Ángela Peralta en Mazatlán
Imagine usted que hace un doble click en el mouse de una computadora equipada con el más reciente avance tecnológico y vuela hacia una época que está a ciento veintiocho años de distancia. Véase, desde el ángulo virtual que le toque, rodeado (a) de mazatlecos empeñosos que lograron hacer de este puerto uno de los más pujantes de fines del siglo pasado.
Le gustará saber que se encuentra en el día exacto del arribo de la legendaria Ángela Peralta y que la multitud reunida en el muelle tiene como objetivo brindarle una entusiasta recepción a la cantante, considerada en el momento una de las más grandes del mundo. Es la mañana del 22 de agosto de 1883 y, como siempre en esas fechas, hace un calor de los mil demonios. Mientras esperan a las lanchas que habrán de traer a tierra a los pasajeros del Newbord, el vapor en que viajaba la compañía de ópera de la Peralta, algunos, echándose aire con el sombrero, pronostican un ciclón o desgracia por el estilo.
Le dará gusto ver el cosmopolitismo del Mazatlán de entonces, que apenas contaba con treinta mil habitantes y tenía una urbanización casi laberíntica, por la anarquía con que eran edificadas las casas. Se divertirá escuchando los chistes políticos de la época que tenían a Porfirio Díaz y a Francisco Cañedo, presidente de la República y gobernador del estado, respectivamente, como blancos y se asombrará con comentarios que salen de boca de los ilustrados.
—No hay dinero que pague la voz de Ángela Peralta, por eso le entregan joyas con valor estratosférico. En Portugal, según dicen los diarios de San Francisco, le dieron un collar con doce brillantes puros, límpidos y de idéntico tamaño, y cuando inauguró el teatro de Zizinia, en Alejandría, Egipto, salió con carretillas repletas de regalos y joyas. Es un enorme privilegio que esa mujer venga aquí, a cantar en nuestro Teatro Rubio.
Es probable que le apetezca probar una cerveza de la fábrica de Jacob Lang, bien fría gracias al hielo del depósito de los Felton o saborear un buen tabaco producido por El Dios del Amor, de don Severo Montero, pero se lo impide su calidad de testigo virtual, de manera que confórmese con disfrutar con el estilo de las vestimentas de la época, confeccionadas con telas finísimas (linos de Irlanda, sedas del Oriente) que llegaban directamente de Europa, Estados Unidos, China y Japón.
Vuelva ahora su atención a la muchedumbre y vea cómo aplauden a esa mujer que baja de una de las lanchas, con un propio sosteniendo una sombrilla para contener los embates del astro rey. Tiene usted razón, es bastante fea, chaparra, gorda y hasta parece que tiene bocio por los ojos saltones y el cuello corto, pero recuerde que no se ha desplazado hasta acá para recibir a una reina de belleza. Mire nomás, los Felton han puesto a disposición de la cantante al mejor de sus carruajes y la gente, en su ánimo por agradar, ha desamarrado los caballos y son ellos los que lo jalan en su ruta hacia el Hotel Iturbide, los siguen el resto de los admiradores, la música, los cohetes y los perros, inquietos con semejante disturbio. Un cuadro perfecto.
Antes de proseguir, ¿se dio cuenta de que en otra lancha las autoridades de sanidad trasladaban un cadáver? Debió hacerlo pues con él habían bajado a la muerte; era un contador norteamericano que se convirtió en la primera víctima de la Fiebre Amarilla, también conocida como el níquel, por el tono acerado de los vómitos que producía.
Pero volvamos a la fiesta. Observe quién aparece en el balcón del hotel para agradecer con besos que suelta de sus manos como palomas de amor la conmovedora recepción. Es la diva, la excelsa, la mismísima María de los Ángeles Manuela Tranquilina Cirila Efrena Peralta y Castera que tres años antes había jurado no regresar a la Ciudad de México luego de que fuera rechazada y humillada a causa de sus escandalosas relaciones íntimas con su administrador, don Julián Montiel, que sostenía desde los tiempos de su matrimonio con su primo hermano, don Eugenio Castera, fallecido en 1877. Es cierto, no ha dicho nada. De hecho su aparición en el balcón ha sido fugaz, casi un suspiro, pero hay que entender que tiene derecho de descansar. El viaje ha sido largo.
