El día después de los refugiados que huyen de la guerra y la miseria
“Cuando atravesaba el desierto del Sahara sabía que iba por el camino correcto porque seguía viendo cadáveres. Tenía la seguridad de que si dejaba de ver muertos me había confundido y el próximo en morir iba a ser yo”. Testimonios como el que relata en primera persona un migrante africano afincado en Cantabria son habituales en el día a día de Sandra García, responsable del Programa de Atención a Refugiados de Cruz Roja y coordinadora del Centro de Migraciones de Torrelavega desde hace casi diez años.
Esta conversación se quedó grabada a fuego en su memoria y está siempre presente cuando debe atender a cada una de las 75 personas de todas las edades y nacionalidades que ocupan actualmente este antiguo hospital, ciudadanos llegados desde miles de kilómetros de distancia, que lo han dejado todo en sus países de origen y que han pasado prácticamente todas las miserias imaginables en su tránsito por medio mundo.
“Cosas así te ponen los pelos de punta. Así es el viaje de muchas personas. Él lo contó, pero muchos no lo cuentan. Algunos tienen la capacidad de llegar aquí y olvidarse de todo ese sufrimiento que han acumulado a lo largo de los tres, cuatro o cinco años que han tardado en venir”, relata esta trabajadora de Cruz Roja, que junto a otros 20 compañeros -psicólogos, educadores, trabajadores sociales, traductores…- atiende a las necesidades de los usuarios del centro fuera de los focos y de los titulares de la prensa.
Y es que la crisis humanitaria de los refugiados en las fronteras de Europa, que ha saltado a los medios de comunicación de forma insistente en los últimos meses, lleva demasiados años golpeando en silencio, sin tanta atención ni recursos disponibles por parte de las instituciones. Sin ir más lejos, el edificio de Cruz Roja en Torrelavega, que abrió sus puertas para este cometido como consecuencia de la guerra de Kosovo en 1999, lleva más de dos años con todas sus plazas completas.
Jóvenes o mayores, familias completas, niños procedentes de Palestina, Irak, Afganistán, China, Irán, Venezuela, Colombia, Mongolia, Congo, Eritrea, Somalia, Etiopía, Costa de Marfil o Madagascar conviven en un centro en el que, sin embargo, la nacionalidad mayoritaria es la ucraniana. El conflicto que desangra el país europeo sigue en marcha sin tanta atención mediática como ocupa actualmente la guerra en Siria, pero con las mismas consecuencias nefastas para su población.
Aunque físicamente nos encontramos en un edificio, administrativamente son dos centros. Uno, que depende del Gobierno de Cantabria, tiene 25 plazas y atiende principalmente a inmigrantes indocumentados. También ayuda a personas con altas vulnerabilidades: una mamá con un niño, personas enfermas… que llevan poco tiempo en España y tienen dificultades en la comprensión y en la utilización del lenguaje. El otro centro depende del Ministerio de Empleo y Seguridad Social y dispone de 50 plazas para solicitantes de protección internacional, lo que ahora mismo conocemos como refugiados.
“En realidad no son refugiados hasta que el Estado los reconoce como tal, cuando se decide su situación final. Es sutil, pero hay diferencias entre una figura administrativa y otra. A todo aquel que huye de su país deberíamos considerar que es un refugiado, independientemente de cuál sea la causa. Son todos migrantes, pero las razones por las que salen de su casa son las que diferencian a unos y a otros para la Administración”, explica la responsable del Centro de Cruz Roja en Torrelavega.
Las solicitudes de asilo han crecido exponencialmente en los últimos años, hasta superar cualquier tipo de expectativa. Una vez aquí, comienza el trabajo de integración y el laberinto burocrático que debe resolver si tienen derecho o no a quedarse en España. “Los refugiados deben asimilar que lo han dejado todo atrás, que van a empezar a vivir en nuestro país como si acabaran de nacer”, reconoce Sandra García.
