Templo celeste, templo terrestre: la Alhambra, rosa de alquimia y crisol del oro filosófico (II)
La Sabiduría hermética coagulada en arquitectura: mística, filosofía, número, astronomía, poesía y geometría de la luz
20/04/2015 - Autor: Ángel Alcalá Malavé - Fuente: Investigación del autor
De la matemática sagrada
En toda la Alhambra se halla presente el número con una intención sagrada, dentro de una cosmovisión religiosa que no contemplaba ningún campo del Saber desde otra perspectiva, ni siquiera entre los fríos muros del álgebra o la matemática, pues eran muy conscientes que detrás de los números existía –y sigue existiendo, pues las leyes de la creación son eternas- una ley de analogía para acercar por imitación aquello que se pretendía del Cielo. Por ese motivo eligieron 37 torres, ni una más, ni una menos. Pues en clave hermético-simbólica, ese número representa a Saturno en la esfera de Venus, y con ello se pretendía proteger con un muro (con el frío y seco Saturno, siempre sólido, y por eso en el microcosmos rige a los huesos) a Venus, es decir, ese canto a la Belleza y la armonía que es la Alhambra, y por encima de ellas, a la paz, el amor, la Sabiduría encarnada en un palacio construido desde las claves de la cadena profética que culminó con el Profeta –s.w.s- al anunciar el Islam. Podrían haber elegido otro número (v. Ibn Arabí y el número del azufre rojo), pero ya sabemos por qué optaron por éste…
Algunos matemáticos de hoy descubrieron asombrados cómo era posible que en la Alhambra se hallaran presentes los 17 grupos cristalográficos distintos que permite la naturaleza, hecho que fue confirmado en 1.891 gracias al teorema de clasificación de Fedorov (v. Rafael Pérez Gómez, Un matemático en la Alhambra, Física en acción 5). Nunca antes de esta fecha habíase construido otro Palacio con los mencionados 17 grupos. Pero resulta paradójico observar cómo desde los cánones de la ciencia actual se constatan leyes eternas que ya fueron descubiertas por los alquimistas (v. Ibn Habib, primer alquimista andalusí), pues tras ese número existe una evidente afinidad con el Nombre Secreto de Dios, ese nombre que Salomón colocó debajo de su famosa Mesa. Y esos 17 grupos cristalográficos reflejan la cristalización de esta verdad.
Y por dicha ley de analogía, existen, por ejemplo, siete tipos diferentes de frisos, a imitación de las siete esferas planetarias. Y más afinidades, algunas de las cuales analizaremos aplicando el mismo rigor académico exigible, pues evidentemente la simbología del número puede causar teorías fascinantes si se las quiere ensamblar con la intención hermética de los constructores de la Alhambra, pero siempre y cuando se hilvanen con los hilos de oro de la lógica y la razón inherentes a la Filosofía hermética, y no adecuando una interpretación posible a un número por muy sagrado que fuere. Por ejemplo, por más que existan doce baños entre la colina de la Sabika y el Yabat al-Arus, no hemos de colegir que representen a los doce signos de la rueda zodiacal, pues ningún signo hermético aparece en ellos del que pueda inferirse este aserto. Pero sí es evidente que a la entrada de las tres salas centrales de los baños construidos por Yusuf I existe un símbolo hermético que habla por sí solo: dos leones de los que, a modo de surtidores, manan agua caliente y fría, que representan las dos polaridades sulfur-mercurius que emanan del Creador y que darían lugar a la teoría de los cuatro elementos hipocráticos, a los que aplicando las cuatro cualidades –frío, calor, sequedad y humedad- servían de espejo para categorizar todo lo creado, como bien refleja la Estrella de Ocho Puntas tan representada en las bóvedas de algunas de las salas más majestuosas.
Siguiendo las directrices de este mismo razonamiento, no podemos inferir ningún argumento hermético en las 124 columnas existentes en el Patio de los Leones, por más que sumen el perfecto número siete, pero sí de su agrupación en 1, 2, 3 y 4 columnas, pues al sumar todos esos números obtendremos el número perfecto de los pitagóricos, el diez –que también representará la Memoria-, algo perfectamente lógico dentro del rotundo simbolismo alquímico que encierra la Fuente de los Leones, como veremos al final de este estudio. Una Fuente de los Leones donde, por cierto, también aparece la sección áurea. Y muy probablemente, las columnas de este Patio representan, como muy bien vio Antonio Enrique, ese Oasis de Saba que se describe en la Sura 34 del Noble Corán, en la que precisamente se menciona a…Suleyman b. Dawud: Salomón, hijo de David.
