La Dzât y el Wuyûd
15/12/2000 - Autor: Abdelmumin Aya - Fuente: Verde Islam 15
Nos dice el Corán que Allah es el Oculto y el Evidente. Estos dos Nombres de Allah resultaron idóneos a la hora de traducir los conceptos griegos de “esencia” y “existencia” aplicados a Allah, y los términos árabes que se utilizaron fueron dzât y wuyûd. Ambos términos no son coránicos, sino propios de la filosofía árabe del primer contacto con Occidente, y así como el segundo —como se comprobará en el capítulo correspondiente— nos parece adecuado a la sensibilidad islámica, relacionando “existencia” con “sensación”, el primero de ellos nos hace ser objeto de una manipulación que se ha hecho manifiesta desde el primer instante, ya que en árabe todo lo relacionado con la familia dzât alude a “estar dotado de..., poseer, tener características de...”, cuando justamente la dzât de Allah es el puro vacío que soporta, el absoluto no tener ninguna cualidad ni ninguna característica, en definitiva, lo contrario a una esencia.
La dzât de Allah es eso que resiste su nada interior. No hay nada de Allah que no sea ese vacío posibilitador. El No-Ser contiene el puro proyecto de ser de Allah. La Nada lo constituye. El vacío es la fibra más íntima del ser de Allah. La dzât es la experiencia de ausencia de identidad que tiene que asumir el proceso de la identidad de Allah. Es un proceso de identidad que se genera a partir de su propia negación. Es la permanente vacuidad de ser que genera mundo, como una matriz que en su vacío generase la vida.
En estos ensayos se tratará de explicar la tergiversación que se ha hecho de ambas realidades, a la luz de la Filosofía Griega, siendo que el pensamiento islámico no aceptará bajo ningún concepto el hecho de una esencia que no se hace mundo ni el de una existencia que no sea Allah sucediendo, sin por ello plantear la absurdidad de un Allah internamente dividido en dos partes.
Dzât y wuyûd como ‘voluntad’ y ‘manifestación’
Dzât y wuyûd no son partes sino aspectos de Allah, que puede ser visto como voluntad pura o como manifestación, siempre que entendamos que la voluntad acaba existiendo en forma de cosa y que la manifestación es sólo la extroversión de algo. En lo que a este ensayo atañe, trataremos de explicar que Allah, desde el punto de vista de la dzât, es la evidencia de la imposibilidad del ser de ser algo definitivo; que Allah es el permanente inacabamiento del ser. Allah, desde el punto de vista del wuyûd, es la pura capacidad de estar permanentemente expuesto.
La dzât sería algo así como “el yo” de Allah, mientras que el wuyûd sería “el Sí Mismo” de Allah, toda vez que hemos defendido que el “yo” (nafs) es un marco de transformación y toda trasformación es lo que sucede de Allah. Cuando el Corán habla de la nafs de Allah (lo cual parecen desconocer los ignorantes que predican que la nafs es abominable y debe ser destruida), sin duda hace referencia a esta dzât. El “yo” de Allah, la dzât, sería, en principio, el puro poder ser de Allah sin ser nada en absoluto, mientras que el “Sí Mismo” de Allah, el wuyûd, sería la realización de Allah que tiene lugar con el tiempo y en el mundo, pues no es posible realizarse de otro modo, no es posible realizarse sin realidad.
El wuyûd —el Sí Mismo de Allah— no es propiamente el mundo, sino la inocencia, toda la inocencia que se da en el mundo, empezando por la de la Naturaleza, y envuelta luego en la cantidad de inocencia que hayamos hecho posible en el fenómeno humano. Un depósito de inocencia que no se pone en reserva respecto al devenir futuro.
No puedo expresar de un modo más sencillo mis intuiciones que manifestando que Allah es el Todo y dentro de Él hay un vacío generador de existencia (dzât) y, en su superficie, una existencia en permanente cambio (wuyûd). En el aspecto existencial de Allah surge el hombre como un desgarro, como algo que se considera aparte del Todo y que fuerza a la dzât a darse a él por completo, continuamente y sin garantizar lo más mínimo que devolverá algo a cambio.
