martes, 3 de marzo de 2015

Apuntes de un musulmán barrendero de un templo budista Nichiren-Shû

Apuntes de un musulmán barrendero de un templo budista Nichiren-Shû

12/01/2000 - Autor: Abdelmumin Aya
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Joenji
A pesar de la amable insistencia de los que me han preguntado por mi estancia de unos meses en un templo budista japonés, lamento tener que confesar que de la espiritualidad japonesa no he averiguado más que cómo se barren las hojas caídas del patio del templo Joenji en Tokio. Ningún otro conocimiento, ninguna otra experiencia. Oía los sutras desde el patio mientras pasaba la escoba por encima de las piedras y se iban conmigo las hojas caídas como una magia. Algunas veces habían caído de un modo hermoso y yo no sabía qué hacer, si quitarlas o no. Especialmente en la tumba del monje que fundó este monasterio; allí siempre estaban las hojas caídas en su sitio: en mitad de la gran Roca, en el círculo de agua del recipiente de piedra que recoge el agua de lluvia... A veces tomaban los huecos de las grandes rocas y estaban allí como si siempre hubieran estado allí.

Aprender he aprendido poco, pero servir me ha servido de mucho: he aprendido a barrer como si para la continuidad de la Creación no hubiera un trabajo más trascendental. He aprendido que no se barre para recoger las hojas caídas, porque las hojas siempre se están cayendo. He aprendido de las piedras sobre las que pasaba la escoba a respirar, el principal de los signos que nos dijo el Corán que se encontraban en nuestros cuerpos, la Vía de los que nada necesitan salvo de su Señor. Y he aprendido a diferenciar una hoja de una piedra.

La piedra está viva; la hoja caída, no. La piedra permanece, la hoja cambia. Ciertamente, hay entre ellas una estrecha conexión: la piedra está viva, mientras que la hoja caída se hace tierra y produce nueva vida. Vida que acabará siendo piedra, del modo que Allah sabe.

Fue un monje tonto quien me lo enseñó. Uno de esa clase de hijos que libran a un padre japonés de la vergüenza cuando deciden hacerse monjes; me vió meterme una piedra en el bolsillo en cierta ocasión, y me dijo: "Lo comprendo... Las hojas van a la tierra o se queman ahí detrás, ..¡pero las piedras siempre están ahí!". Y repitió: "Ellas están ahí...Ellas sí que están ahí...". y rió como si hablase solo, como si yo no estuviera presente.

Si lo hubiese dicho alguien de apariencia más despierta, habría entendido que quería decir que el resto de todos nosotros no llegaba a estar en ningún sitio1. Cualquier forma, no puedo olvidar ése "Ellas sin que están ahí", porque a veces los tontos dicen cosas fantásticas. Las piedras hacen a la gente, atrayéndonos, esperándonos, presintiéndonos, dándonos de su quietud... Al menos hacen a aquellos que se dejan hacer, como estos monjes del templo de Nichiren que aprenden de ellas. Una piedra es un Buda.

Los japoneses no adoran a los Budas, adoran a las piedra. Y adoran a las piedras no por sí mismas sino por la delicadeza que en ellas se esconde y por su quietud. Una piedra es un Buda, esto sí que lo he comprendido. Cada una de ellas con su poder especial, con su suavidad de piel de mujer, sabiéndose acariciar al igual que ellas. Las piedras se desperezan de la noche, se limpian de la lluvia caída y se preparan con una nueva piel -que les nace de ser barridas- para el nuevo día de sol que acompañará al canto de las cigarras.

Aunque no aprendí gran cosa, sí sucedieron algunos encuentros excepcionales:

Aquel día me había levantado a las cinco de la mañana, dos horas antes de lo acostumbrado, e hice mi jornada de limpieza de patio, como todos los días. A las 8:00 pasó el prior por el patio, y seguramente vió las hojas que habían caído desde que yo acabara mi trabajo a las 6:00. Me mandó llamar. Al pasar por el patio en dirección a su habitación comprendí a qué podía deberse la inusual entrevista:

- "¿Has hecho hoy tu trabajo?"

