No se trata aquí de demostrar lo patente: claro que América Latina inspiró a Julio Verne. Digno heredero de los enciclopedistas del siglo XVIII, contemporáneo de los científicos del siglo XIX, a cuyos ojos el universo representaba un campo de investigaciones finito que reclamaba categorías, repertorios y clasificaciones, el autor más traducido del planeta podía enfocar el mundo como ancho, eso sí, pero ajeno, nunca. No existía rincón ni pueblo del planeta que no hubieran suscitado el interés de este trabajador sin descanso, lector asiduo de todas las publicaciones científicas de su época, tanto técnicas como geográficas o antropológicas. Con mayor razón, el "Nuevo Mundo", el "Nuevo Continente", "Sur América", la "América meridional", estas comarcas inéditas que tanto fascinaron a los europeos y para las cuales multiplicaron el léxico, no podían escapar de la incomparable sed de descubrimiento de Verne. Lo que parece más digno de interés es la representación que dio un hombre del siglo XIX de un mundo leído e imaginado. Leído porque sus fuentes eran esencialmente librescas; imaginado porque si sus lecturas y sus encuentros con viajeros y pensadores de la época alimentaron sus proyectos literarios, fue su colosal fuerza creadora la que forjó los universos con que soñó, transcribiendo la mirada que le llevaba a un mundo que sólo había recorrido en los libros. Las revistas contemporáneas de Julio Verne, como el Musée des Familles, Le Tour du Monde, o Le Magasin d’Éducation et de Récréation4 constituyeron la base de la construcción de su edificio literario. Por otra parte, la influencia de su amigo Jacques Arago, cuyo hermano Jean participó en la guerra de independencia de México y fue nombrado general del ejército mexicano, habría sido determinante en la elaboración de Un drama en México. Gracias a sus bosquejos, el pintor peruano Ignacio Merino, hospedado unos meses en París por el mismo Jacques Arago, habría proporcionado a Verne la tela de fondo de Martín Paz. Las aventuras del joven Auguste Guinnard, prisionero tres años de los Patagones, sugirieron a Los hijos del capitán Grant algunas consideraciones sobre los habitantes de la pampa argentina. Igualmente, los protagonistas de El soberbio Orinoco siguen los meandros que Jean Chaffanjon, premiado en 1888 por la Sociedad de Geografía de Francia con la medalla de oro por sus exploraciones de la cuenca del Orinoco, recorrió antes de ellos.5 Obviamente, se operaba una selección entre las informaciones amontonadas en el despacho del escritor bajo la forma de innumerables notas. Y es precisamente el resultado de lo escogido en la narración lo que permite acercar al lector a la representación que tenía Julio Verne de América latina.
NATURALEZA OPULENTA: ESTILO EXUBERANTE
Autor supuestamente dedicado a la literatura juvenil, Verne se valió de los Viajes extraordinarios para transmitir su fantástica erudición. En sus relatos, el afán educativo acompaña invariablemente a la voluntad recreativa. Los Bulletins de la Société de Géographie le permitieron actualizar periódicamente sus conocimientos. Pero a partir de la geografía, descriptiva en la mayoría de los casos, se proponen reflexiones sobre los campos más variados, entre los cuales hidrografía, orografía, petrografía, botánica, zoología, conquiliología, entomología… Sin embargo, algunas inadvertencias se deslizan en el flujo de las observaciones más rigurosas. Así, con el asombro de tropezar con jaguares o hipopótamos en el extremo sur del hemisferio austral, se combina la estupefacción de encontrar almeces en los mismos parajes antárticos.