De modo que el Uno se presenta internamente fracturado entre lo que se ofrece (dzât) y esa criatura que da auténtico sentido al wuyûd del que forma parte el hombre. Todo en la naturaleza va dando cumplimiento con su mera existencia al wuyûd, va haciendo Allah, pero es sólo el hombre la criatura capaz de elevarse en el nivel evolutivo de la existencia, en otras palabras: él es el único que puede hacer fructificar esa dzât que va recibiendo de Allah en forma de “realización de Allah”. Puesto que sólo el hombre es capaz de amar, y sólo el hecho de estar amando da cumplimiento al sentido de Allah. Sólo amar es hacer Allah; existir es tan sólo hacer posible que alguna vez se pueda llegar a amar. El amor es el vértigo de la apertura al ser, y eso es justamente lo que es la dzât, el fruto de un hacerse nada por amor para hacer posible lo que uno no es. Sentir amor es sentir lo más íntimo de Allah, la razón por la que existe el mundo. Sólo Allah, en esa estructura íntima, ese esqueleto de sí, al que hemos llamado dzât, es capaz de la permanencia en ese estado de no-ser que es creador y sustentador de mundo. Sólo Él es capaz de soportar la no-identidad, la vacuidad interna cuyo reflejo en los seres es la rahma de Allah.
Este wuyûd, lo que se realiza de Allah, no deja de estar sometido a las contingencias del mundo, la historia y la libertad humana, como si Allah fuera un jugador que, gane o pierda, no deja de apostarlo todo todas las veces en la mesa de juego, sin dejar ninguna cantidad a salvo de lo que ocurre en el preciso instante que nos disponemos a vivir. En ningún momento su sí mismo (wuyûd) va formando un “tesoro de naturaleza de Allah” al margen del mundo. Allah es lo que se ha realizado hasta ahora y está en el mundo (wuyûd) y la capacidad de exponerse para poder realizarse a partir de ahora (dzât).
Por ello, la traducción “esencia de Allah” pervierte el sentido fundamental de la dzât. La dzât es la acción iláhica de que todo salga a la existencia que es el fondo íntimo de la estructura de lo real, y el aspecto existencial de Allah es el wuyûd, que es justamente la imposibilidad de conservarse que padece una esencia, el deterioro continuo que exige el brotar de una nueva acción de la dzât a cada instante. Porque el ser que no es resultado de un proceso en el que uno se ha puesto en situación de no ser por completo, el ser que no es fruto del amor correspondido, el ser ‘por narices’ —que se diría en castizo— es la demostración palpable de la frustración de una identidad. Toda identidad es resultado de haber amado hasta el punto de hacer posible la extinción de sí mismo si el objeto de tu amor no te devuelve graciosamente la vida que le has entregado.
En ningún momento la dzât ha sido una esencia dispuesta a desplegarse, sino que la dzât es el puro darse de un ser que no es sino en tanto que lo realicemos. Así pues, ni el wuyûd ni la dzât son nada al margen del proceso de la existencia: la dzât porque está vacía, el wuyûd porque está expuesto. Por eso mismo, de Allah no tenemos nada a que aferrarnos. Nos hallamos sobre un techo de cristal de nada y sólo quien no tenga nada no pesará. La apertura al concepto de la dzât se hace desde la pobreza absoluta de espíritu de quien rechaza todo poseer y todo poder, poder sobre él y bajo él. Poder y experiencia de Allah son caminos enfrentados.