- "Sí" -contesté- "pero es que barrí muy temprano..."

- "No te pregunto cuándo barriste, sino si has hecho tu trabajo", -me contestó con amabilidad-.

- "Esas hojas que ahora están, antes no estaban" -le dije sin dejarme intimidar...

- "Pues ése es el problema...¡ que sólo barres las hojas que están". Nosotros no necesitamos que barras. Las hojas no necesitan ser barridas; sólo tu eres el que necesitas barrer". -me dijo a la cara con una energía y una fuerza que no aparentaba tener"

Por un momento no sabía si hablaba con un loco o con un hombre en su juicio. Al principio pensé que su salida fue una reacción a una postura inflexible de mi parte, y que en realidad la entrevista se debía a algún otro motivo que nunca se reveló, por haberla desviado mi cerrazón. Luego pensé que quiso transmitirme un conocimiento.

No estoy familiarizado con este tipo de sabiduría, pero no obstante me sé privilegiado por poder transmitir un auténtico koan de nuestros días. Quizá algún día aprenda a barrer "las hojas que no están"; a verlas, a sentirlas, a conjurar a la existencia entera. Hasta el día de hoy he hecho mi camino de pequeñas cosas como el sentir el tacto de las hojas caídas. Al igual que nos entrenamos en Ramadán durante días enteros a saber apreciar el milagro que es un sorbo de leche o un bocado de dátil, tras un buen rato amontonando hojas, a la hora de recogerlas con la mano, nuestro tacto es extraordinariamente sensible a su textura delicadamente quebradiza.

Un monje chino vecino de pasillo me explicó que el prior quería poner en evidencia la cortedad de mis puntos de vista. Yo me limitaba a ver una hoja y luego a barrerla; si no había hoja, entonces el barrer dejaba de tener sentido. Me dijo: "¡Eso es estar dependiendo de las hojas!". Y tenía razón. Mi acción no debía de tener un objetivo o sólo lograría ese objetivo. Pero la verdadera meta de la acción, de toda acción, es trascender. Ese es el sentido de la acción cuando el hombre no limita el alcance de su acción. ¿De qué me serviría barrer todos los días el patio del templo si no aprendía nada?. De hecho, daba completamente igual que el templo estuviese enterrado en hojas caídas. Los grandes santos japoneses eran indolentes y no barría los pequeños patios de sus templos. Mi vecino chino concluyó: "La hoja caída no tiene menos la naturaleza del Buda que el resto de los seres vivientes".

Acepto todas las formas del hablar humano que me comuniquen el sagrado respeto que le debemos al mundo. Y por eso me pareció ridículo decirle que tan cierto es que creía que todos los seres sentientes participaban de una naturaleza sagrada, como que en árabe al puro sentir de los seres -a su capacidad de sentir- le llamamos "Allah". Pero no sólo las sensaciones de los seres que creemos que sienten; también las de aquellos seres cuya forma de estar en el mundo ignoramos. Creo en la sensación pura. Mejor dicho, me postro ante todo lo que puede ser sentido, me complazca o me destruya. Ese Buda de Misericordia infinita cuya inmensa bondad conduce a la salvación a todos los seres sentientes es sólo la parte de Allah que podemos amar. Buda es la mitad del Dios ante el que me postro.

El Budismo tiene que considerar ilusión lo que no puede aceptar de la realidad, esto es, de Dios, porque es un dios a la medida de la capacidad del hombre. Allah es el Dios Absoluto, de los seres conocidos y los por venir, del hombre, la ameba y la piedra; no es un dios a escala de la comprensión o la sensibilidad humana. Él es indiferente a ser aceptado o rechazado por nosotros. Ante Él somos sólo cosas que piensan ser cosas. Lo único real de nosotros es Él. El Islam acepta la realidad total, guste o disguste al hombre, y ante ella se postra. No hay más que Allah en nuestro Universo, un universo que no sufrirá ya más amputaciones de parte de las religiones. No hay más que el puro sentir.

Pero sólo Allah sabe.


1 Sólo Allah es lugar

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