viernes, 14 de marzo de 2014

Sefardíes y moriscos

Sefardíes y moriscos


Creo que si se facilita nuestra nacionalidad a los sefardíes sería deseable y de justicia tener también algún gesto con ese otro jirón de nuestra historia que son los moriscos


14/03/2014 - Autor: Jorge Dezcallar - Fuente: Diario de Mallorca



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Jorge Dezcallar

El proyecto de ley de concesión de nacionalidad española a los sefardíes, de 7 de febrero de 2014, modifica el código civil y reconoce su vinculación con la tierra de la que fueron expulsados en 1492 y con la que siempre guardaron un vínculo afectivo, que demostraban mostrando las llaves de sus casas en Sefarad (que era como llamaban a la península ibérica) y, sobre todo, por la conservación del idioma castellano en una variante conocida como ladino o judezmo. Sefarad evoca la época dorada del judaísmo. Es admirable que esta lengua haya sobrevivido al exilio de 500 años y a la vida errante que los sefarditas han llevado desde el edicto de los Reyes Católicos.

Hace años cruzaba el Bósforo en un ferry cuando oí hablar detrás de mi a dos hombres. Más o menos comprendía lo que decían pero me intrigaba el idioma, que no reconocía. Pensaba si sería rumano, por aquello de la raíz latina. Me volví y les pregunté. Me respondieron que era ladino y ese fue mi primer contacto con una cultura que luego conocí mejor cuando, viviendo en Nueva York, participé durante un tiempo en una tertulia que presidía el profesor Mair José Bernadette, que era sefardí, y desde entonces tengo en mi biblioteca algunos libros escritos en ese idioma.

Los sefardíes son la aristocracia de los judíos neoyorkinos pues llegaron buscando refugio cuando la ciudad se acababa de fundar por los holandeses y todavía se llamaba Nueva Amsterdam. En cierta ocasión visité el Jewish Theological Seminary de Nueva York, para ver unos maravillosos incunables españoles del siglo XIII y me asombró ser recibido por un portero uniformado que me abrió la puerta del coche mientras me decía "Bienvenido, señor". Le pregunté dónde había aprendido a hablar mi lengua y me respondió, como la cosa más natural del mundo, que en Alepo, Siria, la ciudad hoy martirizada por la guerra incivil. En Siria, Turquía y Grecia había colonias muy importantes de sefardíes, al igual que en todo el norte africano y en Marruecos muy especialmente. Todos ellos conservaron el idioma español, que progresivamente incorporaba también vocablos propios de las lenguas de los países de acogida. Con la creación del estado de Israel y la inmersión en la lengua hebrea el ladino se va muriendo. Es triste y lógico que así sea una vez que los sefardíes vuelven a sentirse en casa.

Los moriscos corrieron igual suerte pues fueron expulsados de la España que ellos llamaban Al-Andalus, el lugar donde la civilización islámica conoció su mayor esplendor, como muestran la mezquita de Córdoba o la Alhambra de Granada. Ante la amenaza turca en nuestras costas, los reyes no mantuvieron las promesas hechas en la capitulaciones de Santa Fe, tras la conquista de Granada, y Felipe III expulsó de España en 1609 a aquellos españoles islamizados que eran los moriscos. Si la expulsión de los sefardíes arruinó nuestro comercio y nuestra banca, la de los moriscos dañó mucho nuestra agricultura pues eran maestros en técnicas de irrigación. También ellos guardaron las llaves de sus casas y a mi me las enseñó con mucho orgullo en Sana´a el entonces ministro de Asuntos Exteriores de Yemen, cuya familia era originaria de Al Andalus.

La mayoría de los moriscos pasaron el estrecho de Gibraltar y se instalaron en el norte de África. Gonzálbez del Busto ha estudiado la epopeya de Hornachos, un pueblo extremeño de donde todos los habitantes fueron expulsados y se instalaron en la alcazaba de Rabat, un castillo almohade que les cedió el rey de Marruecos y que estaba entonces abandonado. Allí llevaron nuestra arquitectura de tejas, nuestra gastronomía y la música andalusí. Pero no se encontraban a gusto, nadie les quería, eran extranjeros en todos sitios pues en España se les consideraba musulmanes y en Marruecos no entendían que bebieran vino o bailaran flamenco. Sus intentos por ser autorizados a regresar a España son patéticos pues ofrecían convertirse y entregar al rey la fortaleza de Rabat, que tenía valor estratégico para proteger las comunicaciones con Canarias. El consejo de Estado estudió su caso y el duque de Medina Sidonia apoyó su causa pero el marqués de los Vélez se opuso y se impuso alegando que no serían de fiar en caso de un desembarco turco en nuestras costas. Lepanto aún estaba cerca y la amenaza otomana no era baladí. Despechados, crearon la república corsaria de Salé, atacaban el tráfico marítimo y hacían razzias en nuestras costas en busca de esclavos. Una de sus expediciones llegó hasta Islandia, de donde regresó con el rico botín de 200 mujeres rubias que luego vendieron como esclavas en los zocos norteafricanos. La república corsaria duró 80 años, resistió ataques y bombardeos de los españoles, franceses y holandeses y fue al final destruída por disensiones internas (como buenos españoles que eran) que aprovechó el sultán de Marraquech para acabar con su insolente independencia.

Los descendientes de estos corsarios, unas 600 familias, siguen viviendo hoy en Rabat, Tetuán, Fez o Tánger. Se llaman Bergach (Vargas), Pinto, Loubaris (Olivares), Sordo... Yo les conocí y traté cuando fui embajador en Marruecos y creo que si se facilita nuestra nacionalidad a los sefardíes sería deseable y de justicia tener también algún gesto con ese otro jirón de nuestra historia que son los moriscos pues también ellos fueron españoles expulsados de su país por la sinrazón de la razón de Estado.



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