De modo que sí existe una hermética analogía entre el número y el simbolismo que se quiso representar en cada uno de los lugares del Palacio donde la huella alquímica es más evidente. Así, si nos detenemos en la bóveda del techo de Comares, tan precisamente estudiada por Darío Cabanelas (v. La antigua policromía del techo de Comares en la Alhambra, Al-Ándalus, vol XXXV, nº 2, 1970, pp. 423-452) comprenderemos mejor su sentido oculto desde la perspectiva hermética del número. Mas, como afirmamos en párrafos anteriores, éste remitirá a la geometría, ésta a la astronomía, y ésta a la poesía, y todas girando entre sí luminosas y resplandecientes en un diálogo secreto y mágico que, como en los diamantes, establecentodas las caras de su poliedro, y de modo tan hierático y silencioso como la Esfinge de Gizeh, pero infinitamente más adornado con los majestuosos brocados de una novia engalanada por los atributos de la Belleza. Por eso, los ocho tipos diferentes de figuras existentes en el techo representan a los siete cielos astronómicos más la Tierra, eso mismo que también significará la Estrella de Ocho Puntas. Y las diecisiete figuras de un azafate representan esa oculta afinidad con el Nombre Secreto de Dios al que anteriormente hicimos mención, al igual que los diecisiete azafates que componen una solitaria figura.
En el segundo cielo de esta bóveda existen doce rosetones o lacerías que –éstos sí- apuntan directamente a los doce signos zodiacales, pues la bóveda en su conjunto es una representación del Cielo y de la creación del Universo desde el Espíritu a la materia, desde el Trono al denso mundo sublunar de la Tierra. Y todo este significado se complementará con las perspectivas astronómicas y poéticas que veremos en sus epígrafes correspondientes, pues todos juntos, como las ramas de un solo árbol, representarán las flores y diamantes que, como estrellas, cuelgan de ese Árbol del Universo que tan excelsamente cantó Ibn Arabí –o Ibn al Jatib en su Jardín de la definición del Amor Supremo-, y que por eso mismo, está representado en una bóveda donde queda perfectamente reflejado el contenido que el gran Ibn Arabí dedicó al Profeta –s.w.s.- en su Fusus al-Hikam.
Constata Darío Cabanelas en su excelente estudio (v. La antigua policromía del techo de Comares en la Alhambra, al-Ándalus, vol. XXXV, nº2, 1970, pp. 423-452) que en total suman “999 las piezas de cada una de las ocho secciones o zafates de la bóveda”, pues hasta en esos mínimos detalles los alarifes de la Alhambra comprendieron que debían aplicar la ley de analogía, pues a través de ese número se remite a las nueve Musas hijas de Mnemósine –“las nueve alcobas hijas de la Excelsa Cúpula”, afirmará un precioso poema del Palacio- que dotarán a la poesía de un significado hermético que la aguas del tiempo han ido borrando de su primigenia función.
Y cerremos este epígrafe dedicado al simbolismo del número con otro análisis que apunta directamente a la médula de la alquimia. A nadie escapa que el invisible reloj de arena que anida en el seno del Tiempo ha ido deteriorando los colores, palabras y detalles con que la Alhambra fue decorada, y por eso mismo a través de las reconstrucciones realizadas sobre ella, por más que primorosas manos quisieran imitar su estado original, a veces no ha logrado respetar ciertos detalles que, por mínimos que fueran, encerraban un hondo significado hermético. En un laborioso estudio efectuado por Antonio Orihuela y titulado La conservación de alicatados en La Alhambra durante la etapa de Rafael Contreras (1847-1890): ¿Modernidad o provisionalidad?, inserto en el libro La Alhambra: lugar de la memoria y el diálogo (Patronato de la Alhambra y el Generalife, 2008), su autor se lamenta de la reconstrucción efectuada en la Sala de la Justicia en los siguientes términos: “Sin embargo resulta curioso que no se imitase el color rojo-violáceo de algunas cintas que conforman octógonos frente a las estrellas de ocho puntas, siendo asimilado al color azul. Por otra parte, las cintas que debieran ser verdes, presentan ahora un color azul claro, quizás debido a una variación de sus pigmentos por la acción de la luz solar” (op. cit., p. 139). Ese color rojo-violáceo, unido al simbolismo del número que veremos a continuación, hace referencia al azufre rojo (v. Ibn Arabí y el número del azufre rojo), tal y como certificamos al proseguir la lectura del siguiente párrafo del mencionado autor:
“Otros operarios efectuaron las tareas correspondientes a sus respectivos oficios. Francisco Junco, marmolista, suministró en mayo de 1879 las `columnas, capiteles y mensulillas de mármol blanco para los ajimeces del Patio de la Mezquita´. La actuación terminó en diciembre del año siguiente, cuando Miguel Cuesta confeccionó `550 carretes para las celosías´, mientras A. Aragón estuvo arreglando los adornos en el zaguán de paso en doble recodo `del patio de la Mezquita al Patio del Estanque´ (A.H.A., Leg. 319-5 nuevo) (op. cit. p. 139)”. Si estudiamos la escala de evolución espiritual de los seres humanos en la Tierra propuesta por Yabir Ibn Hayyán en suLibro de los Cincuenta, comprobaremos que desde la cúspide representada por el Iman al último peldaño de la pirámide, llamado el Detentor de la Autoridad (du l-amr), existen cincuenta y cinco fases, a imitación de las cincuenta y cinco esferas propuestas por Aristóteles, porque como es Arriba es Abajo. Y por eso al gran Ibn Arabí se le denominó el “azufre rojo” en el sufismo: porque él había llegado a la cúspide rojiza de dicha escala, y por eso cita a 55 maestros en su Risalat al-Quds, y deja para la posteridad 550 manuscritos: porque había llegado a la totalidad de sí mismo.