La dzât
Volvamos a la dzât, porque ya será tratado el wuÿûd en un próximo capítulo. La dzât es esta extraña violencia que siente Allah de actuar sin que los frutos de su acción le impidan actuar de nuevo y plenamente en el instante consecutivo como si antes nunca hubiera realizado nada, y así por toda la eternidad. Es decir, es la forma con la que Allah se opone a quedar plasmado según lo hecho, a definirse como un ser que ha actuado de un modo. Porque Allah no es un ser, es una acción, tal como tratará de explicarse en un capítulo posterior de estos ensayos. En el mundo semita no es el ser el que actúa sino la acción la que dibuja los rasgos del ser que emerge para hacerse protagonista de una acción. Pues bien, la dzât es ese aspecto de Allah que se rehúsa a que su acción de darse (cuyo efecto es su rahma) construya su “esencia”, lo cual lo constituiría en un “Dios bueno”. Esencialmente, la dzât es la violencia de Allah por no ser que, no obstante, no cesa de actuar, una violencia por no quedar fijado como autor de cualquier forma posible a la que haya dado el ser; es una violencia por no ser afectable por su acción. La dzât, puro vacío de la existencia, es lo único que no tiene que soportar los efectos de su acción; todo lo demás en el universo es hijo de su acción. La acción de la dzât de Allah no redunda en la dzât de Allah, sino en la existencia, en el wuÿûd. En resumen, la dzât es un esfuerzo cósmico y eterno de Allah por no ser un Ser impuesto a la existencia, y el wuÿûd el resultado de esta voluntad de “identidad” de Allah que continuamente se desbarata a sí misma.
Un ejemplo extravagante toma posiciones dentro de nuestra imaginación para explicar el binomio dzât-wuÿûd, y es el ejemplo de la semilla y el árbol, por cuanto la semilla es algo que no queda al margen del árbol. Sin embargo, retocaremos un poco el ejemplo. Imaginemos una semilla con capacidad instantánea de hacerse árbol. A esta semilla, además, concedámosle una naturaleza impredecible en la que cupiera todo lo capaz de hacerse árbol, una semilla infatigable que no muriera un poco con cada pulsión de hacerse árbol. Y que se haga árbol a cada paso. Eso sería la dzât.
Y que cada instantáneo árbol muriera en el siguiente árbol, y que toda esta locura existenciadora sólo tuviese un objetivo: que alguno de los árboles —o todos ellos— agradezcan a la semilla el esfuerzo de amor de haberse realizado. Porque esto es Allah, una necesidad incesante de ser amado sin en absoluto exigirlo a cambio de todo lo que nos da. El que lo ame, lo realiza en la medida de su capacidad y pasa a la nada; el que no lo ame, simplemente pasa a la nada tras su período de vida.
Terminamos nuestra indagación por el pantanoso terreno de eso que en otra época los musulmanes influenciados por el pensamiento griego llamaron la “naturaleza de Allah” (pues no es otra cosa que un insondable vacío interior a Allah que genera el mundo) con la inequívoca sensación de que todo depende de nosotros, de que precisamente porque Allah es Rahma, nos ha amado hasta el punto de darnos la existencia para ponerse en nuestras manos. En definitiva, que Allah no controla la situación. Allah ha puesto todo de su parte para que fuera posible la existencia del Amor, es decir, el cumplimiento de sí mismo, pero necesita ser correspondido, y de ahí la importancia de la libertad humana.
No nos hallamos en un teatro cuyo guión está escrito; Allah se la juega en nosotros. La dzât es la rahma considerada desde el punto de vista del Islam interior, porque ¿Qué sino la rahma es lo que hace a Allah exponerse absolutamente, ponerlo todo por delante y “estar en el aire”, dejar de ser el objeto de su propio pensamiento, negarse a ser a costa de todo? Y justamente es en esa acción en la que Allah obtiene su plenitud, siempre que se dé dicha acción, y se da eternamente.
Ser capaz de no ser es el modo auténtico de ser de las cosas, y eso es la dzât que en la experiencia cotidiana certificamos en nosotros y en los que nos rodean como amor. El amor es la tensión que sentimos hacia lo absolutamente nuevo, y sólo es posible si se produce una desestructuración interna en el que ama. Allah es permanentemente la posibilidad de perderlo todo en ti. Actualmente el amor se ha convertido en una justificación del “yo cerrado”: cuando quiero hacer más consistente mi “yo cerrado” hago un gesto que presupone que amo. Pero si nos sentimos seguros amando es que no estamos amando.
