lunes, 24 de septiembre de 2012
SABRA Y CHATILA: LA MASACRE OLVIDADA
SABRA Y CHATILA:
LA MASACRE OLVIDADA
Robert Fisk
Persisten los recuerdos, por supuesto.
El hombre que perdió a su familia
en una matanza anterior y luego vio
cómo los jóvenes de Chatila eran formados
después de la nueva masacre
y los hacían marchar hacia la muerte.
Pero –al igual que la mugre acumulada
en el basurero, entre las casuchas–,
la peste de la injusticia persiste en los
campamentos donde mil 700 palestinos
fueron ejecutados hace 30 años,
fecha que se cumple la semana próxima.
Nadie ha sido juzgado ni sentenciado
por aquella carnicería, que hasta un
escritor israelí comparó en ese tiempo
con la matanza de yugoslavos por
simpatizantes nazis en la Segunda
Guerra Mundial. Sabra y Chatila son
un monumento a los criminales que
evadieron la justicia y salieron impunes.
Jaled Abú Noor era un adolescente
que había dejado el campamento
para ir a las montañas a adiestrarse
en la milicia antes que los falangistas
aliados de Israel entraran en Sabra
y Chatila. ¿Siente culpa por ello, por
no haberse quedado a luchar con los
violadores y asesinos? “Lo que siento
hoy es depresión”, comenta. “Exigimos
justicia, procesos en tribunales
internacionales… pero no hubo nada.
Nadie fue declarado responsable, nadie
compareció ante la justicia. Y por
eso tuvimos que sufrir en la guerra de
los campamentos de 1986 (a manos
de libaneses chiítas), y por eso los israelíes
pudieron dar muerte a tantos
palestinos en la guerra de Gaza de
2008-2009. Si se hubiera juzgado a los
asesinos de hace 30 años, esas otras
matanzas no habrían ocurrido.”
No le falta razón. Mientras en Manhattan
presidentes y primeros ministros
han formado fila para llorar a los
muertos en los crímenes de lesa humanidad
de 2001 en el World Trade Center,
ni un solo gobernante occidental
se ha atrevido a visitar las frías y sucias
fosas comunes de Sabra y Chatila,
donde unos cuantos árboles zarrapastrosos
dan sombra a las borrosas fotografías
de los muertos. Tampoco, hay
que decirlo, en estos 30 años un solo
líder árabe se ha molestado en visitar
la última morada de al menos 600 de
las mil 700 víctimas. Los potentados
árabes sangran en el corazón por los
palestinos, pero un boleto de avión a
Beirut sería demasiado para ellos en
estos días… ¿y quién querría ofender a
los israelíes o a los estadounidenses?
Es una ironía –importante, a final de
cuentas– que la única nación que realizó
una investigación oficial seria, aunque
fallida, sobre la masacre fue Israel.
El ejército israelí envió a los asesinos
a los campamentos y luego observó,
sin hacer nada, mientras se cometía la
atrocidad. Un teniente israelí llamado
Avi Grabowsky dio la más reveladora
evidencia de ello. La Comisión Kahan
dictaminó que el entonces ministro
de Defensa Ariel Sharon era personalmente
responsable por haber enviado
a los despiadados falangistas antipalestinos
a los campamentos para
“limpiarlos de terroristas”, los cuales
resultaron tan inexistentes como las
armas de destrucción masiva de Irak
21 años después.
Sharon perdió el cargo, pero más tarde
llegó a primer ministro, hasta que
fue víctima de un ataque al corazón al
cual sobrevivió, pero lo privó del habla.
Elie Hobeika, líder miliciano cristiano
libanés que encabezó las matanzas
–después de que Sharon dijo a los
falangistas que los palestinos acababan
de ejecutar a su líder, Bashir Gemayel–,
fue asesinado años más tarde
en Beirut oriental. Sus enemigos afirmaron
que los sirios le dieron muerte,
sus amigos culparon a los israelíes.