Y esa diferencia existente entre la pureza absoluta del Cielo en cuya cúspide se halla el Trono de Dios, frente a la densidad de la mancha oscura de la Tierra y sus habitantes es representada en la Alhambra doquiera que posemos la mirada. Sin salir de la Sala de la Justicia, nos encontramos con 12 columnas semi-octogonales situadas en frente de otras seis columnas, y con ello se quiso reflejar a la justicia perfecta del Cielo –ahí sí, las doce columnas representan a los doce signos zodiacales- en contraposición con su exacta mitad, pues la justicia de los hombres jamás alcanza la del Creador, al tiznarse con el barro manchado de los intereses mundanos y con la imperfección propia de nuestra humana condición.
En atención a esa misma jerarquía ontológica, el Palacio de la Alhambra reflejará la cumbre más elevada en la Torre de Comares (norte) como sede del Paraíso, y al sur de ella veremos la Puerta de los Pozos (Bab al-Gador), denominada Sala de los Siete Suelos porque representa los siete círculos del infierno, y por eso cada piso es de un tamaño menor a medida que descendemos, y ahí queda representado el Zaqqum o árbol del infierno. No cabe duda, como bien demostró Asín Palacios en La escatología musulmana en la Divina Comedia que todo este conocimiento influiría poderosamente en Dante. Y me atrevería a decir que, a través de Dante, en otros importantes filósofos neoplatónicos italianos, como el misterioso Giordano Bruno, cuya teoría de la luz es un puro reflejo de los israqiyyun o metafísicos de la luz persas. Mas toda esta jerarquía ontológica y las claves herméticas que implican se verán más nítidamente reflejadas en esa faz del diamante alhambrino que podremos deducir a partir de la astronomía preciosamente tallada en las bóvedas de sus salas, adornadas como novias majestuosas a la espera de desposarse con el Amado. “Incrustarse los astros allí quieren”, esculpirá un tallista de la poesía hermética como fue Ibn al-Jatib. Y como los sabios alarifes también eran conscientes de ello, procuraron que esa Luz emanara tan filosóficamente como describían los manuscritos de los propios sabios andalusíes.
He ahí la hierogamia, el matrimonio místico de Cielo y Tierra presente en numerosas mitologías del mundo, y en sus religiones, que aluden a ese huevo cósmico partido en dos mitades que mutuamente se reflejan para que el hombre despierto regrese de nuevo por una Senda de luz hacia el Espejo celeste, y pueda así reposar en brazos del Amado, con su amada transformada. ¿Y quién puede dudar que los alarifes de la Alhambra procuraron engalanarla con los más bellos atributos y adornos para que resplandeciera de majestad y belleza en todos sus símiles? Tal vez esto explique esa ansia de perfección absoluta que existe en todos los detalles que aún nos siguen asombrando en este conjunto arquitectónico. Tal vez esta conjunción explique, a su vez, la sensación de embriaguez y éxtasis interior que como un sagrado hálito penetra en el visitante que, al querer reflejar esa misma sensación de grandeza que le embarga a través del lenguaje, no puede evitar palabras labradas con los corales del preciosismo y la intensa lira de la magnificencia.
De la astronomía
Ibn al-Raqqam (1250 – 1315) fue, según los libros al uso, un importante astrónomo murciano que acudió a la llamada del rey Muhammad II para instalarse definitivamente en la capital nazarí. De sus obras destacan sobre todo las tablas astronómicas (v. Al Ziy al-Mustawfa de Ibn al Raqqam, AQ, 2003) y un tratado de gnomónica conocido como Epístola de la ciencia de las sombras (Risala fi ilm al-Zilal), donde estudia precisamente, entre otras cuestiones, la sombra proyectada por el alminar de la mezquita según las horas del sol para que, atendiendo a ese aspecto, realizara el almuecín sus cinco llamadas a la oración. Pero como en todo sabio embebido de hermetismo, en algunos de sus libros existe una lectura literal y otra oculta (v.Astronomía mística en al-Ándalus), y será precisamente en dos de ellos donde disemine las letras en polvo dorado de una perla preciosa: las dos estrellas a las que fue consagrada la ciudad de Granada buscando el manto de su protección, esas dos estrellas a las que hace referencia…la Sala de las Dos Hermanas. Y esos dos libros son su al-Ziy al-qawin y al-Ziy al-shamil.
