CIVILIZACIÓN Y PROGRESO
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Por Abdul Uahid Yahia (René Guénon)
La civilización occidental moderna aparece en la
historia como una verdadera anomalía: entre todas aquellas que nos son conocidas
más o menos completamente, esta civilización es la única que se ha desarrollado
en un aspecto puramente material, y este desarrollo monstruoso, cuyo comienzo
coincide con lo que se ha convenido llamar el Renacimiento, ha sido acompañado,
como debía de serlo fatalmente, de una regresión intelectual correspondiente; no
decimos equivalente, ya que se trata de dos órdenes de cosas entre las cuales no
podría haber ninguna medida común. Esa regresión ha llegado a tal punto que los
occidentales de hoy día ya no saben lo que puede ser la intelectualidad pura, y
ya no sospechan siquiera que nada de tal pueda existir; de ahí su desdén, no
solo por las civilizaciones orientales, sino inclusive por la edad media
europea, cuyo espíritu no se les escapa apenas menos completamente. ¿Cómo hacer
comprender el interés de un conocimiento completamente especulativo a gentes
para quienes la inteligencia no es más que un medio de actuar sobre la materia y
de plegarla a fines prácticos, y para quienes la ciencia, en el sentido
restringido en que la entienden, vale sobre todo en la medida en que es
susceptible de concluir en aplicaciones industriales? No exageramos nada; no hay
más que mirar alrededor de uno para darse cuenta de que tal es enteramente la
mentalidad de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y el examen de la
filosofía, a partir de Bacon y de Descartes, no podría sino confirmar también
estas constataciones.
Recordaremos sólo que Descartes ha limitado la inteligencia a la
razón, que ha asignado como único papel, a lo que él creía poder llamar
metafísica, servir de fundamento a la física, y que esa física misma estaba
esencialmente destinada, en su pensamiento, a preparar la constitución de las
ciencias aplicadas, a saber, la mecánica, la medicina y la moral, último término
del saber humano tal como él lo concebía; las tendencias que Descartes afirmaba
así ¿no son ya esas mismas que caracterizan a primera vista todo el desarrollo
del mundo moderno? Negar o ignorar todo conocimiento puro y suprarracional, era
abrir la vía que debía conducir lógicamente, por una parte, al positivismo y al
agnosticismo, que sacan su provecho de las más estrechas limitaciones de la
inteligencia y de su objeto, y, por otra, a todas las teorías sentimentalistas y
voluntaristas, que se esfuerzan en buscar en lo infrarracional lo que la razón
no puede darles. En efecto, aquellos que, en nuestros días, quieren reaccionar
contra el racionalismo, por ello no aceptan menos la identificación de la
inteligencia entera únicamente con la razón, y creen que ésta no es más que una
facultad completamente práctica, incapaz de salir del dominio de la materia;
Bergson ha escrito textualmente esto: «La inteligencia, considerada en lo que
parece ser su medio original, es la facultad de fabricar objetos artificiales,
en particular útiles para hacer útiles (sic), y de variar indefinidamente
su fabricación»[1]. Y también: «La
inteligencia, incluso cuando ya no opera sobre la materia bruta, sigue los
hábitos que ha contraído en esa operación: aplica formas que son las mismas de
la materia inorganizada. La inteligencia está hecha para ese género de trabajo.
Solo este género de trabajo la satisface plenamente. Y es eso lo que expresa al
decir que sólo así llega a la distinción y a la claridad»[2]. En estos últimos
rasgos, se reconoce sin esfuerzo que no es la inteligencia misma la que está en
causa, sino simplemente la concepción cartesiana de la inteligencia, lo que es
muy diferente; y, a la superstición de la razón, es decir, la «filosofía nueva»,
como dicen sus adherentes, la ha sustituido otra, más grosera todavía por
algunos lados, a saber, la superstición de la vida. El racionalismo, impotente
para elevarse hasta la verdad absoluta, dejaba subsistir al menos la verdad
relativa; pero el intuicionismo contemporáneo rebaja esta verdad a no ser más
que una representación de la realidad sensible, con todo lo que tiene de
inconsistente y de incesantemente cambiante; finalmente, el pragmatismo acaba de
hacer desvanecerse la noción misma de verdad al identificarla a la de utilidad,
lo que equivale a suprimirla pura y simplemente. Si bien hemos esquematizado un
poco las cosas, sin embargo no las hemos desfigurado de ninguna manera, y,
cualesquiera que hayan podido ser las fases intermediarias, las tendencias
fundamentales son efectivamente las que acabamos de decir; puesto que van hasta
el final, los pragmatistas se muestran como los más auténticos representantes
del pensamiento occidental moderno: ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas
aspiraciones, que son únicamente materiales y sentimentales, y no intelectuales,
encuentran toda satisfacción en la industria y en la moral, dos dominios en los
que se prescinde muy bien, en efecto, de concebir la verdad? Sin duda, no se ha
llegado de un solo golpe a esta extremidad, y muchos europeos protestarán de que
no están todavía ahí; pero aquí pensamos sobre todo en los americanos, que están
en una fase más «avanzada», si se puede decir, de la misma civilización: tanto
mentalmente como geográficamente, la América actual es el «Extremo Occidente»;
y, sin duda ninguna, si nada viene a detener el desarrollo de las consecuencias
implicadas en el presente estado de cosas, Europa seguirá en la misma
dirección.