Solamente si aceptas que tu “yo” es un vacío, puedes amar. Solamente si asumes el absoluto sinsentido de tu “yo”, podrás ser cumplido en el amor. El amor es la experiencia propia del ser de hacer posible el vacío interior.
Alhamdulil-lâh que nuestro din puede ser intuido por el más sencillo de los hombres, porque todo lo que se puede saber de la dzât de Allah se deduce de la simple experiencia del amor de unos padres por sus hijos, y ni tan siquiera: cualquier amor adolescente te hace comprender qué es darlo todo por amor sin buscar nada a cambio, qué es ponerse en las manos del otro, dejar de ser, hacer depender la vida de una caída de ojos de la persona amada..., y cómo sólo en esa voluntad de darse plenamente uno encuentra su razón de ser y su identidad.
Nosotros sólo sabemos que necesitamos abrir una ausencia en nuestro interior que llegue a ser habitada por lo que no somos, y que esto es precisamente lo que sucede en Allah. Es la dzât de Allah intuida por el mu’min lo que le seduce de su Señor, lo que le emborracha y le hace imponerse a sí mismo el errático destino de los que no saben lo que están amando. Allah no es el cofre lleno de todo lo hermoso que se ha ido creando, sino el cofre permanentemente vacío, que nos invita a que lo llenemos. Porque el Sí Mismo de Allah no es una reserva de inocencia en cualquier parte de las galaxias, no es algo realizado sino hasta donde el mundo ha querido asumir el desafío de amar, hasta donde los hombres han aceptado la amâna de amarse unos a otros. El vértigo del mu’min es saberse una criatura dedicada a la realización permanente de lo nunca concluible.
Pensar la dzât exige del hombre un estado de faqr (precariedad), una pobreza esencial, porque constatamos en nuestras inocentes pesquisas que Allah en su dzât se nos da a cambio de nada, no exige nada a cambio, no tiene memoria de lo que ha dado, no se venga del fraude sufrido si decidimos no corresponderle, no entra en el juego del trueque, porque no cree que Él sea nada y que merezca nada, porque no es nada, no es ninguna clase de cosa o ser pensable o categorizable, es Amor.
Allah es Ar-Rahman Ar-Rahim. Quizá esto que decimos extrañe a los vestigios de musulmanes de la Edad de la Piedra que conviven con nosotros; quizá sea ésta la apertura necesaria de un Islam que deberá entender el hecho esencial de que ha sido contaminado por el pensamiento griego que necesitó creer en el Ser para justificar el Poder, un Ser que luego fue el férreo armazón del imperialismo más brutal que haya existido y que le fue mostrado al Profeta en la fuerza de una sola palabra: Kufr.
El wuÿûd
Con el tema del wuÿûd llegamos, sin lugar a dudas, a la culminación de la metafísica islámica, a la clave de su originalidad y la razón de su amor por la vida. Comencemos, como es nuestra norma, por la exposición de términos relacionados, es decir, la familia árabe W-Y-D.
El verbo que rige el término wuÿûd es waÿada, con significado primario de “encontrar”, y significado secundario de “sentir tristeza-sentir alegría; sentir pasión-sentir odio; sentirse rico-sentirse pobre; etc”; es decir, ser afectado por todo tipo de opuestos... Entre los sustantivos de la familia encontramos: waÿd (“conmoción”), wiÿad (“pasión”), tawâÿud (“fingimiento”). Y, por último, el objeto de nuestro estudio: wuÿûd, término con el que se tradujo el griego “existencia”, en oposición a “esencia” que fue traducido como dzât, según ya vimos en un capítulo anterior.