De entrada, tienen medio año de estancia en el centro y, en el caso de alta vulnerabilidad, tres meses más de prórroga. Las excepciones son muchas. Los primeros seis meses disponen de permiso de residencia, pero no disfrutan de permiso de trabajo. Nadie los va a expulsar, pero no pueden trabajar.
En ese periodo se trata de conocer el país, conocer la cultura y el idioma para que luego se puedan desenvolver por sus propios medios. “Excepto los movimientos mecánicos de andar y poco más, lo tienen que aprender todo de cero; la mayoría se enfrentan a un idioma y a una cultura nueva”, reflexiona la encargada del Programa de Atención a Refugiados de Cruz Roja.
Trabajo de integración
Aquí tienen tres niveles de clases de castellano, empezando por el nivel básico, para el que no se sabe ni una palabra, y terminando en uno en el que, más o menos, pueden mantener una conversación y desarrollar su vida diaria. A los niños no les cuesta nada y en dos o tres meses son uno más en el colegio. A veces eso provoca que las familias utilicen a los más pequeños para comunicarse, una situación muy delicada, que convierte a los niños en adultos demasiado pronto, porque se enfrentan a problemas que ellos ni siquiera tendrían que conocer.
También desarrollan un plan de empleo y acuden todas las tardes a talleres de integración, donde conocen las costumbres españolas y algunas pequeñas actividades que son cotidianas para los españoles, pero que alguien recién llegado no sabe cómo afrontar. Deben aprender cómo se pide una cita al médico o por qué es importante estar empadronado.
Se da la paradoja de que después de pasar circunstancias tremendamente duras, a veces al llegar aquí se relajan, lo que genera problemas de adaptación cotidiana. Aquí hay unas normas, un horario, que deben aceptar. “Son 75 personas en total, cada uno con su historia, sus antecedentes, su mochila muy cargada. Son capaces de llegar desde Camerún y perderse para ir a la parada del autobús o al centro de salud que está a 50 metros. La mayoría de ellos salen adelante porque son sorprendentemente fuertes”, cuenta Marcos Pérez, el psicólogo del centro.
Algunos tienen en su país una vida normalizada, con su entorno, un trabajo, una casa… y de repente tienen que agarrar una maleta y salir con lo puesto. “La expectativa es la de llegar a un país en la que su vida no corra riesgos y vivir como hasta entonces, pero eso no es tan sencillo. Hay que adaptarse a la nueva vida, a las nuevas costumbres, hay muchísimas dificultades añadidas”. Hay gente que lleva años en España, por ejemplo, y no ha conseguido homologar sus estudios.
Una gran familia
El centro está organizado para que cada planta funcione de manera independiente, con su comedor, su cocina, sus baños y sus zonas de ocio comunes. Ahí desarrollan su vida como una gran familia, con un protocolo que intenta que los usuarios de la misma nacionalidad no coincidan, para que la integración sea mayor y el aprendizaje del idioma resulte más sencillo. “La integración tiene que ser de doble dirección: tenemos que querer nosotros como sociedad y ellos como individuos. Y si eso no funciona, es muy complicado integrar a nadie”, explica la responsable de esta instalación.
Como recuerdan los trabajadores de este Centro de Migraciones de Torrelavega, todo el que está aquí tiene sus problemas, ninguno ha venido de vacaciones. “Siempre es más fácil tener un poco de sensibilidad hacia el otro cuando tú también lo estás pasando mal”, explican ante una pregunta sobre los problemas de convivencia que pueden surgir cuando comparten techo personas tan distintas.
Y es que los usuarios tienen libertad de movimiento fuera del centro, pero no dentro de él. Las plantas son cerradas y funcionan en conjunto como si fueran una vivienda. Se hace por una cuestión de seguridad y de intimidad, y se propicia el encuentro en los espacios comunes y multiusos, que disponen de televisión, ordenadores con conexión a internet, gimnasio, juegos o guardería, entre otras cosas.