Pero lo que es quizás más extraordinario, es la
pretensión de hacer de esta civilización anormal el tipo mismo de toda
civilización, de considerarla como la «civilización» por excelencia, e incluso
como la única que merece este nombre. Como complemento de esa ilusión, está
también la creencia en el «progreso», considerado de una manera no menos
absoluta, e identificado naturalmente, en su esencia, con ese desarrollo
material que absorbe toda la actividad del occidental moderno. Es curioso
constatar cuán rápidamente llegan a extenderse y a imponerse algunas ideas, por
poco que respondan, evidentemente, a las tendencias generales de un medio y de
una época; ese es el caso de estas ideas de «civilización» y de «progreso», que
tantas gentes creen gustosamente universales y necesarias, aunque, en realidad,
son de invención completamente reciente, y aunque, hoy día todavía, las tres
cuartas partes de la humanidad al menos persisten en ignorarlas o en no tenerlas
en cuenta para nada. Jacques Bainville ha hecho observar que, «si el verbo
civilizar se encuentra ya con la significación que nosotros le prestamos
en los buenos autores del siglo XVIII, el sustantivo civilización no se
encuentra más que en los economistas de la época que precedió inmediatamente a
la Revolución. Litreé cita un ejemplo tomado de Turgot. Litreé, que había
devorado toda nuestra literatura, no ha podido remontarse más atrás. Así pues,
la palabra civilización no tiene más de un siglo y medio de existencia. No ha
acabado por entrar en el diccionario de la Academia más que en 1835, hace un
poco menos de cien años… La antigüedad, de la que vivimos todavía, no tenía
tampoco ningún término para llamar a lo que nosotros entendemos por
civilización. Si se diera a traducir esta palabra en un tema latino, el joven
alumno estaría bien apurado… La vida de las palabras no es independiente de la
vida de las ideas. La palabra civilización, sin la que nuestros antepasados se
entendían muy bien, quizás porque la tenían, se ha extendido en el siglo XIX
bajo la influencia de ideas nuevas. Los descubrimientos científicos, el
desarrollo de la industria, del comercio, de la prosperidad y del bienestar,
habían creado una suerte de entusiasmo e incluso de profetismo. La concepción
del progreso indefinido, aparecida en la segunda mitad del siglo XVIII,
concurrió a convencer a la especie humana de que había entrado en una era nueva,
la de la civilización absoluta. Es a un prodigioso utopista, muy olvidado hoy
día, Fourier, a quien se debe el haber llamado al periodo contemporáneo el de la
civilización y el haber confundido la civilización con la edad moderna… Así
pues, la civilización era el grado de desarrollo y de perfeccionamiento al que
las naciones europeas habían llegado en el siglo XIX. Este término, comprendido
por todos, aunque no fue definido nunca por nadie, abarcaba a la vez el progreso
material y el progreso moral, pues uno conlleva el otro, uno va unido al otro,
inseparables los dos. La civilización, que era en suma la Europa misma, era un
título que se otorgaba a sí mismo el mundo europeo»[3]. Eso es
exactamente lo que pensamos también nós mismo; y hemos tenido que hacer esa
cita, aunque sea un poco larga, para mostrar que no somos el único en
pensarlo.
Así, estas dos ideas de «civilización» y de «progreso»,
que están asociadas muy estrechamente, no datan una y otra más que de la segunda
mitad del siglo XVIII, es decir, de la época que, entre otras cosas, vio nacer
también el materialismo[4]; y fueron
propagadas y popularizadas sobre todo por los soñadores socialistas de comienzos
del siglo XIX. Es menester convenir que la historia de las ideas permite hacer a
veces constataciones bastantes sorprendentes, y reducir algunas imaginaciones a
su justo valor; y lo permitiría sobre todo si fuera hecha y estudiada como debe
serlo, es decir, si no fuera, como sucede por lo demás con la historia
ordinaria, falsificada por interpretaciones tendenciosas, o limitada a trabajos
de simple erudición, a investigaciones insignificantes sobre puntos de detalle.