Muhammad II (1273-1302), por su parte, no fue un rey preocupado únicamente en los asuntos de la guerra y las turbulencias propias del poder, como bien desliza Ibn al-Jatib en su Historia de los Reyes de la Alhambra (Al-Lamha al-badriyya), tomándolo a su vez de su obra Turfat al-asr:
“Este sultán era único entre los reyes en punto a magnificencia, bravura y firmeza (…) Era de buena figura y de perfecta complexión, miraba las cosas muy de lejos; era de carácter noble, de gran constancia y sabía esperar. Gobernó después de su padre, a cuyo lado actuó como visir. Siguió su conducta y continuó sus directrices de halagar a sus enemigos y prodigar las limosnas; pero le excedió en otras cualidades, como el tener buena letra, escribir bellos tawqíes (resoluciones a peticiones de súbditos que se escribían al dorso de las mismas), distinguir a los sabios –tales como médicos, astrónomos, filósofos, escritores y poetas- y el componerversos y gran número de sales y donaires ingeniosos” (Ibn al-Jatib, op. cit, Ed. Universidad de Granada, 2010, p. 142). Obsérvese que la palabra “filósofo” es por la que ha optado el traductor de este libro al querer trasvasar el contenido de la palabra “hukama”, mas como bien saben los lectores de estos estudios sobre hermetismo andalusí, con dicha palabra se designa a ese sabio integral que cultivaba todas las ramas del saber, incluida la alquimia, pues de hecho, el gran filósofo y alquimista Yabir Ibn Hayyán recomendó denominar con ella a los practicantes del Arte Real y Ciencia Sagrada, es decir, a los alquimistas.
Si unimos ambos hilos de oro, el de Ibn al-Raqqam y el de Muhammad II, con la aguja de la filosofía hermética, fácilmente podremos deducir que este sabio rey Muhammad II no llamó a su presencia a Ibn al-Raqqam por meras cuestiones relacionadas con la astronomía tal y como es entendida hoy en día por los estudiosos, sino porque quiso beber de su ciencia muy sabrosa, de los ríos de leche y miel que manaban de su alma a medida que más se aproximaba en escala ascendente hasta el Trono de Dios. Pues como el propio Ibn al-Jatib bien insinúa en su Ihata, Ibn al-Raqqam fue un maestro (shaykh) único en su tiempo, un hakim que floreció en varias ramas del saber muy relacionadas con la astronomía (geometría, matemáticas, álgebra…), con esa misma interrelación oculta pero cierta que existe entre las diversas facetas desde las que, en nuestra opinión, se debe contemplar la Alhambra para captar la profundidad de su mensaje desde ese concepto unitario hoy denominado integral. Ibn al-Jatib tuvo referencias muy directas de este sabio Ibn al-Raqqam a través del discípulo directo de éste: Abu Zakariyya Ibn Hudayl, quien con el tiempo terminaría enseñando la medicina –y sus otras interrelaciones, hemos de inferir- al propio Ibn al-Jatib, como el mismo reconoció.
Las dos estrellas a las que la ciudad de Granada fue consagrada buscando su protección fueron Betelgeuse y Rigel, de la constelación de Orión, que tiene forma de un guerrero gigante que mira de frente a los habitantes de la Tierra. Desde nuestra perspectiva terráquea, Betelgeuse se encontraría en el hombro del guerrero, y Rigel –como indica su nombre árabe- en el pie. La astronomía y astrología árabes ampliaron el conocimiento de las estrellas fijas con una profundidad que asombró al mundo entero, por eso, analizando la delicada posición del reino nazarí en aquellos siglos en que eran conscientes de su propia fragilidad, cual gacela acosada por leones hambrientos, cabe preguntarse si quienes estaban en el secreto no tratarían de evitar que en su territorio se produjeran los hechos que, buscando la protección del Cielo, trataban de evitar.