Preocupaciones ecológicas elementales salpican los relatos. La destrucción masiva de especies animales como las tortugas del Orinoco, los lobos marinos o las ballenas de la isla Hoste, se enfoca siempre con espanto, aunque se puede recomendar el exterminio de otras cuando se les considera perjudiciales, como las zorras del archipiélago de Magallanes. En su irresistible deseo de instruir, en su inverosímil esfuerzo para reducir el mundo a categorías, Julio Verne multiplica interminables enumeraciones de la flora y de la fauna de las comarcas visitadas. Así, en el trayecto de Acapulco a Cihuatlán, los dos viajeros de Un drama en México:
habían llegado a una pequeña eminencia, sombreada profusamente por palmeras de abanico, nopales y salvias mexicanas. A sus pies se extendía una vasta llanura cultivada y toda la exuberante vegetación de las tierras cálidas se ofrecía a sus ojos. A su izquierda, un bosque de caobas limitaba el paisaje. Elegantes pimenteros balanceaban sus flexibles ramas bajo las brisas ardientes del Pacífico. Los campos de caña de azúcar erizaban la campiña. Magníficos algodonales agitaban sin ruido sus penachos de seda gris. Por todos lados crecían el convólvulo o jalapa medicinal y el ají, junto a las plantas de índigo y de cacao, el palo de campeche y el guayaco. Todos los variados productos de la flora tropical, dalias, mentzeliás y heliotropos, irisaban con sus colores esta tierra maravillosa que es la más fértil de la intendencia mexicana.
Ahí también, el exuberante entusiasmo del sentimiento de descubrimiento del autor no se arredra con incoherencias en su búsqueda de exhaustividad aplicada a las descripciones botánicas. La definición de lo desconocido procede de figuras de estilo susceptibles de implicar un sistema de referencias que vuelva accessible al lector del Viejo Continente una realidad distinta. Cuando surge "una especie de nogal gigantesco", cuando se parecen los guanacos a los gamos, cuando el Orinoco se asemeja al río Loire, la comparación se hace uno de los resortes de la narrativa exótica. Si los elementos desencadenados se imponen como una constante en la obra de Julio Verne, encuentran en América Latina un terreno de los más favorables. Lluvias torrenciales, huracanes devastadores, sismos pavorosos, maremotos apocalípticos, erupciones volcánicas indescriptibles, las manifestaciones más espectaculares de la naturaleza exaltada se solicitan, invocan, explotan. La ausencia de medida produjo innegablemente una verdadera delectación en este maestro de lo grandioso. Lugar de excepción, "especialidad" geográfica, la América Latina descrita por Julio Verne ofrece todos los ingredientes para provocar en el lector francés el encanto de la novedad, la extrañeza de lo exótico, el desvanecimiento de los límites del universo fantástico.
EL CULTO A LA LIBERTAD
El período precolombino, reducido a la única mención de las civilizaciones azteca e inca, no suscitó en Verne sino una indiferencia taciturna. El descubrimiento de América justifica en cambio un entusiasmo admirativo para los ilustres navegantes Colón, Pinzón, Vespucio o Magallanes. En cuanto a la Conquista, se evoca sólo en Martín Paz en un vibrante homenaje a Manco Capac y a los indígenas que lucharon contra los hermanos Pizarro. El respeto que le inspira la lucha de los pueblos oprimidos, su adhesión a los principios de la Revolución francesa del ‘48 —entre los cuales el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos— fundamentan la puesta en escena de una insurrección indígena contra el opresor español en Martín Paz. El análisis fino del conflicto que opone a las diversas sociedades peruanas, contrasta con las aproximaciones históricas que impiden determinar precisamente el tiempo de la narración. Un drama en México padece también anacronismos patentes en una construcción ficticia cuya trama estriba en el real nacimiento de la marina mexicana.6 Pero es, antes de todo, la América Latina después de su rechazo del dominio español la que le preocupa a Verne. En su reflexión sobre el porvenir de Perú hace hincapié en la legitimidad histórica de la rebelión indígena y reivindica las virtudes civilizadoras de la inmigración europea para regenerar el país, a pesar de la poca consideración con la que pinta a la España de principios del siglo XIX. Desde un punto de vista más general, se regocija con la independencia latinoamericana y alaba la figura de Bolívar, que supo encabezarla y concretarla. Si Julio Verne tuviera que resumir su visión de América Latina, insistiría sin duda en su inestabilidad política y condenaría al ejército por fomentarla. Pero lo más seguro es que arrojaría el oprobio sobre la determinación imperialista de Gran Bretaña y ante todo sobre la voluntad expansionista de Estados Unidos, abordada con timidez en Un drama en Méxicoal aludir a la anexión de los estados septentrionales de la República por su vecino del norte, secamente reprobada después en La isla de hélice por la extensión de su territorio desde Canadá hasta Panamá.
