jueves, 8 de marzo de 2012

Exégesis profética judía acerca de Israel como nacion

Exégesis profética judía acerca de Israel como nacion

(Conferencia del rabino Elmer Berger, antiguo Presidente de la Liga para el judaísmo en los Estados Unidos)

Es inadmisible para nadie pretender que la implantación actual del Estado de Israel es el cumplimento de una profecía bíblica y, en consecuencia, que todas las acciones acometidas por los israelíes para instaurar su Estado y para mantenerlo están previamente ratificadas por Dios. La política actual de Israel ha destruido o, al menos, oscurecido la significación espiritual de Israel. Me propongo examinar dos elementos fundamentales de la tradición profética.

1.En primer lugar, cuando los Profetas evocaron la restauración de Sión, no era la tierra la que tenía por sí misma un carácter sagrado. El criterio absoluto e indiscutible de la concepción profética de la Redención era la restauración de la Alianza con Dios, cuando esta Alianza fue rota por el Rey y por su pueblo. Michée lo dice con toda claridad: Escuchad, jefes de la casa de Jacob, y dirigentes de la Casa de Israel, vosotros que aborrecéis el bien y amáis el mal, que habéis erigido a Sión en la Sangre y Jerusalén en el crimen (Michée III, 1-12). Sión será labrado como un campo, Jerusalén llegará a ser un montón de ruinas, y la montaña del Templo un elevado lugar de idolatría. Sión no es santa más que si la ley de Dios reina sobre él. Y esto no significa que toda Ley promulgada en Jerusalén sea una Ley santa.

2.No es sólo la tierra de la que depende la observancia y la fidelidad a la Alianza: el pueblo reinstalado en Sión tiene las mismas exigencias de justicia, de rectitud y de fidelidad a la Alianza de Dios. Sión no podría alcanzar una restauración de un pueblo apoyándose en tratados, en alianzas, en informes militares de fuerza, o en una jerarquía militar que pretenda establecer su superioridad sobre los vecinos de Israel La tradición profética muestra claramente que la santidad de la tierra no depende de su suelo, ni de su pueblo por su sola presencia sobre aquel territorio. Sólo es sagrada, y digna de Sión, la Alianza divina que se expresa a través del comportamiento de su pueblo.


Ahora bien el actual Estado de Israel no tiene ningún derecho a reclamar para sí el cumplimiento de un proyecto divino para una era mesiánica. Ni el pueblo ni la tierra son sagrados ni merecen ningún privilegio espiritual del mundo. El totalitarismo sionista que pretende integrar a todo el pueblo judío, por medio de la fuerza y la violencia, lo convierte en un hecho entre los demás y como los demás (36).


Ygal Amir, el asesino de Ytzhak Rabin, no es ni un granuja ni un loco, sino el producto puro de la educación sionista. Hijo de rabino y excelente estudiante de la Universidad rabínica de Bar Ilan cerca de Tel-Aviv, alimentado por las enseñanzas de las escuelas talmúdicas, fue soldado de élite en el Golán, y contaba en su biblioteca con un ejemplar de la biografía de Baruch Goldstein. Recordemos que Goldstein fue aquel que asesinó, en Hebrón, a 27 árabes que se encontraban orando en la Mezquita de la Tumba de los Patriarcas. Amir vió en la televisión pública de Israel, el gran reportaje sobre el grupo Eyal (Los guerreros de Israel) jurando, sobre la tumba del fundador del sionismo político Théodore Herzl, ejecutar a cualquiera que ceda a los árabes la tierra prometida de Judea y de Samaria (la actual Cisjordania).


El asesinato del Presidente Rabin, como el de Goldstein, se inscribe en la estricta lógica de la mitología de los integristas sionistas. La orden de matar, dice Ygal Amir, viene de Dios, como en los tiempos de Josué (37). Amir no era un caso marginal en la sociedad israelí: el día de la muerte de Ytzhak Rabin, los colonos de Kiryat Arba y de Hebrón bailaban de alegría recitando Salmos de David alrededor del mausoleo levantado a la memoria de Baruch Goldstein (38).


Ytzhak Rabin fue un blanco simbólico, pero no como Bill Clinton lo ensalzó en sus exequias, diciendo que combatió toda su vida por la paz sino que comprendió (como los americanos en Viet-Nam o los franceses en Argelia) que ninguna solución militar definitiva es posible mientras un ejército se enfrente, no a otro cuerpo de ejército, sino a todo un pueblo. Hay que recordar que el que combatió toda su vida por la paz cuando comandaba las tropas de ocupación al principio de la Intifada, dio la orden de romper los huesos de los brazos a los niños de la tierra palestina que no tenían más que piedras para defender la tierra de sus antepasados.


Se había empeñado, junto a Yasser Arafat, en la vía de un compromiso. Concedieron autonomía administrativa a una parte de los territorios cuya ocupación por Israel había sido condenada por las Naciones Unidas. Viviendo bajo la protección militar israelí las colonias robadas a los autóctonos y convertidas, como Hebrón, se convirtieron en seminarios de odio.


Esto ya era demasiado para los integristas beneficiarios de este colonialismo: crearon, contra Rabin, a quien consideraban como un traidor, el clima que llevó a la infamia de su asesinato.


Ytzhak Rabin ha sido víctima, junto a millones de Palestinos, del mito de la tierra prometida, pretexto milenario de los sangrientos colonialismos.


Este asesinato fanático demuestra, una vez más, que una paz verdadera entre un Estado de Israel en seguridad en las fronteras fijadas por la partición de 1947 y un Estado Palestino totalmente independiente, requiere la eliminación radical del colonialismo actual, es decir, de todas las colonias que constituyen, en el interior del futuro Estado Palestino, incesantes focos de provocación a la vez que detonantes para las guerras futuras

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