Hobeika, quien se había “pasado” a los
sirios, acababa de anunciar que “revelaría
todo” sobre la atrocidad de Sabra
y Chatila ante un tribunal belga que
deseaba someter a juicio a Sharon.
Desde luego, quienes entramos en los
campamentos en el tercer y último
día de la masacre –el 18 de septiembre
de 1982– tenemos nuestros propios
recuerdos. Yo guardo en la mente la
imagen de un hombre tirado en la calle
principal, vestido con piyama y con
su inocente bastón a su lado; la de dos
mujeres y un niño baleados al lado
de un caballo
muerto; la de
una casa particular
en la
que me protegí
de los
asesinos con
mi colega Loren
Jenkins, del
Washington Post, y donde encontramos
una mujer que yacía en el patio a
nuestro lado. Algunas de las mujeres
fueron violadas antes de que las mataran.
Los ejércitos de moscas, el hedor
de la descomposición… uno se acuerda
de esas cosas.
Abú Maher tiene 65 años –como Jaled
Abú Noor, en un principio su familia
huyó de sus hogares en Safad, en el Israel
actual– y permaneció en el campamento
durante la masacre. En un
principio no daba crédito a los hombres
y mujeres que lo apremiaban a
huir de su casa. “Una vecina se puso a
gritar; me asomé y vi cómo la mataban
a tiros. Su hija echó a correr; los asesinos
la persiguieron gritando ‘¡mátenla,
mátenla, no la dejen escapar!’. Ella
me gritó, pero no pude hacer nada. Al
final logró escapar.”
Viajes repetidos de vuelta al campamento,
año tras año, han permitido
construir una relación en asombroso
detalle. Investigaciones de Karsten
Tveit, de la radio noruega, y mías han
demostrado que muchos hombres a
quienes Abú Maher vio que se llevaban
vivos después de la primera matanza
fueron entregados de nuevo por
los israelíes a los asesinos falangistas,
quienes los tuvieron prisioneros unos
días en Beirut oriental y después, al
ver que no podían canjearlos por rehenes
cristianos, los ejecutaron junto
a las fosas comunes.
Se han presentado despiadados argumentos
en pro del olvido. ¿Por qué
recordar a unos cientos de palestinos
asesinados cuando en Siria han perecido
25 mil personas en 19 meses?
Partidarios de Israel y críticos del
mundo musulmán me han escrito en
años recientes acusándome de hacer
continuas referencias a la masacre de
Sabra y Chatila, como si mi testimonio
presencial de esa atrocidad ya hubiera
prescrito. Al comparar esos informes
míos con mis relatos sobre la opresión
turca, un lector me ha escrito su conclusión
de que en este caso (Sabra y
Chatila) soy parcial contra Israel, “con
base sólo en el número desproporcionado
de referencias que hace a esta
atrocidad”.
Pero, ¿pueden hacerse demasiadas?
La doctora Bayan al-Hout, viuda del
ex embajador de la OLP en Beirut, ha
escrito el recuento más autorizado y
detallado de los crímenes de guerra
de Sabra y Chatila –porque eso es lo
que fueron– y concluye que en los
años posteriores la gente temía recordar.
“Luego, grupos internacionales
comenzaron a hablar e investigar.
Debemos recordar que todos somos
responsables por lo que ocurrió. Y las
víctimas aún llevan las cicatrices de
esos sucesos –hasta los que no habían
nacido las tienen– y necesitan amor.”
En la conclusión de su libro, la doctora
Al-Hout hace preguntas difíciles y
de hecho peligrosas: “¿Fueron los perpetradores
los únicos responsables?
¿Los que ejecutaron los crímenes fueron
los únicos criminales? ¿O lo son
quienes dieron las órdenes? ¿Quién
en verdad es responsable?” En otras
palabras, ¿acaso Líbano no tiene responsabilidad
junto con los falangistas,
Israel con su ejército, los árabes con
su aliado estadunidense? La doctora
al-Hout termina su investigación con
una cita del rabino Abraham Heschel,
quien tronó contra la guerra de Vietnam:
“En una sociedad libre algunos
son culpables, pero todos somos responsables”.
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