¿ETOLOGÍA O ETNOLOGÍA?
Los protagonistas de Verne, testigos, productos o productores de la Historia, se diferencian de forma muy marcada. Es de notar, ya en las primeras líneas de Martín Paz, la mirada que dirigen los unos hacia los otros:
Los indios pasaban sin levantar los ojos del suelo, no creyéndose dignos de mirar a las personas, pero conteniendo en silencio la envidia que los consumía. Los mestizos, relegados como los indios a las últimas capas sociales, exteriorizaban su descontento más ruidosamente.
En cuanto a los españoles, orgullosos descendientes de Pizarro, llevaban la cabeza erguida, como en el tiempo en que sus antepasados fundaron la Ciudad de los Reyes, envolviendo en su desprecio a los indios, a quienes habían vencido, y a los mestizos nacidos de sus relaciones con los indígenas del Nuevo Mundo. Los indios, como todas las razas reducidas a la servidumbre, sólo pensaban en romper sus cadenas, confundiendo en su profunda aversión a los vencedores del antiguo Imperio de los incas y a los mestizos, especie de clase media orgullosa e insolente.
Los mestizos, que eran españoles por el desprecio con que miraban a los indios, e indios por el odio que profesaban a los españoles, se consumían entre estos dos sentimientos igualmente vivos.
Además de orgullosos hasta la arrogancia y despectivos, los españoles, "hijos degenerados de una raza poderosa",7 son no sólo indolentes por naturaleza, sino también unos decadentes material y espiritualmente, con excepción del marqués de Vegal, implícitamente favorable a la lucha llevada por Martín Paz. Los criollos del cuento vienen representados por el judío Samuel, tan abyecto como codicioso, según el profundo antisemitismo de Verne. En cuanto a los mestizos, opulentos pero ociosos, egoístas y desprovistos de escrúpulos, les devora sobre todo su deseo de ascenso social. La simpatía de Verne gira sin duda alguna hacia los indígenas ansiosos por librarse del yugo de la opresión. Más allá de Martín Paz y sus hermanos, a los araucanos de Los hijos del capitán Grant se les califica de raza noble y brava por ser la única de las dos Américas que pudo impedir el dominio extranjero. Pero si los descendientes de los incas demuestran sus aptitudes en el arte de la guerra, los indígenas de los otros relatos, cuando presentan disposiciones guerreras, no brillan por su sentido de la estrategia. Amables anfitriones en Los naúfragos del Jonathan y, más aún, insensibles a la fiebre del oro, a diferencia de la comunidad establecida en la isla Hoste bajo el mando improbable del anarquista Kaw Djer, los indígenas son, en el resto de la obra verniana, ya perezosos apáticos, ya saqueadores crueles, en fin, unos salvajes que merecen más observaciones etológicas que etnológicas. Cuando no les penetra la santa fe cristiana, son supersticiosos empedernidos; cuando ignoran las suaves sonoridades del castellano, siguen en la barbarie; cuando persisten en el nomadismo, están perdidos para la civilización. Porque una agricultura y un comercio prósperos no se conciben fuera de la sedentariedad, según los conceptos sansimonianos o positivistas que tanto influyeron en el pensamiento económico del escritor. Y aun cuando los indígenas prosperan, el éxito de su empresa se debe a factores exógenos, como la obra civilizadora de algún sacerdote o europeo en El soberbio Orinoco. Toscos pero competentes en labores subalternas, conocen una condición obligada de sirvientes gracias a su buen conocimiento de la naturaleza y del terreno. Hace falta una circunstancia tan excepcional como una tormenta para que los papeles se inviertan y que los protagonistas de Los naúfragos del Jonathan ni se den cuenta de que manda un indígena.