Hoy sabemos que Rigel posee en su interior la equivalencia de 21.000 soles unidos, de ahí su brillo intensísimo por encima de todas las estrellas del firmamento, como sin duda brilló Granada en el siglo XIV por encima de los demás reinos de su periferia, hasta sucumbir vencida –antes- por su propia guerra civil. Eso que Ibn al-Jatib quiso evitar al promulgar un Código civil que permitiera ascender a los puestos administrativos y centros de poder no sólo a los hijos de las familias más aristocráticas, conscientes de que éstas no iban a priorizar sobre sus intereses particulares ese fin más noble de servicio al bien común del Reino, tal y como cantaba silenciosamente la Alhambra en sus muros y bóvedas al representar la Abeja Reina de la Sabiduría y la música de las esferas. He aquí, a nuestro entender, un nuevo motivo que explica de qué modo fue larvándose la semilla del odio visceral hacia su figura,que estallaríaen los meses anteriores a su defenestración y condena por parte de su rey Muhammad V y su corte de aduladores, hasta conseguir su objetivo dos años después con una muerte ominosa. Porque Ibn al-Jatib, pese a todos sus defectos y contradicciones, sí creyó en la nobleza y validez de esos altos ideales, no se limitó a verlos representados en las paredes del Palacio donde despachaba los asuntos vitales del Reino de Granada, tal y como sutilmente reprochó al Sultán en 1362 a través de los Poemas de las Horas con motivo del Mawlid (v. Los Poemas de las Horas de Ibn al-Jatib).
Y también hoy existe una sociedad de estudios astronómicos en la ciudad de Granada que se llama…Betelgeuse. ¿Casualidad? En la Alhambra no son escasos los motivos en los que, como estamos analizando, se estaba tratando de crear por analogía un reino celestial en la Tierra, a imagen y semejanza del existente en el Cielo. Ibn al Jatib lo insinúa continuamente en sus poesías insertas en diversas salas del Palacio, o en varios párrafos de su Ihata, como éste: “Rodean los muros de aquella población (la Alhambra) dilatados jardines, propios del Sultán, y arboledas frondosísimas, brillando como astros, a través de su verde espesura, las blancas almenas”, pues en este último adjetivo –al bayd- se pone de relieve que en aquel tiempo buena parte de los muros eran encalados de blanco del mismo modo que en mayo lo continúan haciendo todos los pueblos de Andalucía. Hasta qué punto los jardines de la Alhambra y el Generalife imitaban en sus géneros y geometrías a los jardines del Cielo, es algo que sólo podemos deducir por lógica, mas no demostrar. Lo grabado en piedra o yesería, permanece, y apunta a unas líneas directrices que estamos diseccionado, mas las aguas del tiempo disuelven los perfiles de lo perenne, y en los jardines de hoy ya no vemos aplicada esa ley de analogía que sin duda debió existir en tiempos nazaríes.
Cautiva se sabía la majestuosa Reina de Granada en medio de la fatalidad del destino, como atestigua esta inscripción tallada precisamente en la Torre de la Cautiva: “Por Allah fue puesta esta torre bajo el amparo de las estrellas del León, para que la custodien y defiendan de toda violenta cometida. Reverencian esta fortaleza las estrellas del espacio desde sus órbitas, y respetuosas se inclinan las Pléyades y el signo de Piscis”. Pues Piscis rige los espacios cerrados, monasterios, hospitales, lugares de retiro y soledad, la poesía…Y los reyes granadinos tuvieron clara conciencia de que el fiero león de la Cristiandad quería apoderarse de todos sus tesoros, excepto los más auténticamente valiosos: los de la sabiduría (aunque al respecto cabe señalar que el Cardenal Cisneros salvó cuatrocientos manuscritos de la quema de Birambla, todos ellos de corte ocultista, y todos ellos acabaron…en la Biblioteca privada del rey Felipe II en el Monasterio de El Escorial).
como no podía ser de otro modo, esta inscripción y todas las que entonces se hallaban en la Alhambra fueron tiznadas de pan de oro sobre un fondo lapislázuli, pues de ese modo se quiso significar cómo resplandecía el oro de la sabiduría eterna sobre el azul del cielo extraído de la piedra lapislázuli, regida por el planeta Mercurio, quien pone en comunicación a los hombres entre sí, y a éstos con Dios y Sus ángeles. Ese Mercurio que en Grecia se denominó…Hermes.
Y como buen hijo de Hermes, Ibn al Jatib intercalaba ese guiño hermético cautamente en sus poemas y en algunas de sus obras, no sólo en la Ihata, como puede comprobarse al leer entre líneas en su Nufadat, justamente al referirse a la alta Qubba del Trono de la Sala de las Dos Hermanas: “La alta bóveda, apoyada en estas cuatro columnas, y ceñida por un mar de cristales sin fisuras, `enseñanza para los que tienen ojos´ (Corán, XXIV, 44), destaca sobre todos los tejados circundantes, cuyas vigas y tableros llegan a la máxima pompa, rebosando sus más remotos confines” (Emilio García Gómez, Foco de Antigua Luz sobre la Alhambra, Publicaciones del Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, p.142). Mas para no prolongar este estudio con aspectos del mismo ya publicados, remitimos al lector a Alquimia en el Árbol del Amor de Ibn al-Jatib.
