En situaciones extremas se percibe que el verdadero riesgo para la libertad de prensa se localiza en el fanatismo, lo mismo de la derecha que de la izquierda. 

Por deslindarse del caso Aristegui, el periodista Ezra Shabot recibió graves amenazas condenando su formación judía.

Más que paradójico, es contradictorio y deleznable que la defensa del espacio de Carmen Aristegui haya llegado ya a situaciones peligrosas de antisemitismo. De hecho, las amenazas contra Shabot rayan en el discurso de odio porque lo condenan no por sus posiciones periodísticas sino por antisemitismos que recuerda los tiempos del nazismo.

Si en países de Europa se castiga la posición política de negar el holocausto, aquí en México se debería condenar y sancionar penalmente los discursos de odio contra judíos. Hasta hace poco el antisemitismo estaba articulado a la derecha mexicana (ver La judeofobia mexicana: raíces y consecuencias en la derecha mexicana, de Samuel Schmidt y Diego Martín Velázquez, revista El Cotidiano, mayo-junio 2014), pero ahora se perciben datos de que el antisemitismo se asienta en la izquierda social antisistémica.

El antisemitismo está vinculado al totalitarismo, como lo recordó Federico Reyes Heroles el martes en su artículo en Excelsior (#todossomosEzra) a Hannah Arendt. 

Pero el asunto va más allá y contamina a la izquierda, seguramente como relación de hechos con el activismo iraní y palestino contra Israel. Ante la pasividad de EU, el antisemitismo iraní ya se coló a América Latina vía la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, y las alianzas de la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner con Irán y sus complicidades para cubrir el atentado antisemita de 1994.

El antisemitismo tiene también raíces fascistas, como lo estudió Theodor Adorno en 1950 en su monumental encuesta La personalidad autoritaria y las tres tendencias antidemocráticas: el antisemitismo, el etnocentrismo y el conservadurismo político.

La exclusión política, disfrazada de fundamentalismo unidireccional, como el que han demostrado los seguidores de Aristegui, proviene de enfoques religiosos conservadores, entre ellos el maniqueísmo al que es muy dado, por ejemplo, López Obrador y en el que se asientan opiniones de seguidores intelectuales de la conductora.

Ese fundamentalismo muy a la Savonarola anima a los seguidores de los liderazgos populares que raya en la religiosidad. A ellos se refirió Maquiavelo en una carta de 1497: quieren hacer un partido político a partir de una idea moral, dividendo a la humanidad en dos bandos, “uno que milita con Dios, el suyo, y otro con el diablo, el de sus adversarios”. Este maniqueísmo ciega a los fundamentalistas que luego discurren en discursos de odio.

Las amenazas antisemitas contra Shabot provenientes de seguidores de Aristegui tienen una doble noción: la de rechazar la disidencia como esencia de la democracia y exigir por tanto la adhesión incondicional a liderazgos sociales antisistémicos y fundamentalistas, y la de develar tendencias fascistoides que han sido condenadas por la historia. Preocupan las amenazas contra la familia de Shabot, sin que la CNDH se haga presente.

La esencia de una política democrática es no sólo el respeto a las opiniones de los demás sino la tolerancia. Por eso resulta contradictorio defender a Aristegui desde posiciones radicales de exclusión, antisemitas y totalitarias. 

Pero de muchas maneras esos comportamientos fascistoides dibujan la realidad de que no se defiende la libertad sino que se busca aplastar a quien no piense igual.

Lo grave es que la defensa antisemita de Aristegui perfila polarizaciones regresivas que caracterizan los verdaderos objetivos no democráticos de quienes exigen con violencias fascistoides la democracia excluyente.

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