La historia verdadera puede ser peligrosa para algunos intereses políticos; y
uno está en su derecho de preguntarse si no es por esta razón por lo que, en
este dominio, algunos métodos son impuestos oficialmente con la exclusión de
todos los demás: conscientemente o no, se descarta a priori todo lo que
permitiría ver claro muchas cosas, y es así como se forma la «opinión pública».
Pero volvamos a las dos ideas de las que acabamos de hablar, y precisemos que,
al asignarlas un origen tan reciente, tenemos únicamente en vista esa acepción
absoluta, e ilusoria según nosotros, que es la que se les da más comúnmente hoy
día. En cuanto al sentido relativo del que las mismas palabras son susceptibles,
es otra cosa, y, como ese sentido es muy legítimo, no se puede decir que se
trate en ese caso de ideas que hayan tomado nacimiento en un momento
determinado; poco importa que hayan sido expresadas de una manera o de otra, y,
si un término es cómodo, no es porque sea de creación reciente por lo que vemos
inconvenientes para su empleo. Así, nós mismo decimos gustosamente que existen
«civilizaciones» múltiples y diversas; sería bastante difícil definir
exactamente ese conjunto complejo de elementos de diferentes órdenes que
constituye lo que se llama una civilización, pero no obstante cada uno sabe
bastante bien qué se debe entender por eso. No pensamos siquiera que sea
necesario intentar encerrar en una fórmula rígida los caracteres generales de
toda civilización, o los caracteres particulares de tal civilización
determinada; eso es un procedimiento un poco artificial, y desconfiamos mucho de
esos cuadros estrechos en los que se complace el espíritu sistemático. De igual
modo que hay «civilizaciones», hay también, en el curso del desarrollo de cada
una de ellas, o de algunos periodos más o menos restringidos de ese desarrollo,
«progresos» que afectan, no a todo indistintamente, sino a tal o a cual dominio
definido; eso no es, en suma, sino otra manera de decir que una civilización se
desarrolla en un cierto sentido, en una cierta dirección; pero, lo mismo que hay
progresos, también hay regresiones, y a veces incluso las dos cosas se producen
simultáneamente en dominios diferentes. Por consiguiente, insistimos en ello,
todo eso es eminentemente relativo; si se quieren tomar las mismas palabras en
sentido absoluto, ya no corresponden a ninguna realidad, y es justamente
entonces cuando representan esas ideas nuevas que no tienen curso sino desde
hace menos de dos siglos, y únicamente en Occidente. Ciertamente, «el Progreso»
y «la Civilización», con mayúsculas pueden hacer un excelente efecto en algunas
frases tan huecas como declamatorias, muy propias para impresionar a las masas
para quienes la palabra sirve menos para expresar el pensamiento que para suplir
su ausencia; a este título, eso juega un papel de los más importantes en el
arsenal de fórmulas de las que los «dirigentes» contemporáneos se sirven para
llevar a cabo la singular obra de sugestión colectiva sin la que la mentalidad
específicamente moderna no podría subsistir mucho tiempo. A este respecto, no
creemos que se haya destacado nunca suficientemente la analogía, no obstante
evidente, que la acción del orador presenta con la del hipnotizador (y con la
del domador que es igualmente del mismo género); señalamos de pasada este tema
de estudios a la atención de los psicólogos. Sin duda, el poder de las palabras
ya ha sido ejercido más o menos en otros tiempos que el nuestro; pero de lo que
no hay ejemplo, es de esta gigantesca alucinación colectiva por la que toda una
parte de la humanidad ha llegado a tomar las más vanas quimeras por
incontestables realidades; y, entre esos ídolos del espíritu moderno, los que
denunciamos al presente son quizás los más perniciosos de
todos.
Nos es menester volver aún sobre la génesis de la idea
de progreso; si se quiere, diremos la idea de progreso indefinido, para dejar
fuera de causa esos progresos especiales y limitados cuya existencia no
entendemos contestar de ninguna manera. Es probablemente en Pascal donde se
puede encontrar el primer rastro de esta idea, aplicada por lo demás a un solo
punto de vista: es conocido el pasaje[5] donde compara la
humanidad a «un mismo hombre que subsiste siempre y que aprende continuamente
durante el curso de los siglos», y donde hace prueba de ese espíritu
antitradicional que es una de las particularidades del Occidente moderno, al
declarar que «aquellos a los que llamamos antiguos eran verdaderamente nuevos en
todas las cosas», y que así sus opiniones tienen en realidad muy poco peso; y,
bajo este aspecto, Pascal había tenido al menos un precursor, puesto que Bacon
había dicho ya con la misma intención: Antiquitas sæculi, juventus mundi.
