lunes, 3 de diciembre de 2012

Las perlas del peregrino


Las perlas del peregrino

Dios está infinitamente cerca del hombre, pero éste está infinitamente lejos de Dios

03/12/2012 - Autor: Frithjof Schuon - Fuente: Webislam
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El hombre reza, y la oración forma al hombre. El santo se ha convertido él mismo en oración, lugar de encuentro entre la tierra y el Cielo
El hombre reza, y la oración forma al hombre. El santo se ha convertido él mismo en oración, lugar de encuentro entre la tierra y el Cielo
En realidad, lo que separa al hombre de la Realidad divina es una barrera ínfima: Dios está infinitamente cerca del hombre, pero éste está infinitamente lejos de Dios. Esta barrera, para el hombre, es una montaña; el hombre se encuentra ante una montaña que debe apartar con sus propias manos. Excava la tierra, pero en vano, la montaña permanece allí; el hombre, sin embargo, continúa excavando, en el nombre de Dios. Y la montaña se desvanece. Nunca ha existido.
Lo queramos o no, vivimos rodeados de misterios, que lógica y existencialmente nos arrastran hacia la trascendencia.
El mundo nos dispersa y el ego nos comprime; Dios nos recoge y nos dilata, nos apacigua y nos libera.
Sólo por la interioridad deificante, sea cual sea su precio, es el hombre perfectamente conforme a su naturaleza.
Amar a Dios no es cultivar un sentimiento -es decir, algo de lo que gozamos sin saber si Dios goza de ello-, sino que es eliminar del alma lo que impide a Dios entrar en ella.
No somos nosotros quienes conocemos a Dios, es Dios quien se conoce en nosotros.
La belleza, sea cual sea el uso que pueda hacer de ella el hombre, pertenece fundamentalmente a su Creador, que por ella proyecta en la apariencia algo de su ser.

Es un hecho que el hombre no puede encontrar la felicidad dentro de sus propios límites; su naturaleza misma lo condena a superarse y, superándose, a liberarse.
Para el sabio, cada estrella, cada flor, prueba metafísicamente el Infinito.
En la fe estamos fuera del tiempo.
La virtud es evidente, es decir, conforme a lo Real.
La virtud es esencialmente la conciencia de la naturaleza de las cosas, que pone al ego en su justo lugar.
La naturaleza humana es el olvido de Dios.
El misterio de la certeza es que, por una parte, la verdad está inscrita en la sustancia misma de nuestro espíritu -puesto que estamos hechos a imagen de Dios- y que, por otra parte, somos lo que podemos conocer; ahora bien, podemos conocer todo lo que es, y lo único que es.
Sin temor de Dios en la base, nada es posible espiritualmente, pues la ausencia de temor es una falta de conocimiento de sí.
El hombre puede conocer, querer, amar. Conocemos a Dios distinguiéndolo de lo que no es El y reconociéndolo en lo que testimonia a El; queremos a Dios realizando lo que conduce a El y absteniéndonos de lo que aleja de El; y amamos a Dios amando conocerlo y realizarlo y amando lo que testimonia de El, a nuestro alrededor y en nosotros mismos.
El don de sí para Dios es siempre un don de sí para todos; darse a Dios, aunque sea sin saberlo los demás, es darse a los hombres, pues en este don de sí hay un valor sacrificial cuya irradiación es incalculable.
Todo hombre ama en su fuero interno el puro Ser, la inviolable Sustancia, pero este amor está oculto bajo una capa de hielo. Todo amor es en el fondo una tendencia del accidente hacia la Sustancia.
Una virtud es un perfume divino en el que el hombre se olvida de sí mismo.
Sin generosidad para con el mundo, uno no puede abrirse a la Bondad o a la Misericordia divinas.
La función cósmica, y más particularmente terrestre, de la belleza es actualizar en la criatura inteligente el recuerdo de las esencias, y abrir así la vía hacia la noche luminosa de la Esencia una e infinita.
La belleza de lo sagrado es un símbolo o una anticipación, y a veces un medio, del gozo que sólo Dios procura.
Lo sagrado es una aparición del Centro, inmoviliza el alma y la vuelve hacia el interior.
Lo sagrado es la presencia del centro en la periferia, como el corazón se transparenta en los gestos.
En el hombre de naturaleza "creyente" hay una herencia del Paraíso perdido.
El Paraíso está donde está Dios. Permanece, pues, junto a Dios y el Paraíso estará allí donde tú estés.
La gracia nos rodea infinitamente, y sólo nuestro endurecimiento nos hace impermeables a su irradiación, en sí omnipresente; es el alma la que está ausente, no la gracia.
Nuestro destino depende del nivel personal -superior o inferior- en el que nos detenemos o en el que nos encerramos; pues somos lo que queremos ser.
Lo Real Supremo nos concierne de dos maneras: por una parte es lo Inmutable que nos determina y, por otra, es lo Viviente que nos atrae.
Creer en Dios es volver a ser lo que somos; volver a serlo en la medida misma en que creemos y en que el creer se convierte en ser.
Se podría decir que la fe es eso que hace que la certeza intelectual se convierta en santidad.
El sentido y la razón suficiente del hombre es conocer, y conocer es ineluctablemente conocer la Divinidad.
La sustancia del conocimiento humano es el Conocimiento de la Sustancia divina.
Espiritualmente hablando, conocerse a sí mismo es tener consciencia de los propios límites y atribuir toda cualidad a Dios.
La nobleza está hecha de desapego y de compasión; por el desapego se aleja de las cosas, y por la compasión vuelve a ellas.
El hombre que quiere conocer lo visible -que quiere conocerlo a la vez entero y a fondo- se obliga por eso mismo a conocer lo Invisible.
Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéramos estar ante El, como en estado primordial.
(La oración) se sitúa en la existencia como un refugio, como un islote. Sólo en ella somos perfectamente nosotros mismos, porque nos pone en presencia de Dios.
Cuán insensato es deslizarse a través del estado humano sin ser verdaderamente hombre, es decir, sin hacer caso de Dios, y, por consiguiente, sin hacer caso de nuestra propia alma, como si se tuviera derecho a las facultades humanas fuera del retorno a Dios, o como si el milagro del estado humano tuviera una razón suficiente fuera del fin prefigurado en el propio hombre
El hombre es una teofanía.