El wuÿûd —la existencia— es, pues, el fruto de un ÿud (“extroversión, surgimiento”) de Allah. La dzât es lo que recoge las potencialidades del Sí Mismo de Allah; el wuÿûd es lo que efectivamente va realizándose de esa potencialidad, el árbol tal y como va haciéndose. Pero el árbol no sólo está contenido en la semilla sino que necesita del proceso (tierra, aire, luz y, sobre todo, trabajo de hombre, acción humana) para desarrollar las potencialidades de la semilla. De modo que la acción del hombre, el Mundo, la Historia, es imprescindible en el proyecto de realización de Allah. El hombre no era un “ser puesto ahí” para la contemplación, la adoración o la alabanza, sino para la realización de Allah... ¿Y cómo lo realizaba? Con su capacidad de sentir, con su emoción.
El musulmán es impactado por Allah; todo aquello que es fuerte, que le desarma sus planteamientos artificiales, que le deshace por dentro, todo aquello que le mueve interiormente es Allah. Allah es para el Islam lo que tú vayas experimentando a lo largo de tu vida, la intensidad de todo aquello con lo que tú te encuentras (waÿada), lo que vayas sintiendo, pero sin identificarlo jamás con algo concreto para que eso concreto no se convierta en un ídolo que te impida seguir buscándolo. Ya sabemos que Allah no tiene límites, que no es una meta sino el destino infinito de lo creado. Por eso, hay un encuentro incesante con Allah en tu sensación de las cosas, en la felicidad y en la desgracia, en el placer y en el dolor, en el amor y en el miedo..., con lo que te encuentras es con Allah. Porque Allah es lo que provoca en tí una emoción, sea del signo que sea. Todo el conocimiento de Allah que obtiene el mu’min es su experiencia del mundo. Vivir, estar vivo, es el máximo contacto posible con Allah, pues Allah no es una idea, ni un Ser Supremo al margen del mundo, es lo que mueve a los seres. Vivir es el máximo contacto con Allah, es el único contacto con Allah, porque no habrá otro Allah para ti que lo que puedes sentir.
El wuÿûd es la existencia en su divinidad, Allah sucediendo, lo que se va realizando en el mundo y en el tiempo de la naturaleza de Allah. Se sabe lo que es el wuÿûd de Allah por todo lo que se constata que llega al ser, y por eso uno de los nombres de Allah es el Evidente. No es una idea, sino algo que nos llega por la percepción. Allah como wuÿûd es lo que te estimula, lo que te afecta, las sensaciones contradictorias que son tus instantes, y tiene que ver con “la pasión”, con “la conmoción”. Decía Ibn ‘Arabî que el Islam era pasión , y nosotros sabemos que no puede haber conmoción que no sea conmoción por lo sagrado, sea una libélula posándose en una hierba o la extinción de un pueblo por la erupción de un volcán. Sin que el musulmán elija nunca qué parte de lo que sucede desea que sea la voluntad de Allah.
La voluntad de Allah es el mundo, porque Allah no es un ser que quiere cosas sino un querer que se hace existencia; esto no quiere decir que ni por un momento estemos al margen de esta voluntad que se hace mundo. Éste es el desafío que sufre el mu’min y que acepta sometiéndose sin condiciones; no a cambio de protección como en las religiones tribales, ni a cambio de una vida larga y feliz como el hebreo antiguo, ni a cambio de “otra vida” como el cristiano. Un rendimiento sin condiciones. Porque no hay posibilidad de regateo con Allah. No hay posibilidad de una actitud intermedia: o te sometes al Señor de lo real con todas sus consecuencias, o vives en tu imaginación de lo que es el mundo, negando con tu vida la realidad.
Allah, sólo Allah, Allah ahí delante, Allah esto, Allah ya, Allah porque existe el mundo, porque tengo una experiencia de las cosas. Allah, el que te urde, el que te teje con tus emociones. Porque somos cuanto sentimos. Allah es lo que provoca en ti las sensaciones que entretejen las fibras de tu ser. Nuestra existencia es una constatación de impulsos. Sentir es hacerte a través del mundo exterior: sentir las cosas es ir siendo, es ir encontrándote contigo mismo.