¿Qué decir de la representación de los mestizos? Fuera de Martín Paz, se les retrata como una curiosidad etnográfica. Así Manuel Asunción y su "interesante familia" entre los "buenos" mestizos de El soberbio Orinoco. Necesitan la subordinación a una autoridad superior, por supuesto la de los blancos, para escalar los peldaños de la civilización. Una vez más, abundan los prejuicios. Y a los negros también, casi ausentes en los textos, se les asignan las faenas domésticas. Si fueran latinos, se les excluiría naturalmente de la votación, al igual que Mokó, el joven grumete neozelandés deDos años de vacaciones. Los que gozan de la mayor consideración, los que llegan a la altura de los paternalistas blancos extranjeros, los que inspiran el respeto son los criollos, pero también las figuras del "hombre nuevo" planteado por José Vasconcelos, con mayor razón cuando, depositarios del saber universal, pueden llevar a la humanidad hacia las formas más avanzadas del apologético progreso. Entre ellos ocupa un sitio significativo el doctor Moreno de El eterno Adán, presentado como sabio "de la nación mexicana". Si el etnocentrismo de Julio Verne, con todos los límites de la imaginería cultural europea del siglo XIX, favorece la expresión de una visión estereotipada y colonialista de América Latina, las luces, sin embargo, no tienen fronteras.
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1 El faro del fin del mundo y Los naúfragos del Jonathan, novelas póstumas no traducidas al castellano, fueron publicadas por Hetzel en 1905 y 1909 y modificadas —considerablemente en el segundo caso— por Michel, el hijo del escritor. Gallimard editó la versión original de Los naúfragos del Jonathan en 1999 bajo el título inicial En Magellanie. El examen del manuscrito, conservado en el Centro de Estudios Vernianos de Nantes, permite comprobar que Michel retocó y amplió la versión original de su padre. No obstante, Los naúfragos del Jonathan no es un texto atípico en la obra del novelista. Desarrolla, como en otras varias novelas, el mito del robinsonismo, aplicado ahí a la construcción de una sociedad utópica. Se nota también en la novela la desagregación, notable en sus últimos escritos, de su fe en la capacidad del hombre de establecer las bases de un mundo mejor.
2 Un drama en México fue presentado primero en la revista Musée des familles con el título Los primeros navíos de la marina mexicana encabezado por la mención "América del Sur. Estudios históricos". Se publicó en México en 1986 en la editorial Hexágono y en 2005 en la colección Sello Bermejo de la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, (Conaculta).
Martín Paz viene incluido en el volumen De la tierra a la Luna; Martín Paz, Ediciones Nauta, S.A., Barcelona, 2ª edición, 2004.
3 Edom fue escrito en 1903 y constituye la edición original de El eterno Adán publicado en 1910. Si numerosos comentadores de la obra de Verne le atribuyeron a Michel, el hijo del escritor, la redacción del cuento, aún no traducido, parece establecido hoy que los dos hombres lo escribieron en colaboración. Una vez más, el optimismo le cede el paso a una visión extremadamente sombría de la humanidad. Después de un cataclismo, la civilización, reanudando el mito de Sísifo, se reconstruye incesamente a partir de las ruinas de la precedente, y los hombres que la componen van perdiendo sus rasgos más "nobles" hasta conservar sólo su animalidad.
4 La codirección literaria del Magasin d’Éducation et de Récréation, fundado en 1864 por Pierre-Jules Hetzel, fue confiada a Julio Verne en 1867, mientras Jean Macé asumía la dirección científica de la revista.
5 Se podría también recordar anecdóticamente al polítco francés Aristide Briand. Por su labor de reconciliación recibió el Premio Nobel de la Paz unos veinte años después de la muerte del novelista. Fue en su juventud amigo del autor y le hubiera prestado su nombre al joven Briant, protagonista de Dos años de vacaciones, a quien los demás niños de la novela tienen en mucha estima.
6 "México, el primer viaje extraordinario de Julio Verne", Francisco Emilio de la Guerra, Correo del Maestro, núm. 107, México, abril 2005.
7 Martín Paz, capítulo IV.
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