sábado, 7 de febrero de 2015

Análisis de la agenda del Estado Islámico

Más allá de cortar cabezas

No se puede reducir a este grupo a sus acciones desde junio de 2014. Se debe revisar el contexto histórico y político de su origen.
Por: Víctor de Currea-Lugo
En Twitter: @DeCurreaLugo
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Más allá de cortar cabezasManifestaciones en Jordania, luego del video en que se ve al Estado Islámico quemando vivo al piloto de ese país. / Archivo
Los típicos tópicos para hablar sobre el Estado Islámico parecen ser sus crímenes y la historia reciente, sus víctimas y militantes, su propaganda y su proyecto.
Primero, los crímenes. Decapitar, quemar personas vivas, cortar manos, arrojar homosexuales desde los edificios, lapidar hasta la muerte, son prácticas que aplica el Estado Islámico. Dichos actos son criminales e injustificables, pero no es la única agenda de derechos humanos en el mundo. Y la doble moral de subrayar estos crímenes y al tiempo callar sobre otros (torturas hasta la muerte en las cárceles de Siria, bombardeo de civiles en Afganistán, asesinatos en Gaza, etc.), es una hipocresía.
Ni Estados Unidos ni Europa condenan a Arabia Saudita cuyo código penal se parece al del Estado Islámico, lo que muestra que no es un asunto de derechos humanos sino de oportunismo político. Las ejecuciones de opositores en Egipto o la masacre de Cairo en 2013 (que dejó miles de muertos) no fueron tampoco objeto de condenas.
Segundo, su historia reciente. Es incorrecto reducir el Estado Islámico a sus acciones desde junio de 2014 cuando capturó la ciudad de Mosul, en Irak; hay que revisar el contexto histórico y político de su origen: desde la creación de Al-Qaeda hasta la guerra de Siria, pasando por la ocupación de Estados Unidos a Irak y la financiación de grupos del Golfo Pérsico a radicales salafistas en Oriente Medio. Incluso, sin entender la configuración de Oriente Medio luego de la Primera Guerra Mundial y la invención de Irak es imposible entender la lógica del Estado Islámico.
Tercero, sus víctimas. Las víctimas son principal y abrumadoramente otros musulmanes: lo son los chiíes de Irak que han logrado expulsarlos de la provincia de Diyala; lo son la mayoría de kurdos y sirios que los echaron de Kobane; lo son casi todos los Peshmerga que preparan una ofensiva contra ellos en Mosul. No es una guerra contra Occidente.
Cuarto, sus militantes. La definición del “buen creyente”, según el Estado Islámico, no aplica a la inmensa mayoría de los 1.300 millones de musulmanes: el buen musulmán es el que les sigue, y el otro (sea suní, chií, druso, cristiano o ateo) es un infiel que merece la muerte. El Estado Islámico tampoco ha dudado en ejecutar a sus propios militantes ante un potencial desvío.
Quinto, su aparato propagandístico: excelente; una estructura de comunicación comparable a la del nazismo y del sionismo. El Estado Islámico hace uso de todas las tecnologías, pero su daño no es virtual: es real y se mide en muertos. Y ejecutan en inglés para que se entere el mundo.
Sexto, su proyecto: la aplicación totalitaria de un credo, una forma de vida y una forma de administrar la polis, el Estado. En eso son similares a los taliban de Afganistán, Boko Haram en Nigeria y Al-Shabbab en Somalia. Estos grupos manipulan lo religioso, se inventan una mitología para legitimarse, y niegan las ideas de ciudadanía y de derechos, especialmente de las mujeres. Su poder de atracción depende, en parte, del alto desempleo entre jóvenes de la región y de su capacidad enajenadora, así como a los excelentes salarios que ofrece a sus militantes.
Así, ni la exaltación de sus crímenes en los medios de comunicación, la creciente islamofobia, la guerra contra el terror, los dobles estándares, ni el desconocimiento de la historia, contribuyen a la lucha contra el Estado Islámico. Cortar cabezas es condenable pero la agenda va mucho más allá de dichos actos.
Su lógica de terror da resultados: muestra un poder real ante unas sociedades humilladas por los poderes coloniales, manipula lo religioso ante una comunidad víctima de una creciente islamofobia, vende una idea de orden en un caos como el de Siria, finge proteger unas minorías (como los suníes en Irak) lo que le da cierto apoyo social, y busca aterrorizar a sus enemigos. Los enemigos del Estado Islámico no podrán derrotar su proyecto hasta que no entiendan que una decapitación en Occidente produce un nivel de rechazo e impotencia de la misma naturaleza que el asesinato de musulmanes.
La narrativa de las masacres buenas, de las víctimas necesarias, del mal menor que se expresa en los bombardeos de Afganistán, las masacres en Irak, Guantánamo, la cárcel de Abu Ghraib, no sirve para derrotar al Estado Islámico sino para alimentarlo, pero la arrogancia del poder imperial no les deja ver esto.
La complicidad pasiva de la sociedad occidental con los crímenes de sus gobiernos es respondido por los radicales con la misma moneda: cortar la cabeza no es pues entonces un crimen, es un símbolo al que Occidente responde igual, aunque con otra envoltura estética. Y el debate se vuelve de formas.
Dicen que cuando un sabio señala la luna, el tonto se queda mirando el dedo, sin sugerir sabiduría la metáfora sirve: cuando el Estado Islámico muestra un propósito amenazante (primeramente para los musulmanes), Washington se queda mirando la decapitación.

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