Ahora lo invito a que vea cómo es derrotada la popularidad de la Peralta por el pavor de la epidemia, que empezaba a manifestarse en toda su magnitud. Han pasado escasos tres días de la llegada del vapor y ya es materialmente imposible encontrar casa con puertas y ventanas abiertas. El alegre puerto se ha transformado en un lugar desolado del que escapan las familias pudientes. Imposible no conmoverse ante la situación. El hotel Iturbide es el principal centro de operaciones del terrible mal. Pocos son los integrantes de la Compañía Italiana de Opera que no están contagiados. Desgraciadamente, Ángela Peralta no pertenece a esa minoría. No obstante, y como prueba de su profesionalismo, ahí está, en el interior del Teatro Rubio, ensayando Aida.
Ya nadie habla de la Peralta y de las presentaciones de la Compañía Italiana, salvar el pellejo es prioritario. De hecho note que en algunos sectores de la ciudad (sobre todo en los más afectados por el mal) la responsabilizan indirectamente de la desgracia.
—Si no hubiera ido a la mentada recepción, ahora estuviera bien.
—Se le acercó demasiado, el pobre fue uno de los que desamarró los caballos.
Estamos a treinta de agosto. Son las nueve treinta de la mañana y don Cecilio Ocón, amigo personal del presidente Díaz, procede a casar a la moribunda Ángela Peralta con Julián Montiel y Duarte. Ese que le mueve la cabeza para que dé el sí, por lo menos físicamente, es el cubano Manuel Lemus, uno de los seis músicos de ochenta que formaban la compañía que escapó a la cacería de la epidemia. Los otros señores en la habitación son don Bartolomé Carvajal y Serrano —propietario del hotel Iturbide— y don Guadalupe Cota, que es celador de la Oficina de Rentas del Estado. A escasos cuarenta y cinco minutos de su boda, la señora Peralta ha dejado de existir. Mire ese charco de vómito negro al lado de su cama. No se imagina el miedo que provocó en el país la posibilidad del avance de este mal.
Vea que entierro tan triste para un cadáver tan ilustre. Ni un discurso de despedida, ni el privilegio de recorrer las principales calles de la ciudad. Mire, nadie se asoma por las ventanas para darle su adiós. Observe al viudo: no ha sido capaz de ofrendar un ramo de flores, y eso que es el heredero universal de la fortuna de Ángela Peralta, El Ruiseñor Mexicano.
Le gustará saber que se encuentra en el día exacto del arribo de la legendaria Ángela Peralta y que la multitud reunida en el muelle tiene como objetivo brindarle una entusiasta recepción a la cantante, considerada en el momento una de las más grandes del mundo. Es la mañana del 22 de agosto de 1883 y, como siempre en esas fechas, hace un calor de los mil demonios. Mientras esperan a las lanchas que habrán de traer a tierra a los pasajeros del Newbord, el vapor en que viajaba la compañía de ópera de la Peralta, algunos, echándose aire con el sombrero, pronostican un ciclón o desgracia por el estilo.
Le dará gusto ver el cosmopolitismo del Mazatlán de entonces, que apenas contaba con treinta mil habitantes y tenía una urbanización casi laberíntica, por la anarquía con que eran edificadas las casas. Se divertirá escuchando los chistes políticos de la época que tenían a Porfirio Díaz y a Francisco Cañedo, presidente de la República y gobernador del estado, respectivamente, como blancos y se asombrará con comentarios que salen de boca de los ilustrados.
—No hay dinero que pague la voz de Ángela Peralta, por eso le entregan joyas con valor estratosférico. En Portugal, según dicen los diarios de San Francisco, le dieron un collar con doce brillantes puros, límpidos y de idéntico tamaño, y cuando inauguró el teatro de Zizinia, en Alejandría, Egipto, salió con carretillas repletas de regalos y joyas. Es un enorme privilegio que esa mujer venga aquí, a cantar en nuestro Teatro Rubio.
Es probable que le apetezca probar una cerveza de la fábrica de Jacob Lang, bien fría gracias al hielo del depósito de los Felton o saborear un buen tabaco producido por El Dios del Amor, de don Severo Montero, pero se lo impide su calidad de testigo virtual, de manera que confórmese con disfrutar con el estilo de las vestimentas de la época, confeccionadas con telas finísimas (linos de Irlanda, sedas del Oriente) que llegaban directamente de Europa, Estados Unidos, China y Japón.