Por eso, lo que busca el sufi es sentir, sentir de verdad, sentir en el origen de todo sentimiento, y se enamora de la capacidad de Allah de hacerle sentir y le llama Layla (“Noche”) que es nombre de mujer, y te dice que la dote por yacer con Layla es tu vida. Se abandona en su pasión, no cuida de sí mismo, se deja llevar; deja de ser protagonista de su mundo, para pasar a experimentarlo. Cambia el poder de controlar su vida por el placer de vivirla. Pierde el control porque está sintiendo de verdad; niega que pueda existir una realidad trascendente que él pueda manipular. Cuando controla sus emociones, no es Allah, y él necesita encontrarse con Allah como sensación pura, así que quiere sentirlo todo. No selecciona al Allah que le hará ser el hombre que es, no manipula al Dios con el que se encontrará, no elige entre lo que le gusta y lo que no le gusta de lo real, afirmando la divinidad de lo uno y negándoselo a lo otro. El musulmán acepta a Allah como lo real, le guste o le disguste.
El comportamiento ocasionalmente raro de los sufis (andar por el fuego, pincharse, clavarse espadas, etc...) tiene su razón de ser —que no justificación— en ser un adiestramiento en la búsqueda de la sensación. Quieren comprobar hasta qué punto “sentir” es “sentir a Allah”. Quieren llevar su sensación al límite para corroborar que su sensación —ya sea dolorosa como en las automutilaciones o placentera como en la hadra— no les sitúa fuera de una experiencia de Allah. Porque Allah es lo real, y lo real es lo que sentimos. Cuando te entregas a lo que sientes, percibes a Allah; encuentras a Allah en tu propio arrebato. Sentir es sentir a Allah.
Este wuÿûd —este Allah existiendo— no es pasivo, es encuentro, es emoción, es pasión, es rabia, es ilusión, es esperanza, es amor, es miedo... lo que vas sintiendo, siempre que lo que sientas sea auténtico. Por eso, porque sólo sabemos de Allah lo que sentimos en el mundo, y no hay otro Allah que lo que despierta la sensación de los seres, del Islam no se sabe nada por la lectura de los libros de los sufíes ni, menos aún, por la lectura de los manuales de intrucciones de cómo se hace la salat o el ramadán. Los que van buscando conocer el Islam en las librerías esotéricas en las que se publican los libros de Ibn ‘Arabî, Al-Alawi, Al-Yilani, Al-Yili, Ibn Aÿiba, Ibn Ataillah, no encontrarán nada. Encontrarán un gran “No”, porque esto es la experiencia del sufi: un “No” a la percepción de la existencia del hombre cotidiano. Y así dicen: “tú estás ya muerto”, “destruye tu nafs”, “renuncia al mundo”, “el tiempo es una convención humana”, etc.
No, no, no, no a toda la experiencia del hombre natural, porque para trascender hay que romper las limitadas apreciaciones del hombre de la calle. Si te quedas ahí, si te quedas en el discurso fabricado a partir de la experiencia de los sufis, no encuentras la espiritualidad islámica, como tampoco la encuentras en los libros de instrucciones acerca de la ‘ibada. ¿En dónde se encuentra, entonces, la espiritualidad islámica? En el trato con los musulmanes. Se aprende la profunda espiritualidad musulmana sintiendo la vida como la sienten los musulmanes, en Marruecos, en Egipto..., en los países islámicos, a pesar de que están sufriendo las consecuencias del Colonialismo y el intervencionismo occidental, se aprende más de lo que es trascender en el Islam que en los libros de los sufis.