Es fácil ver el sofisma inconsciente sobre el que se basa una tal concepción:
este sofisma consiste en suponer que la humanidad, en su conjunto, sigue un
desarrollo continuo y unilineal; ese es un punto de vista eminentemente
«simplista», que está en contradicción con todos los hechos conocidos. La
historia nos muestra en efecto, en todas las épocas, civilizaciones
independientes las unas de las otras, frecuentemente incluso divergentes, de las
que algunas nacen y se desarrollan mientras que otras caen en decadencia y
mueren, o son aniquiladas bruscamente en algún cataclismo; y las civilizaciones
nuevas no siempre recogen la herencia de las antiguas. ¿Quién se atreverá a
sostener seriamente, por ejemplo, que los occidentales modernos han aprovechado,
por indirectamente que sea, la mayor parte de los conocimientos que habían
acumulado los caldeos o los egipcios, sin hablar de las civilizaciones cuyo
nombre mismo ni siquiera ha llegado hasta nosotros? Por lo demás, no hay
necesidad de remontar tan lejos en el pasado, puesto que hay ciencias que eran
cultivadas en la edad media europea, y de las que en nuestros días ya no se
tiene la menor idea. Así pues, si se quiere conservar la representación del
«hombre colectivo» que considera Pascal (que le llama muy impropiamente «hombre
universal»), será menester decir que, si hay periodos donde aprende, hay otros
donde olvida, o bien que, mientras que aprende algunas cosas, olvida otras; pero
la realidad es aún más compleja, puesto que hay simultáneamente, como las ha
habido siempre, civilizaciones que no se penetran, que se ignoran mutuamente:
tal es efectivamente, hoy más que nunca, la situación de la civilización
occidental en relación a las civilizaciones orientales. En el fondo, el origen
de la ilusión que se expresa en Pascal es simplemente éste: los occidentales, a
partir del Renacimiento, han tomado el hábito de considerarse exclusivamente
como los herederos y los continuadores de la antigüedad grecorromana, y de
desconocer o de ignorar sistemáticamente todo el resto; es lo que denominamos el
«prejuicio clásico». La humanidad de la que habla Pascal comienza en los
griegos, continúa con los romanos, después hay en su existencia una
discontinuidad que corresponde a la edad media, en la que no puede ver, como
todas las gentes del siglo XVII, más que un periodo de sueño; finalmente viene
el Renacimiento, es decir, el despertar de esa humanidad, que, a partir de ese
momento, estará compuesta del conjunto de los pueblos europeos. Es un error
singular, y que denota un horizonte mental singularmente limitado, el que
consiste en tomar así la parte por el todo; se podría descubrir su influencia en
más de un dominio: los psicólogos, por ejemplo, limitan ordinariamente sus
observaciones a un solo tipo de humanidad, la occidental moderna, y extienden
abusivamente los resultados así obtenidos hasta pretender hacer de ellos, sin
excepción, caracteres del hombre en general.
Es esencial observar que Pascal no consideraba aún más
que un progreso intelectual, en los límites en los que él mismo y su época
concebían la intelectualidad; es hacia finales del siglo XVIII cuando apareció,
con Turgot y Condorcet, la idea de progreso extendida a todos los órdenes de
actividad; y esa idea estaba entonces tan lejos de ser aceptada generalmente que
Voltaire mismo se apresuró a ridiculizarla. No podemos pensar en hacer aquí la
historia de las diversas modificaciones que esa misma idea sufrió en el curso
del siglo XIX, ni de las complicaciones pseudocientíficas que le fueron
aportadas cuando, bajo el nombre de «evolución», se la quiso aplicar, no sólo a
la humanidad, sino a todo el conjunto de los seres vivos. El evolucionismo, a
pesar de múltiples divergencias más o menos importantes, ha devenido un
verdadero dogma oficial: se enseña como una ley, que está prohibido discutir, lo
que no es en realidad más que la más gratuita y la peor fundada de todas las
hipótesis; con mayor razón ocurre lo mismo con la concepción del progreso
humano, que no aparece ahí dentro más que como un simple caso particular. Pero
antes de llegar a eso, hubo muchas vicisitudes, y, entre los partidarios mismos
del progreso, hay quienes no han podido impedirse formular reservas bastante
graves: Auguste Comte, que había comenzado siendo discípulo de Saint-Simon,
admitía un progreso indefinido en duración, pero no en extensión; para él, la
marcha de la humanidad podía ser representada por una curva que tiene una
asíntota, a la que se acerca indefinidamente sin alcanzarla nunca, de tal manera
que la amplitud del progreso posible, es decir, la distancia del estado actual
al estado ideal, representada por la distancia de la curva a la asíntota, va
decreciendo sin cesar. Nada más fácil que demostrar las confusiones sobre las