Así pues, el deseo de representar en las bóvedas de la Alhambra la arquitectura celeste desde un criterio místico halló continuidad desde el primer momento en la dinastía nazarí. Ahí vemos la huella de Ibn al-Raqqam, narrada por el propio Ibn al Jatib en suHistoria de los Reyes de la Alhambra, al referirse a Nasr b. Muhammad b. Muhammad b. Yusuf b. Nasr, que sería entronizado tras el derrocamiento de su hermano Muhammad III: “era casto, inclinado a la paz, amante del bien y de los que lo practican; tenía entonces vastos conocimientos en el Arte de la Astronomía, componía calendarios y tablas exactas e ingeniosas, y fabricaba con su propia mano aparatos maravillosos; escogió como privado suyo en este asunto al shaykh e imán Abu Abd Allah b. al-Raqqam, único en su época, y llegó a ser el primero en elegancia y perfección” (op. cit., p. 169). Mas es necesario insistir, una vez más, en que las ramas del Árbol del Saber emanaban entonces de un mismo tronco místico nutrido por la savia del hermetismo, y que por tanto, filosofía y astronomía caminaban al unísono para explicar la arquitectura celeste y las causas primeras que, a modo de cascada, iban incidiendo sobre el río del devenir humano en la Tierra. Y será esta jerarquía ontológica y emanatista propia de la filosofía neoplatónica la que más defendida sería por los sabios andalusíes, con la salvedad de Ibn Rushd (Averroes) y Maimónides, pues si bien Ibn Bayyá (Avempace) defendió algunos postulados aristotélicos, jamás llegaría a proponer la escisión del tronco del Árbol del Saber en Hikma y Falsafa, como posteriormente sí formularía Averroes y, con derivaciones aún más radicales, Siger de Brabante y su llamada Escuela de los averroístas latinos.
Y en dicha jerarquía, todos los neoplatónicos coincidirán en una máxima perfectamente repetida en las bóvedas de la Alhambra: la Estrella de Ocho Puntas y los siete cielos astronómicos, pues según Platón, el Alma del Mundo reside en la Ogdóada o esfera de las estrellas fijas, y allí, con la Sabiduría como Providencia (Pronoia), dicta sus órdenes a través de los números a las esferas planetarias que de ella emanan. Y esos números, insistirá el filósofo ateniense, perviven dentro del mundo material terreno pese a la apariencia del caos de movilidad percibido por los sentidos. Y afirmará en el Timeo(90d): “Las revoluciones relativas al devenir, que se realizan en nuestra cabeza y que han sido desbaratadas, es conveniente enderezarlas de nuevo con el conocimiento de la armonía y de las revoluciones del Todo: que el que contempla se haga semejante al objeto de su contemplación”. Pero Platón será reformulado en el pensamiento islámico por el llamado Ibn Aflatun, es decir, el hijo de Platón: Ibn Arabí. Mas este aspecto será tratado con la profundidad que requiere en el epígrafe dedicado a la geometría de la luz. Lo admirable, retornando a la teoría neoplatónica de la creación del mundo por emanación, es la forma perfecta con que dicha teoría fue representada en las bóvedas de la Alhambra, como cascada que fluye de la divina Fuente.
La poesía hermética de Ibn al-Jatib
Si Proclo, el gran filósofo neoplatónico y probable autor de un Liber de Causis muy leído en al-Ándalus –junto a otros- afirmó que Homero, Hesíodo y Orfeo podían ser considerados teólogos, cabe preguntarse qué función cumplía en ese entonces la poesía –pues con el marchamo de poetas han llegado a la posteridad estos hombres sabios- que ya hemos olvidado. Del mismo modo, tampoco la filosofía de hoy guarda parangón en su concepto con el significado que de esta palabra se infería desde sus orígenes hasta…los últimos neoplatónicos del Renacimiento, cuando ya definitivamente los pensadores occidentales cortarían los últimos lazos que sujetaban a la razón con el templo celeste. No es éste el lugar para analizar y rastrear el modo en que a medida que se ha ido desacralizando el mundo, éste ha ido vaciando de sacralidad el contenido de unas palabras que durante dos milenios se relacionaron directamente con la divinidad. Pero sí para constatarlo, y para, desde ahí, explicar la poesía hermética de Ibn al-Jatib y el canto a las Musas tallado entre las bóvedas y versos de la Alhambra.