Vuelva ahora su atención a la muchedumbre y vea cómo aplauden a esa mujer que baja de una de las lanchas, con un propio sosteniendo una sombrilla para contener los embates del astro rey. Tiene usted razón, es bastante fea, chaparra, gorda y hasta parece que tiene bocio por los ojos saltones y el cuello corto, pero recuerde que no se ha desplazado hasta acá para recibir a una reina de belleza. Mire nomás, los Felton han puesto a disposición de la cantante al mejor de sus carruajes y la gente, en su ánimo por agradar, ha desamarrado los caballos y son ellos los que lo jalan en su ruta hacia el Hotel Iturbide, los siguen el resto de los admiradores, la música, los cohetes y los perros, inquietos con semejante disturbio. Un cuadro perfecto.
Antes de proseguir, ¿se dio cuenta de que en otra lancha las autoridades de sanidad trasladaban un cadáver? Debió hacerlo pues con él habían bajado a la muerte; era un contador norteamericano que se convirtió en la primera víctima de la Fiebre Amarilla, también conocida como el níquel, por el tono acerado de los vómitos que producía.
Pero volvamos a la fiesta. Observe quién aparece en el balcón del hotel para agradecer con besos que suelta de sus manos como palomas de amor la conmovedora recepción. Es la diva, la excelsa, la mismísima María de los Ángeles Manuela Tranquilina Cirila Efrena Peralta y Castera que tres años antes había jurado no regresar a la Ciudad de México luego de que fuera rechazada y humillada a causa de sus escandalosas relaciones íntimas con su administrador, don Julián Montiel, que sostenía desde los tiempos de su matrimonio con su primo hermano, don Eugenio Castera, fallecido en 1877. Es cierto, no ha dicho nada. De hecho su aparición en el balcón ha sido fugaz, casi un suspiro, pero hay que entender que tiene derecho de descansar. El viaje ha sido largo.
Ahora lo invito a que vea cómo es derrotada la popularidad de la Peralta por el pavor de la epidemia, que empezaba a manifestarse en toda su magnitud. Han pasado escasos tres días de la llegada del vapor y ya es materialmente imposible encontrar casa con puertas y ventanas abiertas. El alegre puerto se ha transformado en un lugar desolado del que escapan las familias pudientes. Imposible no conmoverse ante la situación. El hotel Iturbide es el principal centro de operaciones del terrible mal. Pocos son los integrantes de la Compañía Italiana de Opera que no están contagiados. Desgraciadamente, Ángela Peralta no pertenece a esa minoría. No obstante, y como prueba de su profesionalismo, ahí está, en el interior del Teatro Rubio, ensayando Aida.
Ya nadie habla de la Peralta y de las presentaciones de la Compañía Italiana, salvar el pellejo es prioritario. De hecho note que en algunos sectores de la ciudad (sobre todo en los más afectados por el mal) la responsabilizan indirectamente de la desgracia.
—Si no hubiera ido a la mentada recepción, ahora estuviera bien.
—Se le acercó demasiado, el pobre fue uno de los que desamarró los caballos.
Estamos a treinta de agosto. Son las nueve treinta de la mañana y don Cecilio Ocón, amigo personal del presidente Díaz, procede a casar a la moribunda Ángela Peralta con Julián Montiel y Duarte. Ese que le mueve la cabeza para que dé el sí, por lo menos físicamente, es el cubano Manuel Lemus, uno de los seis músicos de ochenta que formaban la compañía que escapó a la cacería de la epidemia. Los otros señores en la habitación son don Bartolomé Carvajal y Serrano —propietario del hotel Iturbide— y don Guadalupe Cota, que es celador de la Oficina de Rentas del Estado. A escasos cuarenta y cinco minutos de su boda, la señora Peralta ha dejado de existir. Mire ese charco de vómito negro al lado de su cama. No se imagina el miedo que provocó en el país la posibilidad del avance de este mal.
Vea que entierro tan triste para un cadáver tan ilustre. Ni un discurso de despedida, ni el privilegio de recorrer las principales calles de la ciudad. Mire, nadie se asoma por las ventanas para darle su adiós. Observe al viudo: no ha sido capaz de ofrendar un ramo de flores, y eso que es el heredero universal de la fortuna de Ángela Peralta, El Ruiseñor Mexicano.
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