24.12.2012
Peña y el arranque de una nueva era
Carlos Fazio
La nueva era del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en el gobierno de México dio inicio con el gran acto de provocación del 1º de diciembre, seguido de la represión violenta y arbitraria contra quienes protestaban ante la imposición fraudulenta del candidato de Televisa y los poderes fácticos, Enrique Peña. La lógica represiva del viejo/nuevo régimen –la tortura incluida–, podrá generar miedo, terror y paralizar parcialmente la protesta social, pero no podrá borrar la mentalidad autocrática del represor de Atenco ni el autoritarismo-servil del PRI de siempre.
Consustancial al priísmo, el vandalismo de Estado con el que irrumpió Peña responde también a los patrones del actual proceso de reorganización hegemónica del capitalismo, en su variable subordinada y periférica. El producto Peña Nieto y las ilusiones necesarias sobre un cambio posible, fabricadas por los corporativos mediáticos en la pasada campaña electoral, no aguantan la prueba del ácido: el régimen de Peña encarna al neoliberalismo de tercera generación, continuador del de los dos gobiernos de Acción Nacional, herencia, a su vez, del antiguo régimen de partido de Estado.
Al igual que en el calderonismo, los aparatos coercitivos del Estado, incluidas las fuerzas militares, permitirán el control global, estatal y local de México, su territorio y sus recursos geoestratégicos, y funcionarán como garantes de las nuevas formas de acumulación clasista, tratando de imponer por la fuerza y/o mediante la persuasión, sus políticas, categorías y sentidos comunes, en su renovado intento por incentivar la parálisis colectiva y desarticular las diversas formas de resistencias.
Como otros estados nacionales, México se ha disciplinado a las políticas de seguridad globales, tanto interna como externamente, haciendo propios los lenguajes bélicos del antiterrorismo y de la guerra contra el crimen. En ese contexto, la proverbial corrupción del PRI, profundizada durante los dos sexenios panistas, no puede entenderse como una disfuncionalidad de los regímenes mexicanos del nuevo siglo, sino como inherente al actual modelo de dominación.
Una dominación oligárquica que, como contraparte y complemento de la violencia estatal directa, se ejerce a través de redes comunicacionales unidireccionales (multidireccionales, pero en un solo sentido) bajo control monopólico, e integradas a una red corporativa global, que de manera ininterrumpida penetra todos los ámbitos: el económico-productivo, el educativo, el represivo, el cultural-recreativo. Lo que permite controlar y/o manipular la información, así como la manufacturación de una opinión pública pasiva y dócil (por ejemplo, sobre los hechos vandálicos del 1º de diciembre, asimilados en los medios a jóvenes lopezobradoristas y del movimiento #YoSoy132) y el formateo de los sujetos en una lógica afín al sistema.
En ese contexto, las figuras del terrorismo y del crimen organizado –enemigos difusos que sirven para justificar guerras tecnológicas indefinidas e intervenciones militares globales– son funcionales para sancionar casi cualquier práctica de oposición al sistema político, económico o social, castigando a los presuntos responsables –muchas veces fabricados como verdaderos chivos expiatorios por las fuerzas de seguridad del Estado, como en el caso de los 14 presos políticos del 1º de diciembre– con penas especialmente duras en el conrexto de una legislación propia de un Estado de excepción.
En el México de nuestros días el proceso es de sobra conocido: primero se criminaliza la protesta, despolitizándola; luego se asimilan protesta y violencia, buscando deslegitimar cualquier recurso a la movilización y la fuerza que no sea exclusivamente estatal; por último, toda violencia contra el sistema –y la democracia pretoriana y/o militarizada–, en tanto desestabilizadora del statu quo, se considera terrorista, “narco-insurgente”, vandálica. O ataque a la paz pública en pandilla.
Así, a la par que se aplican prácticas represivas de shock paralizante sobre la población y leyes punitivas con castigos ejemplares a la disidencia política (redefinida como un nuevo peligro social), desaparece el delito de rebelión, y con él, el derecho a la rebelión reconocido incluso por la doctrina liberal. Promovidas por los estados centrales y las oligarquías vernáculas, tales políticas, a la vez que amedrentan e inmovilizan sociedades enteras, propician y favorecen las guerras neocoloniales de comienzos del siglo XXI y los negocios corporativos trasnacionales.
Las falsas guerras antiterrorista y contra la criminalidad organizada constituyen el núcleo de las violencias estatales en la fase global, y con la excusa de la seguridad pública están dirigidas principalmente contra disidentes y excluidos. El nuevo orden securitario de la actualidad guarda relación con la vieja doctrina ideológica de la seguridad nacional, sólo que en el lugar del viejo enemigo interno subversivo y comunista de la guerra fría, se incluye hoy una amplia gama de peligros funcionales para limpiar las calles de grandes urbes como la ciudad de México, y policializar y criminalizar fenómenos políticos y sociales, en lugar de proceder a la inversa, es decir, dar la debida dimensión social y política a las cuestiones delictivas y de seguridad derivadas de la imposición a sangre y fuego de las políticas neoliberales del Consenso de Washington y el neocolonialismo actual.
En un contexto de polarización social y de violencia estructural y represiva estatal, como heredero del calderonismo, el peñismo es más de lo mismo en la perspectiva de consolidación del proceso de reorganización hegemónica global, con la variable de que busca restaurar la antigua hegemonía priísta sobre la sociedad; esto es, una autocracia de perfil policial, encubierta por una liturgia mediática kitsch exacerbada, que presagia el arranque de una nueva era de violencia extrema.