Porque según la mitología griega, Mnemósine –la Memoria, hija de Cronos y Océano según Hesíodo en su Teogonía- fue la madre de las Musas, y efectivamente, los poetas griegos anteriores a Pitágoras tenían como función primordial ser depositarios de la memoria de los orígenes situados en la nebulosa de los tiempos, unos tiempos que remitían a los mitos, y éstos a los dioses que directamente incidían en los aconteceres de los hombres y la Tierra. Se les asignaba también una función profética, pues merced a la inspiración los oyentes de sus composiciones reguladas por la métrica –de nuevo la regla y la medida- sentían que la propia divinidad hablaba por sus bocas. Tal vez por eso, a los aedos se les denominó…sóphoi, es decir, sabios. Y aunque ya en el siglo X al-Biruní dedujera de esta palabra el origen del término sufí, es indudable que ya desde la caída del Imperio Romano de Occidente, el poeta había dejado de cumplir esa función. ¿Influencia de los sofistas, de los cínicos, de los escépticos, de la carcoma causada por todos ellos? ¿Se derrumbó con las columnas podridas sobre las que se sustentaba dicho Imperio –esas mismas que hoy se oyen crujir en el mundo, tan alejado de la música de las esferas entre el estruendo del caos- gran parte de la memoria del Mundo Antiguo, en gran medida rescatado gracias al Islam?
Sea como fuere, Apolo es el vértice de intersección de la poesía y la profecía, pues concede el don de ésta y, no por casualidad, es el director del coro de las Musas, cuya madre, la Memoria, será representada por los pitagóricos con su famosa tetraktys, es decir, la suma de los cuatro primeros números que dará el número perfecto: la Década. Y de la recomendación de Pitágoras al culto de las Musas nos habla Porfirio (233- 305 d.C.) en su Vida de Pitágoras en estos términos: “Pitágoras afirmaba que las Nueve Musas estaban constituidas por los sonidosde los siete planetas, la esfera de las estrellas fijas, y la que está opuesta a nuestra tierra, llamada la anti-tierra. Llamó Mnemósine, o Memoria, a la composición, sinfonía y conexión de todas ellas, que es eterna e ingénita, dado que está compuesta de todas ellas”. He ahí la causa por la que los astrónomos andalusíes –y no sólo ellos- se afanaron en el conocimiento de la Octava Esfera y asociaron a ésta los lugares celestes del Saber (v. El misterioso enigma de Yabir Ibn Aflah, alquimista andalusí).
Pero tras el orfismo del siglo VI a.C. y el propio Pitágoras, se advierte un giro interesantísimo en el concepto de poesía entre los griegos, pues se incidió en un aspecto hasta entonces al menos no mencionado por los sabios anteriores: que merced al conocimiento de uno mismo, cada hombre debía profundizar en las cuevas ocultas de sus adentros. ¿Para qué? Para ser más consciente del origen celeste de su alma, de su caída, y la necesidad de una expiación y purificación (del griego pyros, que a su vez procede del sánscrito pyr: fuego) en este mundo antes de regresar al Cielo del que procedió. Es decir, el hombre caído vivía sumido en el Olvido, y sólo podía ser rescatado merced al Recuerdo, es decir, gracias a la Memoria. De aquí partirá la teoría del conocimiento de Platón y su anamnesis o reminiscencia. Y ésta será la función de la poesía mística que sobrevivirá como un hilo de oro imperceptible aún entre los himnos de los neoplatónicos como Proclo o Sinesio, y que sin duda, será reformulada en clave islámica por Ibn Arabí. Y por eso en la Alhambra se cita expresamente a las nueve alcobas “hijas de la Excelsa Cúpula”. Concretamente en el poema de la alcoba central del Salón de Comares, que así reza:
Por mí, día y noche, te saludan / bocas de deseos, ventura, felicidad y amabilidad. / Ella es la Suprema Cúpula y nosotras sus hijas, / aunque el favor y la gloria en mi clase me distinguen, /al ser, sin duda, el corazón y ellas los miembros, / pues en el corazón la potencia del espíritu y del alma reside. / Si mis hermanas son constelaciones en el cielo de la Cúpula / en mí, y no en ellas, recae el honor de tener el sol. / Mi señor Yusuf, por Dios sustentado, me vistió / con ropas de dignidad e indudable distinción, / convirtiéndome en trono del reino, cuya grandeza / sustenta gracias a la Luz, Asiento y Trono.
Su autor vivió en tiempos de Yusuf I, pero no puede ser Ibn al-Yayyab, el visir que precedió a Ibn al-Jatib, a poco que estudiemos con detenimiento todas sus demás poesías y concluyamos que su misticismo no presenta huella alguna de lectura oculta (batiní) ni hermética (v. Ibn al-Yayyab, el otro poeta de la Alhambra, ed., tr. y estudio de su diván por Mª J. Rubiera Mata, Granada, Patronato de la Alhambra, 1982). Tampoco creo que pueda atribuírsele a Ibn al-Jatib, pues cualquier conocedor de los arabescos de su estilo abigarrado no halla en este poema las geometrías de su espíritu. Ni mucho menos pudo ser un Ibn Zamrak que acaso aún no había nacido, y que tampoco será hijo de Hermes ni sufí a poco que cotejemos ese diván que Yusuf III recopiló (v. Ibn Zamrak, Diwan, 1997, ed. de M. T. al-Nayfar, Beirut). Pues Muhammad V debió quedar muy escarmentado de tener como visir a un Ibn al-Jatib, hijo de Hermes y sufí que, con sus ojos abiertos, protegía secretamente a las tariqas de al-Ándalus a la par que su rey las calificaba de “peligroso veneno”, como afirmó al-Maqqari (v. Los Poemas de las Horas de Ibn al-Jatib). Nunca sabremos, pues, qué secretos fueron borrados tras su defenestración pública en los poemas por él tallados. Pero sí en esos otros que le han sido atribuidos a Ibn Zamrak.
