domingo, 26 de febrero de 2012

SI VIENE LA HORA (JUICIO FINAL) Y ESTAS PLANTANDO UN ARBOL SIGUE PLANTANDO EL ARBOL

Es la hora
La causa última de la degeneración social es la falta de castigo a la corrupción moral y política

Aunque sea el día del Fin del Mundo planta un árbol. O debiéramos, dicho en otras palabras, estar vivamente vigilantes y combativos hasta el último aliento, porque, como dice ese otro aforismo tan de nuestra tierra, hasta el rabo todo es toro.

Esto viene a cuento de la deriva, ésa voz marinera que se refiere al desvío del rumbo fijado por causa de los vientos, corrientes o mareas, que no sólo les afecta a veces a algunos individuos, sino también a las propias sociedades que no son capaces de estar en vigilia permanente y aplicación de las medidas correctoras necesarias por la pureza de sus fines: se comienza pervirtiendo el lenguaje, y se termina corrompiendo el mismo pensamiento y la conciencia individual y social. Tal cosa está sucediendo hoy, y las sociedades parecen incapaces de corregirse a sí mismas, castigando con severidad a quienes se desvían, siquiera sea porque debieran penarlo son colegas, copartidarios o de la propia cuerda de quienes perpetran el daño.

Hoy se convocan elecciones generales en España, y los partidos han abierto enconadas luchas en su seno para que unos u otros grupos internos de poder coloquen a la cabeza de las listas de tal o cual localidad –que frecuentemente nada tiene que ver con el candidato- a sus hombres fuertes; pero es una impostura. En realidad, nuestra política es una enorme y descomunal impostura. No sólo vivimos en una supuesta democracia en la que ni siquiera hemos votado los grandes asuntos de Estado tales como la configuración del mismo Estado, su estructura (Autonomías), el aborto, la fe o el laicismo que debe regularla, etcétera, sino que ni siquiera elegimos a quienes a quienes deseamos, sino que optamos entre un elenco de personajes que en la mayoría de los casos ni siquiera son honestos, como muy bien lo han demostrado durante decenas de años, entregados en cuerpo y alma a la indolencia de vivir como parásitos del Estado en el Congreso o el Senado o la Institución que sea, y enriqueciéndose a sí mismos o a terceros.

Es una inmoral impostura, por ejemplo, que para ser diputado, senador, alcalde, ministro y aún presidente del gobierno no sea necesario tener una formación mínima, una estabilidad psicológica demostrada o una honradez intachable. Es inmoral que no ocupe el cargo de senador, diputado, ministro o presidente, sencillamente el mejor. Vale lo que sea, incluso un corrupto. Vale quien sea, incluso un incompetente. Y no, nada que ver: no vale. Ni de lejos. Lo pondrán, sí, porque la ley es injusta; pero no vale.

Es una inmoral impostura que la incoherencia sea el distintivo de nuestros dirigentes políticos, de modo que hablan de trabajo quienes jamás se han desempeñado en ninguno que no sea el medrar en el partido o en filtrarse como un parásito por los intersticios del Estado, que se digan de izquierdas quienes acumulan inmorales patrimonios de enorme cuantía, como los de derechas –los votos que reciben son, dicho en sus mismas palabras electorales, de los descamisados-, o que quien ha estado enredado en todos y cada uno de los grandes, enormes delitos de Estado, desde la Guerra Sucia a los turbios sucesos del 11M o del Faisán, puedan dar lecciones de moralidad a la ciudadanía en general, o seducir públicamente a los jóvenes que, precisamente por su juventud, su falta de datos y de madurez, no pueden valorar otra cosa que las meras palabras que escuchan y no su fondo, pudiendo ser manejados gracias a las aplicaciones de márquetin de los perversos y a lo apabullante de los escenarios en que se promueve cierta histeria colectiva. Una aplicación de las teorías goëbbelsianas en su manifestación más escatológica.

Lo grueso de la mentira que vivimos –la falsa crisis orquestada, la corrupción generalizada, la deriva social hacia la perversión individual, el terrorismo-negocio, la guerra-negocio, la cultura-basura, la vida-consumo, etcétera- cae de pleno de la parte de los políticos; pero ellos necesitan como socios necesarios para perpetrar su dolo la inocencia o la estupidez de sus votantes. Necesitan, y lo tienen, que sus adeptos, que los seguidores de sus consignas (no de sus actos), les bendigan y les protejan en sus corruptelas y miserias del adversario, ocultando sus gravísimos defectos y descollando las leves faltas de los rivales, en un comportamiento más parecido al de una secta que al de un partido responsable.

Tal vez mañana se acabe el mundo, pero es la hora de plantar un árbol. Si seguimos, si avanzamos hacia el futuro, es la hora de que tomemos conciencia de que cada uno de nosotros somos imprescindibles en ese futuro, y que nuestra honradez y nuestra inflexibilidad con la perversión es capital para refundar cada día la sociedad que queremos habitar y que deseamos legar a nuestras generaciones futuras. El futuro, se escribe hoy.

No se trata de no votar, sino de hacerlo a quienes en verdad reúnan las condiciones, comenzando por no hacerlo a ningún partido que no imponga un perfil mínimo a sus candidatos, de modo que tengan la formación superior idónea para el cargo (diputado, senador, ministro o presidente), que cuenten con un certificado de que están psicológicamente en sus cabales y que puedan demostrar honradez a prueba de infundios con sus propias carreras profesionales y a obtención de todos los haberes propios y de sus deudos próximos. No votar, en fin, a quien no sea el mejor, sin duda, en lo suyo. De no ser así, el elector debería, tomando posesión de su verdadero derecho de ser la encarnación última del poder mismo, no votar a quien no reúna estos condicionantes. Mejor ser sufridor de las consecuencias de un mal gobierno elegido por los perversos, que cómplice de un ejecutivo o un legislativo que gobierne para los pérfidos y legisle para la trampa.

Es hora, quizás, de que nos planteemos tomar las riendas de nuestro propio futuro, de corregir la deriva que nos ha encerrado en esta sucesión continuada de mentiras, de falsas crisis, de dictadura encubierta, de corrupción institucionalizada, de adoctrinamiento social en la superficialidad y el consumo. Es hora, en fin, de que aunque sea el día del Fin del Mundo, plantemos un árbol… y nos reivindiquemos, porque lo que sembremos hoy es lo que cosecharemos en el futuro.

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