Una experiencia personal en el mundo musulmán
Entrevista a Emilio Galindo Aguilar
21/02/2014 - Autor: Gumersindo Meiriño Fernández - Fuente: emiliogalindo.wordpress.com
Gumersindo Meiriño Fernández. Emilio. Usted es un hombre cristiano, de formación jesuita, pertenece a la Orden de los padres blancos, ha convivido en un país de mayoría musulmana y ha entrado en contacto con personas de esta religión, ¿qué experiencias místicas musulmanas le han ayudado más en su vida personal a nivel espiritual?
—Han sido muchos años y muchas las vivencias pero simplificando y yendo a lo esencial de la experiencia, resumiría esta influencia en estas tres pinceladas que ya publique en mi libro “La experiencia del Fuego” de la Editorial DAREK-Nyumba de Madrid 2002.
La primera y capital convicción que he sacado de esta convivencia ha sido que la experiencia del Fuego no es monopolio de nadie, de ninguna religión o iglesia. Esa experiencia es posible para todos los seres humanos. A todos, además, les es necesaria para llegar a la plenitud de su propia humanidad. Y esta convicción —que es la evidencia misma y casi una verdad de Perogrullo— no sólo debe llenarnos de gozo entrañable al sentirnos hermanados por el mismo Fuego, sino que debemos recordarla constantemente hasta crear en nosotros los reflejos que nos ayuden a salir —en una hégira o éxodo del Espíritu— de nuestros guetos religiosos y de nuestras “teologías tribales”, con las que, desde siglos, nos excluimos y anatematizamos unos a otros. ¡Qué tontos los hombres!¡Como si el Fuego pudiera ser monopolizado por alguien!¡Como si alguien pudiera prohibir al Fuego que queme fuera de sus raquíticos pagos!¡Como si alguien —persona o institución religiosa— pudiera dictar al Fuego su tarea o imponerle caminos para Su acción con los hombres, para sus esponsales de amor y de ternura!
Y un corolario elemental de esta ecuménica constatación: si lo importante es el Fuego —su íntima e indecible experiencia—, si lo que nos capacita para el encuentro con los demás es Su quemadura y no nuestras palabras ni nuestras doctrinas teóricas, cuando nos reunamos como hermanos, “fieles del Fuego”, para el diálogo interreligioso, no podremos olvidar la importancia de esa experiencia. Y más de doctrinas religiosas, que tan poco dicen de Dios y que son secularmente la raíz de nuestras divisiones y de nuestros enfrentamientos, llevemos como trofeos de fe viva nuestras quemaduras personales, nuestras experiencias vivas del Fuego. Las quemaduras no se discuten ni se comparan, porque son únicas, personales e intransferibles; no crean rivalidad, porque no son fruto de nuestro esfuerzo como las doctrinas, sino dádiva generosa del Fuego acogida por el alma humilde y agradecida; no intentan dominar a nadie, sino, a lo sumo, sugerir caminos para lo que debe ser la única razón del verdadero diálogo, Dios; son fáciles de entender porque es el mismo y único Fuego quien las explica y con su lumbre ilumina a los unos y a los otros. Probablemente, si se hicieran desde la experiencia, nuestros diálogos tendrían menos adeptos, menos participantes, pero se quitarían de encima tantos charlatanes que hablan de un dios aprendido en los libros, un dios de memoria, un dios de tesis frías y cansadas. Porque, ¿de qué Dios se habla cuando no se pueden exhibir las quemaduras de la experiencia? Si fuesen así nuestros diálogos, hasta sobrarían las palabras y nos abriríamos a las lenguas del Fuego en un nuevo y permanente pentecostés, que es una herencia de Dios para todos. Y el resto nos lo gastaríamos alegremente en silencio, ese lujo tan necesario de los fieles del Fuego, sobre todo en sus encuentros para el diálogo.
La segunda convicción que, como un regalo de luz entrañable, me ha dejado esta larga convivencia con el islam tiene una doble faceta: la constatación de cómo la idolatría se infiltra hasta lo más santo, y cómo los que se han quemado en el Fuego tienen una clarividencia especial para detectarla y un valor único para denunciarla y vencerla.