En esa pasión con la que vive el musulmán aprendimos la razón de la existencia. Porque el Islam no es una oferta más de Nueva Era; el Islam es una religión tradicional y, si no se vive en el trato con los musulmanes, no se sabe nada de ella, como no se sabe de Budismo Tibetano por leer a Losang Rampa ni se sabe nada del Chamanismo por leer libros de Castaneda. El Sí de la espiritualidad islámica que uno encuentra cuando viene de la experiencia del tawhid (en la que la multiplicidad ha reventado en pedazos para dar paso a la Unicidad) es la vida cotidiana. El musulmán está obligado a cuestionar sus límites, a no absolutizar su percepción de sí mismo (nafs), su percepción de esta vida (dunia), su percepción de Allah como un Dios en su Trono (fi samaa ad-dunia), su percepción del tiempo (zaman), pero no se ve desestructurado por haber tenido la posibilidad de experimentar la radical unicidad de las cosas, no se queda en el No a la existencia, en el No a la vida, en el No al tiempo, en el No a la libertad, en el No al yo, porque para que eso no suceda se le obliga a que vuelva a su vida cotidiana, ahora con una sabiduría que le va a impedir hacer de sus límites posibilitadores unos límites castrantes de su crecimiento. “Se te dieron unos límites para que fueras posible, no para que no aceptases el reto de expandirte”, parece decirnos la existencia entera.
Nos enfrentamos a partir de ahora a la espiritualidad como nos enfrentamos a la vida, abiertos y vulnerables, y que ocurra en nosotros lo que Allah quiera, con la tranquilidad de que nada fuera del orden de las cosas ocurrirá. Porque el abandono en la sensación con la que se construye el hombre, que es asimismo el lugar donde se encuentra con su Señor, es su escudo protector. El carácter envolvente del wuÿûd hace del mu’min alguien con tanta paz como el resto de los seres de la Creación, que no temen cuando no hay motivo para temer.
El wuÿûd —la existencia vivida como la realización de Allah— es una matriz en la que se introduce protegido el mu’min, precisamente por el hecho de haberse dejado de proteger a sí mismo y haberse arrojado sin miedo al precipicio de Allah.
Acabo este capítulo, y con este capítulo esta serie de intuiciones hechas a partir de la más tradicional experiencia del Islam, llevando las conclusiones, eso sí, más allá de los límites reconocibles por el Pensamiento Islámico Clásico. Y acabo con una sugerencia, con una invitación: buscad el trato con los musulmanes. El Islam —por compleja que haya sido la exposición de esta metafísica— no es, ni ha sido nunca, una idea. El Islam es como viven los musulmanes. Si en unas tierras los musulmanes están más castigados por la miseria o la explotación, buscad el Islam de los que aún no han sido corrompidos por Occidente. Salid del laberinto de la mente, del laberinto de la razón. Creed lo que os digo: el Camino debe irse verificando en vosotros como un No-saber, como un vaciamiento de ideas, que —dicho sea de paso— hace posible el diálogo humano, la relación humana. Pues esto es el Islam: lo que hace posible la relación humana, frente al kufr que es lo que distancia a los hombres. El Islam es ternura en el trato con los hombres y no una filosofía sistemática.Abandonamos ya el pensamiento islámico porque creemos que sólo se puede saber lo que sientes ahora, pues Allah no ha ocurrido en el pasado, sino que está ocurriendo de un modo nuevo a cada instante, y ser musulmán es serlo continuamente. Puedes “hacerte” cristiano en un momento de tu pasado, pero someterte a Allah es someterte en cada instante a algo nuevo. Allah es lo que viene; es la novedad incesante. No puedes saber nada, no puedes hablar de lo que no ha dejado por un momento de transformarse. La razón es sólo lo que nos ha servido para salir del laberinto de la razón, el hilo de Ariadna, pues el laberinto no se pulverizaba diciendo de él que era un sueño, una imaginación, como se predica en Oriente, sino entrando en el sueño del dormido y matando al monstruo de su pesadilla. Sólo entonces despertábamos. Concluyo. Pido el du’a de todos vosotros por mí, y quede en vuestra memoria de todo cuanto he dicho en estos años únicamente que lo real no son las ideas sino el dolor y el placer de los hombres. Así pues, que las ideas os sirvan sólo para hacer más fácil la vida de los hombre.
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