Los usuarios lavan, tienden y planchan su ropa. También se encargan de la limpieza y del orden. Y al cargo de todo está Carmen Rodríguez, a la que todos han bautizado cariñosamente como Mamá Carmen. Ella ejerce como gobernanta del Centro de Refugiados desde el 1 de enero de 2007 y es, literalmente, la que abre el centro con llave por las mañanas.
“Funcionamos de forma colaborativa e intentamos que adquieran buenas costumbres. Aquí hay gente que cuando llega no sabe hacerse la cama, por ejemplo. Hemos tenido temporadas en las que algunos se tiraban al suelo a dormir. Estamos preparados para atender a cualquier tipo de población: personas solas, mamás con niños, papás con niños, familias completas, ancianos… No todos tienen las mismas necesidades”, comenta.
Como parece lógico, reconoce que hay una parte personal que “llega muy dentro”. “Hay muchas cosas duras, pero cuando salen adelante, gratifica mucho. Cuando viene un usuario al cabo de años y te cuenta que le va bien, supone una alegría increíble. Es una felicidad tremenda cuando consiguen los papeles y resuelven su situación legal”, explica entre risas y lavadoras, en la habitación en la que enseña a los recién llegados a hacer su colada.
Los problemas comunes
Los síntomas de estrés y los trastornos del estado de ánimo, la dificultad para conciliar el sueño, los problemas de salud derivados de un estrés muy intenso y muy prolongado, los problemas de adaptación al entorno o con la alimentación… Todos ellos son lugares comunes entre los que llegan a este Centro de Migraciones ubicado en la capital del Besaya.
Para Marcos Pérez, su psicólogo, a pesar de las circunstancias excepcionalmente duras que han pasado, o precisamente por eso, los que llegan son gente muy fuerte física y mentalmente, con una gran capacidad de recuperación. Se produce una triste y auténtica “selección natural”.
El aspecto clínico es un poco especial, y es que las herramientas, las dinámicas y la forma de trabajar no tienen nada que ver con lo que se practica habitualmente. “Los principios son los mismos, pero las barreras culturales y del lenguaje son tremendas”. Aquí hacen terapia en inglés, en francés, en árabe, en chino o en ruso, en lo que haga falta, pero con la dificultad añadida que supone eso.
“No se puede obligar a nadie que no quiere estar aquí. Yo no voy a su caza, sino que estoy dispuesto a atender a todo el que acuda. Hay gente que tiene sus propios recursos y los desarrolla bien, por lo que no necesita una intervención directa. Algunos tienen una capacidad de adaptación a lo negativo que te deja pasmado. Son los más fuertes de los más fuertes, pero es importante no hacerles revivir su historia una y otra vez, porque han superado situaciones muy dramáticas”, asegura Marcos Pérez.
Un largo camino por delante
Las cosas han cambiado mucho en los últimos tiempos. Los trabajadores del centro han constatado que ahora llegan menos subsaharianos, porque se ha notado un descenso del migrante económico, probablemente porque las mafias sacan más dinero transportando a gente con mayor poder adquisitivo, como pueden ser los sirios. “En algunos países son tan pobres que no se pueden permitir ni el viaje”, subraya Sandra García.
Como el centro está saturado desde hace años, ahora están trabajando en aumentar el número de plazas disponibles gracias a dos pisos cedidos, en este caso, por el Ayuntamiento de Santander, que les permitirán acoger a otras diez personas. Cruz Roja está en contacto directo con el Gobierno de Cantabria y espera que se concrete en las próximas semanas el plan para recibir a refugiados del que tanto se ha hablado.
En cuanto a los recursos, opinan que si hay dinero estarán preparados para responder ante esta emergencia humanitaria. Si hay voluntad política. “El trabajo no es traer a los refugiados, sino que comienza en el momento en el que llegan. Yo soy optimista, tenemos una sociedad que es capaz de ver más allá de sus propios problemas y miserias. Somos muy solidarios y se ha notado en la crisis. No es un tópico que la sociedad española es solidaria, se demuestra con datos”, concluye.
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