Fabricar ídolos, en efecto, ha sido y sigue siendo el oficio más viejo del hombre, su tentación permanente. La idolatría sigue al hombre como la sombra al cuerpo. ¡Qué claro lo vio la Serpiente al principio: “Seréis como dioses!” Esa tentación penetra incluso en la ortodoxia más pura. ¡Cuán sabias, en este sentido, las palabras de Gregorio Nazianceno: “Nuestros conceptos crean ídolos, sólo el “sobrecogimiento” presiente algo más de la Realidad”. Algo que nos permite ser invadidos e impregnados por el Invisible. La ortodoxia, que debió ser guía seguro, clara y exigente pedagogía, impulso denodado de libertad hacia horizontes siempre nuevos, provocadora incansable de la experiencia del Fuego, humilde servidora de la Verdad, se prostituyó a lo largo de la historia por ese complejo tan humano de creerse poseedora de la Verdad y por el miedo, tan humano también, a perder sus privilegios, convirtiéndose en el freno sin límites, en arrogante propietaria del Misterio, en absolutizadora de verdades tan relativas, en enemiga celosa de cuanto ponga en duda sus esquemas, en dura herramienta de poder. Y sobre todo, con todos los derechos, incluso con el de matar al hombre por salvar una verdad doctrinal que es, sin la menor duda, la peor de las idolatrías.
Así en todas las religiones. Así también en el islam. La ortodoxia musulmana se dejó tentar por la idolatría de la idea de trascendencia de Dios. Deslumbrada por la Unidad y la excelencia infinita de Dios. El kalām o teología musulmana cayó en la idolatría pese a su actitud constante contra todo lo que hiciese sombra al Absoluto de Dios. Y desarrolló una doctrina de la trascendencia divina pobretona, miope, rastrera y sin vuelos.
Verdaderamente idolátrica según los sufíes. Y esto no tanto por lo que afirmaba sino por lo que negaba y prohibía severamente todo lo que indicase cercanía y unión amorosa del hombre con Dios. Por eso el hombre musulmán ha vivido durante siglos con el complejo de Dios: sometido a El pero no unido. Ven a Dios como algo infinitamente distante e inaccesible, amurallado en su trascendencia pese a ser “el Clemente y el Misericordioso”. Transcendencia que era una burda falsificación, un ídolo de lo que realmente es Dios con el hombre, de lo que es, fue y será el Dios de los testigos del Fuego. Olvidaron esos ulemas algo tan elemental como que toda expresión sobre Dios tiene que ser heterodoxa, es decir, que no puede encerrarse ni acabarse en sí misma y menos aún pretender encerrar a Dios en un concepto humano, prohibiéndole al propio Dios los caminos hacia la unión con sus criaturas y que, en frase de infinita ternura y anhelo de Abū Saīd “un día comamos en la mano del Señor”
Olvidaron que toda idea de Dios, la de la trascendencia también, debe recuperar constantemente su libertad porque Dios no se deja apresar y menos expresar exhaustivamente por ninguna formulación humana. Dios desborda infinitamente toda ortodoxia. Y cuán pobres y tontos los sabios y sus teologías, al decir de los sufíes, queriendo poner diques al Gran Mar, amarras al viento, normas al Amor.
Los sufíes, educados no por doctrinas y razonamientos sino por la cruda y exigente experiencia del Fuego, serán los primeros en descubrir esta sutil idolatría de los ulemas. Ellos, vigías del Fuego en la noche de los hombres, levantarán el grito convirtiéndose en los hombres de la anti-idolatría y también en las víctimas de la constante persecución de la ortodoxia musulmana. Su denuncia no se hará con teorías ni doctrinas. Los sufíes sólo tienen, y les basta, la experiencia del Fuego para convencerse de que si Dios es infinitamente Trascendente también es infinitamente Presencia, Amor cercano, Comunión más allá de las palabras. ¿Cómo convencerlos de que Dios es distante, inaccesible, cuando tienen su ser entero encendido por el Fuego?¿Cómo creer lo que contradice esa ardiente experiencia? Y también ¿qué mayor idolatría que una doctrina cicatera que se opone a lo que los sufíes viven alborozados por la gracia y ternura de Dios? Los sufíes no se oponen a la trascendencia de Dios, y nada está más claramente vivido y dicho y afirmado en todo su talante y confesiones, sino al modo restrictivo, excluyente y contrario a la Clemencia, Misericordia y Ternura de Dios con sus criaturas que proponía la ortodoxia de los ulemas. Los sufíes creen en una trascendencia no reñida con la cercanía, en la que ellos descubren un vínculo ontológico entre Dios y el hombre.
