lunes, 2 de septiembre de 2013


¿Por qué llamar guerra a esos cobardes actos genocidas del imperio?
Escrito por Clodovaldo Hernández

El primer éxito que logra Estados Unidos en el campo de batalla mediático es que el mundo entero les diga “guerras” a sus cobardes agresiones genocidas. No es sorprendente que logren esa victoria anticipada en el campo de la opinión pública, pues el imperio cuenta con un aparato comunicacional formidable, solo comparable en poderío con su demente arsenal militar. 

De no ser por esta manipulación de escala mundial, nadie llamaría “guerra” a esas situaciones en las que una superpotencia armamentista despliega su supremacía contra cualquier país que ose desafiar sus designios. ¿Si un tipo de dos metros, parecido a los que están ahora en el Premundial de Baloncesto, le cayera a patadas y puñetazos a un niño de seis años, alguien sería capaz de decir que eso fue “una pelea”?

La guerra, en el imaginario mundial, tiene mucho de heroísmo. Se supone que quienes van a la guerra arriesgan el pellejo, como lo hicieron, por ejemplo, esos llaneros venezolanos que remontaron páramos de 4 mil metros para liberar a Colombia. Pero las “guerras” del capitalismo del siglo XXI tienen muy poco de eso. Las tales “guerras” que promueve la élite criminal de Estados Unidos son ataques unilaterales, basados en infamias de sus desprestigiados aparatos de inteligencia, al margen del ordenamiento internacional que esa nación pretende imponerles a las demás. Son operaciones armadas que ya ni siquiera implican un riesgo para sus tropas, pues las apocalípticas armas del bando imperial se manejan a distancia, incluso, en algunos casos, como si de un videojuego se tratase.

Por supuesto que la mafia que domina el llamado complejo industrial-militar tampoco era nada valiente antes, cuando enviaba a los jóvenes de los sectores excluidos de EE.UU. (afroamericanos, latinos, blancos pobres) a combatir en confrontaciones que les eran por completo ajenas. A Vietnam terminaron mandando a centenares de miles de muchachos que dejaron allá sus vidas o volvieron convertidos en despojos. De aquel rincón del Asia salieron con el rabo entre las piernas, cuestionados por su propio pueblo y fue por eso que la clase dominante estadounidense buscó fórmulas para desarrollar “guerras” que pudieran perpetrar con impunidad, alevosamente. Desde entonces han dedicado enormes inversiones para crear armas que establezcan una situación absolutamente desigual en cualquier escenario de conflicto. Inversiones, dicho sea de paso, que son como cobrar y darse el vuelto porque el verdadero poder de EE.UU. es justamente la maquinaria armamentista que devora su presupuesto nacional para enriquecer a las corporaciones.

Especialmente denigrante es, en este sentido, la actitud servil que asumen los representantes de la derecha política y mediática venezolana. Tal como lo hicieron antes con Iraq, Afganistán y Libia, los voceros de estas fuerzas políticas y fácticas nacionales dedican denodados esfuerzos a legitimar los actos de barbarie cometidos en nombre de la libertad y la paz por su país-ídolo. Los voceros de los partidos contrarrevolucionarios y los consabidos analistas internacionales del patio se dedican a repetir los argumentos del ala más recalcitrante de la derecha estadounidense. Respaldan la aniquilación de pueblos enteros y no ocultan sus deseos de que Venezuela sea la próxima en la lista. Qué triste es el fanatismo de esta gente: son los hinchas de una “guerra” que ni siquiera merece llamarse guerra.

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