que se apoya la teoría fantasiosa a la que Comte ha dado el nombre de la «ley de
los tres estados», y de las que la principal consiste en suponer que el único
objeto de todo conocimiento posible es la explicación de los fenómenos
naturales; como Bacon y Pascal, Comte comparaba los antiguos a niños, mientras
que otros, en una época más reciente, han creído hacerlo mejor asimilándolos a
los salvajes, a quienes llaman «primitivos», mientras que, por nuestra parte,
los consideramos al contrario como degenerados[6]. Por otro lado,
algunos, al no poder hacer otra cosa que constatar que hay altibajos en lo que
conocen de la historia de la humanidad, han llegado a hablar de un «ritmo del
progreso»; sería quizás más simple y más lógico, en estas condiciones, no hablar
más de progreso en absoluto, pero, como es menester salvaguardar a toda costa el
dogma moderno, se supone que el «progreso» existe no obstante como resultante
final de todos los progresos parciales y de todas las regresiones. Estas
restricciones y estas discordancias deberían hacer reflexionar, pero bien pocos
parecen darse cuenta de ellas; las diferentes escuelas no pueden ponerse de
acuerdo entre sí, pero sigue entendiéndose que se debe admitir el progreso y la
evolución, sin lo cual no se podría tener probablemente derecho a la cualidad de
«civilizado».
Otro punto que también es digno de observación: si se
investiga cuáles son las ramas del pretendido progreso del que se habla más
frecuentemente hoy, aquellas en las que todas las demás parecen confluir en el
pensamiento de nuestros contemporáneos, uno se da cuenta de que se reducen a
dos, el «progreso material» y el «progreso moral»; son las únicas que Jacques
Bainville haya mencionado como comprendidas en la idea corriente de
«civilización», y pensamos que es con razón. Sin duda algunos hablan también de
«progreso intelectual», pero, para ellos, esta expresión es esencialmente
sinónima de «progreso científico», y se aplica sobre todo al desarrollo de las
ciencias experimentales y de sus aplicaciones. Por consiguiente, se ve
reaparecer aquí esa degradación de la inteligencia que termina identificándola
con el más restringido y el más inferior de todos sus usos, a saber, la acción
sobre la materia en vista únicamente de la utilidad práctica; el supuesto
«progreso intelectual» no es así, en definitiva, más que el «progreso material»
mismo, y, si la inteligencia no fuera más que eso, sería menester aceptar la
definición que Bergson da de ella. Ciertamente, la mayoría de los occidentales
actuales no conciben que la inteligencia sea otra cosa; para ellos se reduce, no
ya a la razón en el sentido cartesiano, sino a la parte más ínfima de esa razón,
a sus operaciones más elementales, a lo que permanece siempre en estrecha
relación con este mundo sensible del que han hecho el campo único y exclusivo de
toda su actividad. Para aquellos que saben que hay otra cosa y que persisten en
dar a las palabras su verdadera significación, no es de «progreso intelectual»
de lo que puede tratarse en nuestra época, sino al contrario de decadencia, o
mejor todavía de decadencia intelectual; y, porque hay vías de desarrollo que
son incompatibles, ese es precisamente el pago del «progreso material», el único
cuya existencia es un hecho real en el curso de los últimos siglos: progreso
científico si se quiere, pero en una acepción extremadamente limitada, y
progreso industrial aún mucho más que científico. Desarrollo material e
intelectualidad pura van verdaderamente en sentido inverso; quien se hunde en
uno se aleja necesariamente del otro; pero, por lo demás, obsérvese bien que
aquí decimos intelectualidad, no racionalidad, ya que el dominio de la razón no
es más que intermediario, en cierto modo, entre el de los sentidos y el del
intelecto superior: si la razón recibe un reflejo de este último, aunque le
niegue y se crea la facultad más alta del ser humano, es siempre de los datos
sensibles de donde se sacan las nociones que elabora. Queremos decir que lo
general, objeto propio de la razón, y por consiguiente de la ciencia que es la
obra de ésta, aunque no es del orden sensible, procede no obstante de lo
individual, que es percibido por los sentidos; se puede decir que está más allá
de lo sensible, pero no por encima; transcendente no es más que lo universal,
objeto del intelecto puro, a cuyo respecto lo general mismo entra pura y
simplemente en lo individual. Ésta es la distinción fundamental del conocimiento
metafísico y del conocimiento científico, tal como la hemos expuesto más
ampliamente en otra parte[7]; y, si la
recordamos aquí, es porque la ausencia total del primero y el desarrollo
desordenado del segundo constituyen las características más sobresalientes de la
civilización occidental en su estado actual.