Se ha dicho que el islam prohibía la unión del hombre con Dios. Nada más falso e idolátrico. ¿Quién es el islam para prohibir nada a Dios? No era ni es el islam sino una pobre ortodoxia, cuyos hombres probablemente no se habían quemado en el Fuego y sin duda entendieron diabólicamente que, separado de Dios, alejado de su unión, el hombre queda desarraigado e indefenso y consiguientemente más fácil de manipular. Porque si todas las idolatrías empobrecen, está de la trascendencia lo empobrece totalmente.
Esa es la idolatría que los sufíes combaten con la prueba irrefutable de sus hondas quemaduras, porque las ideas les estorban por torpes e inútiles. Sólo les quedará como alfabeto nuevo el grito. Y ¡cuán honda debió ser esa experiencia para atreverse a enfrentarse a los hombres de la ortodoxia! Raros son los sufíes que no fueron perseguidos, algunos hasta la muerte, y la muerte en la cruz, como Hallāŷ. Su experiencia del Fuego era más fuerte y convincente que todas las persecuciones: “Aunque me maten no renunciaré a Tu Amor” (Rūmī). “Qué agradable es ser insultado por causa del Amor” (Ḥuŷwīrī). “Muero sin que muera en mí el ardor de mi amor a Ti” (Dū-l-Nūn).
A la luz del Fuego, ¡qué pobres y relativos se ven los absolutos doctrinales y ortodoxos!¡ Qué poco nos dicen de Dios que es Amor, Cercanía, Vida, sólo Vida!
¡Cuánto ganaríamos todos, y de modo especial nuestras religiones y teologías, si, a ejemplo de los sufíes, supiéramos “desidolatrizar” nuestros absolutos doctrinales tan relativos y con frecuencia tan vacíos de Dios y nos engolfásemos todos en la experiencia del Fuego! El Fuego no miente y, calentándonos alrededor de Él, los hombres nos sentiríamos hermanos y nos nacería incontenible un sentido nuevo de leer la Palabra de Dios: no como una herramienta de poder, dura y terminada para siempre, sino como algo germinal, abierto, libre alegre, que en palabras de Ansārī: “Siempre en el corazón la esperanza de verle…porque Su querer es lo único que importa. Él, que es la fortuna de todos los indigentes, el refugio de todos los mendigos”. Que somos nosotros los hombres.
La tercera convicción, finalmente, fruto de esa larga convivencia con el islam, fue la constatación, a través de sus textos leídos, releídos y rezados, de la soledad conmovedora de los sufíes y musulmanes en general en su camino de retorno a Dios: solos con su titubeante y constantemente amenazada luz, solos con su pobre esperanza, aunque sepan por experiencia o por lo menos intuyan la presencia de la Sombra Caminera de Su luz y de Su lumbre. Les he visto solos por esa nunca acabada muerte iniciática, solos para exorcizar la constante solicitación idolátrica de las cosas, solos con la cruz de su “creaturidad” a cuestas sin la seguridad total de una presencia divina al par que humana como cireneo. Solos, confesando su debilidad y su cansancio: ¡Tú sabes los caminos y el hombre sus nieblas interiores!. Interminable “camino de Emaús” sin nadie que les explique sus Escrituras, sin nadie que en cercanía divino-humana les parte el pan-viático para la marcha, sin nadie que “plante su tienda” entre ellos para, juntos como alguien de nuestra raza, defendernos de los fríos de las noches humanas, solos sin sentir el calor de esa mano sobre nuestro hombro tan divinamente humana ni la seguridad de su palabra: “No temas. Soy yo el que vive”. Aunque es verdad también que los musulmanes que experimentan la totalidad del Fuego con la totalidad de su ser, presienten que Dios no es tan rectilíneo, simple y frío como la ortodoxia islámica de la unidad proclama. Intuyen que tiene que haber en Dios una unidad de convivencia esencial tal que no contradiga de ningún modo la visión cristiana de la Trinidad, que el sufí iraní del s.XIII Ruzbehan de Shiraz explicaba bella y profundamente cuando decía: “Dios es la unidad del Amor, del Amante y del Amado”. Y qué ejemplo más definitivo de mediación entre Dios y los hombres, de camino seguro y de estilo de vida para ir a Dios, en el texto maravilloso de Kāmil Ḥusein: “Si sientes en lo más profundo de ti mismo que eso que te incita al bien es tu amor por Dios y tu amor por los hombres que Dios ama; si piensas que el mal consiste en apartarse de los hombres porque Dios los ama como te ama a ti, y que perderás tu amor por Dios si haces daño a aquellos a quienes Él ama, es decir, a todos los hombres, entonces tu eres discípulo de Jesús (isāwī), cualquiera que sea la religión que profeses”.
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