer siempre abiertos a lo que Al-lâh quiere de nosotros. Si bien es cierto que una sólo persona no puede acceder a la comprensión de todos los contenidos en el Libro (pues son infinitos) debemos afirmar que la intimidad con las Palabras de Al-lâh es el modo con el cual podemos recibir ese mandato que nos es propio. Siendo el Islam un todo orgánico, en el cual la pieza es indisociable del todo que la engloba, podemos afirmar que la comprensión de un solo pasaje del Libro es suficiente para que el Islam penetre en nosotros y se instale como columna vertebral de la experiencia que hacemos de la vida. El resto consiste en dejar que Al-lâh nos lleve, nos conduzca hacia si mismo. Eso ha de suceder siempre que tengamos la humildad suficiente como para no cosificar el Mensaje en una doctrina, si somos capaces de mantenernos en lo abierto, de percibir a Al-lâh como lo más inmediato a nuestro propio ser, como la Única Verdad que nos atañe.

Recitad el Qur’ân:

Mâ ‘indakum yanfadu
wa mâ inda Al-lâhi bâqa.

Lo vuestro se desvanecerá
y lo que está con Al-lâh permanece.

(Qur’ân, sura16, an-nahl, aya 96)

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