En lo que concierne a la concepción del «progreso
moral», representa el otro elemento predominante de la mentalidad moderna,
queremos decir la sentimentalidad; y la presencia de este elemento no nos hace
modificar el juicio que hemos formulado al decir que la civilización occidental
es completamente material. Sabemos bien que algunos quieren oponer el dominio
del sentimiento al de la materia, hacer del desarrollo de uno una suerte de
contrapeso a la invasión del otro, y tomar por ideal un equilibrio tan estable
como sea posible entre estos dos elementos complementarios. Tal es quizás, en el
fondo, el pensamiento de los intuicionistas que, al asociar indisolublemente la
inteligencia a la materia, intentan liberarse de ésta con la ayuda de un
instinto bastante mal definido; tal es, más ciertamente aún, el pensamiento de
los pragmatistas, para quienes la noción de utilidad, destinada a reemplazar la
noción de verdad, se presenta a la vez bajo el aspecto material y bajo el
aspecto moral; y aquí vemos también hasta qué punto el pragmatismo expresa las
tendencias especiales del mundo moderno, y sobre todo del mundo anglosajón que
es su fracción más típica.
De hecho, materialidad y sentimentalidad, muy lejos de oponerse, no
pueden ir apenas la una sin la otra, y juntas las dos adquieren su desarrollo
más extremo; tenemos la prueba de ello en América, donde, como ya hemos tenido
ocasión de hacerlo observar en nuestros estudios sobre el teosofismo y el
espiritismo, las peores extravagancias «pseudomísticas» nacen y se extienden con
una increíble facilidad, al mismo tiempo que el industrialismo y la pasión por
los «negocios» se llevan hasta un grado que confina la locura; cuando las cosas
han llegado a eso, ya no es un equilibrio lo que se establece entre las dos
tendencias, son dos desequilibrios que se suman uno al otro y, en lugar de
compensarse, se agravan mutuamente. La razón de este fenómeno es fácil de
comprender: allí donde la intelectualidad está reducida al mínimo, es muy
natural que la sentimentalidad asuma la primacía; y, por lo demás, ésta, en sí
misma, está muy cerca del orden material: en todo el dominio psicológico, no hay
nada que sea más estrechamente dependiente del organismo, y, a pesar de Bergson,
es el sentimiento, y no la inteligencia, la que se nos aparece como ligada a la
materia. Vemos muy bien lo que pueden responder a eso los intuicionistas: la
inteligencia, tal como la conciben, está ligada a la materia inorgánica (puesto
que es siempre el mecanicismo cartesiano y sus derivados lo que tienen en
vista); el sentimiento, lo está a la materia viva, que les parece que ocupa un
grado más elevado en la escala de las existencias. Pero, inorgánica o viva, es
siempre materia, y en eso no se trata nunca más que de las cosas sensibles; a la
mentalidad moderna, y a los filósofos que la representan, les es decididamente
imposible librarse de esta limitación. En rigor, si nos atenemos a que haya ahí
una dualidad de tendencias, será menester vincular una a la materia y la otra a
la vida, y esta distinción puede servir efectivamente para clasificar, de una
manera bastante satisfactoria, las grandes supersticiones de nuestra época;
pero, lo repetimos, todo eso es del mismo orden y no puede disociarse realmente;
estas cosas están situadas sobre un mismo plano, y no superpuestas
jerárquicamente. Así, el «moralismo» de nuestros contemporáneos no es más que el
complemento necesario de su materialismo práctico[8]; y sería
perfectamente ilusorio querer exaltar uno en detrimento del otro, puesto que,
siendo necesariamente solidarios, ambos se desarrollan simultáneamente y en el
mismo sentido, que es el de lo que se ha convenido llamar la
«civilización».