La vía es simple; es el hombre el que es complicado. Hay que combatir esta complicación del alma.
Cuando el alma ha reconocido que su ser verdadero está más allá de este núcleo fenoménico que es el ego empírico y se mantiene de buen grado en el Centro -y ésta es la virtud principal, la pobreza o la autoanulación, o la humildad-, el ego ordinario se le aparece como exterior a ella, y el mundo, al contrario, se le aparece como su propia prolongación.
La virtud debe ser conforme a la naturaleza de las cosas.
Hay que realizar las virtudes para que sean, y no para que sean mías.
No somos nosotros los que poseemos la virtud, es la virtud la que nos posee.
Se habla mucho de las ilusiones sutiles y de las seducciones que apartan al peregrino espiritual de la vía recta y provocan su caída. Pues bien, estas ilusiones no pueden seducir más que a aquel que desea algún provecho para sí mismo, tal como poderes o dignidades o gloria, o que desea goces interiores o visiones celestiales.
Son menos las mezquindades del mundo las que nos envenenan que el hecho de pensar demasiado en ellas. Nunca deberíamos perder consciencia de la luminosa y calma grandeza del Bien Supremo, la cual disuelve todos los nudos de este mundo.
La belleza es una manifestación de la Misericordia.
Para unos, sólo el olvido de lo bello -de la "carne" según ellos- nos acerca a Dios, lo que evidentemente es un punto de vista válido, en la práctica al menos; según otros -y esta perspectiva es más profunda- la belleza sensible también acerca a Dios, con la doble condición de una contemplatividad que presiente los arquetipos a través de las formas y de una actividad espiritual interiorizante que elimina las formas con miras a la Esencia.
Amamos lo que somos en nuestra esencia, y debemos ser -o llegar a ser- lo que amamos, y lo que tenemos derecho a amar por la naturaleza de las cosas. Este es el sentido de las bellezas de la creación divina y del arte sagrado.
Lo sagrado es la proyección del Centro celestial en la periferia cósmica. Ser concretamente sensible a ello es poseer el sentido de lo sagrado, y, por lo mismo, el instinto de adoración, de devoción, de sumisión; es la consciencia -en el mundo de lo que puede ser o no ser- de Aquello que no puede no ser, y cuya inmensa lejanía y milagrosa proximidad experimentamos a la vez. Si podemos tener esta consciencia es porque el ser necesario nos alcanza en el fondo de nuestro corazón, por un misterio de inmanencia que nos hace capaces de conocer todo lo cognoscible.
A la percepción sensible de lo bello debe responder, pues, la retirada hacia la fuente suprasensible de la belleza; la percepción de la teofanía sensible exige la interiorización unitiva.
Es una falta echarse en cara lo que Dios no nos echa en cara.
(El hombre) en ningún caso tiene derecho a hundirse en un abismo de amargura, pues semejante actitud conduce al infierno.
Debemos tener consciencia de la necesidad metafísica del mal.
La vida en la sociedad humana favorece la eclosión de los vicios sociales.
La belleza percibida por un alma espiritualmente interiorizada, es interiorizante.
Para el hombre, la exterioridad es un derecho, y la interioridad un deber.
Cuando un hombre ha realizado el equilibrio entre el interior y el exterior sus contenidos son transparentes. Es ver la sustancia en los accidentes, o la esencia en las formas.
Cuando nos retiramos hacia el interior, éste, por compensación, se manifestará para nosotros en el exterior.
El hombre reza, y la oración forma al hombre. El santo se ha convertido él mismo en oración, lugar de encuentro entre la tierra y el Cielo; él contiene, por ello, el universo, y el universo reza con él. Está en todas partes donde reza la naturaleza, reza con ella y en ella: en las cimas que tocan el vacío y la eternidad, en una flor que se abre, o en el canto perdido de un pájaro. Quien vive en la oración no ha vivido en vano.
Old Webislam (12/10/2000)

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