Acabamos de ver por qué
las concepciones del «progreso material» y del «progreso moral» son
inseparables, y por qué la segunda tiene, de manera casi tan constante como la
primera, un lugar tan considerable en las preocupaciones de nuestros
contemporáneos. No hemos contestado de ningún modo la existencia de un «progreso
material», sino sólo su importancia: lo que sí sostenemos, es que no vale lo que
hace perder del lado intelectual, y que, para ser de otra opinión, es menester
ignorar todo de la intelectualidad verdadera; ahora bien, ¿qué es menester
pensar de la realidad del «progreso moral»? Ésta es una cuestión que apenas es
posible discutir seriamente, porque, en ese dominio sentimental, todo es
únicamente un asunto de apreciación y de preferencias individuales; cada uno
llamará progreso a lo que esté en conformidad con sus propias disposiciones, y,
en suma, no hay que dar la razón a uno más bien que al otro. Aquellos cuyas
tendencias están en armonía con las de su época no pueden hacer más que estar
satisfechos con el presente estado de las cosas; y esto es lo que traducen a su
manera cuando dicen que esta época está en progreso sobre aquellas que la han
precedido; pero frecuentemente esta satisfacción de sus aspiraciones
sentimentales no es aún más que relativa, porque los acontecimientos no se
desarrollan siempre al gusto de sus deseos, y es por eso por lo que suponen que
el progreso se continuará en el curso de las épocas futuras. Los hechos vienen a
veces a aportar un desmentido a aquellos que están persuadidos de la realidad
actual del «progreso moral», según las concepciones que se han hecho de él más
habitualmente; pero éstos se usan para modificar un poco sus ideas a este
respecto, o para remitir a un porvenir más o menos lejano la realización de su
ideal, e incluso podrían salir del atolladero, ellos también, hablando de un
«ritmo de progreso». Por lo demás, lo que es aún mucho más simple,
ordinariamente se apresuran a olvidar la lección de la experiencia; tales son
esos soñadores incorregibles que, a cada nueva guerra, no dejan de profetizar
que será la última. En el fondo, la creencia en el progreso indefinido no es más
que la más ingenua y la más grosera de todas las formas del «optimismo»; así
pues, cualesquiera que sean sus modalidades, es siempre de esencia sentimental,
incluso cuando se trata del «progreso material». Si se nos objeta que nós mismo
hemos reconocido la existencia de éste, responderemos que no le hemos reconocido
más que en los límites en los que los hechos nos lo muestran, y que no estamos
de acuerdo por eso en que deba, y ni siquiera que pueda, proseguirse
indefinidamente; por lo demás, como no nos parece que sea lo mejor que hay en el
mundo, en lugar de llamarle progreso, preferiríamos llamarle simplemente
desarrollo; no es por sí misma como es molesta esta palabra de progreso, sino en
razón de la idea de «valor» que se ha acabado por asociarle a ella casi
invariablemente. Esta observación nos lleva a otra: es que hay también una
realidad que se disimula bajo el pretendido «progreso moral», o que, si se
prefiere, mantiene la ilusión de éste; esta realidad, es el desarrollo de la
sentimentalidad, que, aparte de toda cuestión de apreciación, existe en efecto
en el mundo moderno, tan incontestablemente como la de la industria y del
comercio (y ya hemos dicho por qué la una no va sin la otra). Este desarrollo,
excesivo y anormal según nuestra apreciación, no puede dejar de aparecer como un
progreso para aquellos que ponen la sentimentalidad por encima de todo; y quizás
se dirá que, al hablar de simples preferencias como lo hacíamos hace un momento,
nos hemos quitado de antemano el derecho de no darles la razón. Pero no hay nada
de eso: lo que decíamos entonces se aplica al sentimiento, y al sentimiento
solo, en sus variaciones de un individuo a otro; si se trata de poner el
sentimiento, considerado en general, en su justo lugar en relación a la
inteligencia, las cosas son enteramente diferentes, porque en eso hay que
observar una jerarquía necesaria. El mundo moderno ha invertido propiamente las
relaciones naturales de los diversos órdenes; todavía una vez más, el
empobrecimiento del orden intelectual (e incluso ausencia de la intelectualidad
pura), y la exageración del orden material y del orden sentimental, todo eso va
junto, y es todo eso lo que hace de la civilización occidental actual una
anomalía, por no decir una monstruosidad.
He aquí como aparecen las cosas cuando se las considera
al margen de todo prejuicio; y es así como las ven los representantes más
cualificados de las civilizaciones orientales, que no les aportan ningún
partidismo, ya que el partidismo es siempre algo sentimental, no intelectual, y
su punto de vista es puramente intelectual. Si los occidentales tienen algún
problema para comprender esta actitud, es porque están invenciblemente
inclinados a juzgar a los demás según lo que son ellos mismos y a prestarles sus
propias preocupaciones, como les prestan también sus maneras de pensar y no se
dan cuenta siquiera de que pueden existir otras, tan estrecho es su horizonte
mental; de ahí viene su completa incomprehensión de todas las concepciones
orientales. La recíproca no es verdadera: los orientales, cuando tienen la
ocasión de ello y cuando quieren tomarse el trabajo, apenas sienten dificultad
para penetrar y para comprender los conocimientos especiales de Occidente, ya
que están habituados a especulaciones mucho más vastas y profundas, y quien
puede lo más puede lo menos; pero, en general, apenas se sienten tentados a
librarse a este trabajo, que conllevaría el riesgo de hacerles perder de vista o
al menos de descuidar, por cosas que estiman insignificantes, lo que es para
ellos lo esencial. La ciencia occidental es análisis y dispersión; el
conocimiento oriental es síntesis y concentración; pero tendremos la ocasión de
volver sobre esto. Sea como sea, lo que los occidentales llaman civilización,
los demás lo llamarían más bien barbarie, porque carece precisamente de lo
esencial, es decir, de un principio de orden superior; ¿con qué derecho
pretenderían los occidentales imponer a todos su propia apreciación? Por lo
demás, no deberían olvidar que no son más que una minoría en el conjunto de la
humanidad terrestre; evidentemente, esta consideración del número no prueba nada
a nuestros ojos, pero debería causar alguna impresión sobre gentes que han
inventado el «sufragio universal» y que creen en su virtud. Si todavía no
hicieran más que complacerse en la afirmación de la superioridad imaginaria que
se atribuyen, esa ilusión no les haría daño más que a ellos mismos; pero lo más
terrible, es su furor de proselitismo: ¡en ellos, el espíritu de conquista se
disfraza bajo pretextos «moralistas», y es en el nombre de la libertad como
quieren obligar al mundo entero a imitarles! Lo más notable es que, en su
infatuación, se imaginan de buena fe que tienen «prestigio» entre todos los
demás pueblos; porque se les teme como se teme a una fuerza brutal, creen que se
les admira; el hombre que está amenazado de ser aplastado por una avalancha,
¿está por eso tocado de respeto y de admiración? La única impresión que las
invenciones mecánicas, por ejemplo, producen sobre la generalidad de los
orientales, es una impresión de profunda repulsión; todo eso les parece
ciertamente más molesto que ventajoso, y, si se encuentran obligados a aceptar
algunas necesidades de la época actual, es con la esperanza de liberarse de
ellas un día u otro; eso no les interesa y no les interesará nunca
verdaderamente. Lo que los occidentales llaman progreso, no es para los
orientales más que cambio e inestabilidad; y la necesidad de cambio, tan
característica de la época moderna, es a sus ojos una marca de inferioridad
manifiesta: aquél que ha llegado a un estado de equilibrio ya no siente esa
necesidad, del mismo modo que aquel que sabe ya no busca. En estas condiciones,
es ciertamente difícil entenderse, puesto que los mismos hechos dan lugar a
interpretaciones diametralmente opuestas por una y otra parte; ¿qué ocurriría si
los orientales a su vez, siguiendo el ejemplo de los occidentales, y por los
mismos medios que ellos, quisieran imponerles su manera de ver? Pero que nadie
se inquiete: nada es más contrario a su naturaleza que la propaganda, y esas son
preocupaciones que les son perfectamente extrañas; sin predicar la «libertad»,
dejan que los demás piensen lo que quieran, e incluso lo que se piense de ellos
les es completamente indiferente. En el fondo, todo lo que piden es que se les
deje tranquilos; pero es eso precisamente lo que se niegan a admitir los
occidentales, que, es menester no olvidarlo, han ido a buscarles a su casa, y se
han comportado de tal manera que los hombres más apacibles pueden a buen derecho
estar exasperados por ello. Nos encontramos así en presencia de una situación de
hecho que no podría durar indefinidamente; y para los occidentales no hay más
que un medio de hacerse soportables: es, para emplear el lenguaje habitual de la
política colonial, que renuncien a la «asimilación» para practicar la
«asociación», y eso en todos los dominios; pero eso solo exige ya una
modificación de su mentalidad, y la comprehensión al menos de algunas de las
ideas que exponemos aquí.
[4] La palabra «materialismo» ha sido imaginada por Berkeley, quién se
servía de ella solamente para designar la creencia en la realidad de la materia;
el materialismo en el sentido actual, es decir, la teoría según la cual no
existe nada más que la materia, no se remonta más que a La Mettrie y a Holbach;
no debe ser confundido con el mecanicismo, del que se encuentran algunos
ejemplos desde la antigüedad.
[5] Fragmento de un Traité du Vide.
[6] A pesar de la influencia de la «escuela sociológica», hay, incluso
en los medios «oficiales», algunos sabios que piensan como nós sobre este punto,
concretamente M. Georges Foucart, que, en la introducción de su obra titulada
Histoire des religions et Methode comparative, defiende la tesis de la
«degeneración» y menciona a varios de aquellos que se han sumado a ella. M.
Foucart hace a ese propósito una excelente crítica de la «escuela sociológica» y
de sus métodos, y declara en propios términos que «es menester no confundir el
totemismo o la sociología con la etnología seria».
[8] Decimos materialismo práctico para designar una tendencia, y para
distinguirla del materialismo filosófico, que es una teoría, de la que esta
tendencia no es forzosamente dependiente.
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