En cualquier caso, en el poema resalta la mención a las Musas, y el diálogo Macro-Microcosmos, al identificar al hombre con la Suprema Cúpula en tanto que corazón, y con los demás miembros a sus hijas las Musas, “pues en el corazón la potencia del espíritu y del alma reside”. Asimismo, y al hilo de la función poética recién reseñada, podemos ver esa sugerencia en la reclamación de “el honor de tener el sol”, símbolo de Apolo. También es evidente la comparación entre el Sultán como representante de Dios en la Tierra, y el trono del reino que preside justamente bajo la Excelsa Cúpula, un reino “cuya grandeza sustenta gracias a la Luz, Asiento y Trono”.
Todos los poemas que vamos a analizar a continuación, a nuestro entender sí portan el sello hermético de Ibn al-Jatib, y redundan en todos los mensajes ocultos bajo el velo del hermetismo que hemos ido descifrando a lo largo de este estudio, como éste de la taca derecha del arco de entrada de ese mismo Salón de Comares, pues el sabio lojeño fue poeta áulico de Yusuf I entre 1349 y 1354:
Con mis alhajas y mi corona a las más bellas aventajo, / y hasta mí descienden los astros del zodíaco. / El jarro de agua parece en mí un devoto / de pie ante la alquibla del mihrab orando. / Mi generosidad en todo momento / sacia la sed y atiende al necesitado.
He aquí insertado el lenguaje oculto y el manifiesto, pues por la segunda acepción entenderemos que es el jarro de agua el que sacia la sed, pero tras la declarada intención de afinidad que por ley de los símiles se efectúa entre los astros del zodíaco y la bóveda que los representa, se revela que allí podían saciar su sed los sedientos de Sabiduría, a poco que contemplaran el Salón con la consciencia despierta y los ojos llenos de luz, pues con dicha intención fueron escritos los manuscritos de los sabios andalusíes y este Palacio de la Alhambra que así esculpiría un testimonio de todos ellos para que su luz nunca se apagara en la memoria de los hombres. Con esta misma intención, escribe Ibn al-Jatib el poema de la taca izquierda:
Los dedos de mi artífice mi tejido bordaron / después de engarzar las joyas de mi corona. / A un trono nupcial me asemejo, incluso lo supero, / y a los novios la felicidad aseguro. / Quien a mí viene quejándose de sed, / mi fuente le da agua dulce, clara y sin mezcla. / Soy cuando aparece el arco iris / con el sol de nuestro señor Yusuf. / Que siga siendo lugar de reunión protegido / mientras la casa de Dios reúna peregrinos.
El mismo diálogo entre el Cielo y la Tierra, entre Arriba y Abajo, con la salvedad de añadir una acepción en la que incidirá de un modo más brillante en el precioso poema de la Sala de las Dos Hermanas: asegurar felicidad a los novios que se casaran bajo su cúpula. Y aunque dicho poema ha sido atribuido a Ibn Zamrak por compartir metro y rima con el existente en la Fuente de los Leones –que sí es de su autoría- o por haber sido recitada esta casida de 146 versos durante la circuncisión del hijo de Muhammad V -el emir Abd Allah- no nos cabe duda que pertenece al inconfundible estilo de Ibn al-Jatib y a su modo de guiñar el ojo hermético. Su análisis nos permitirá ahondar filosóficamente en el concepto de Belleza hasta arribar, gracias a la profundidad que los místicos islámicos aportaron al neoplatonismo, a su médula profundamente hermética.
Jardín yo soy que la belleza adorna: / sabrás mi ser si mi hermosura miras.
El segundo verso, unido a los demás versos del poema, más a toda la Alhambra en su conjunto analizada desde la visión hermética que estamos realizando, encierra precisamente todo el recorrido que existe sobre el concepto de la Belleza formulado por Platón en el Fedro –donde también se explaya sobre poesía-, en el sentido de una ascensión desde el mundo de lo sensible hacia el de lo inteligible. Plotino fue el primer neoplatónico que se percató que a la majestuosa filosofía platónica le faltaban eslabones más hondos en varios de sus frentes, como el de la Estética, y por ello no dudó en viajar hasta las tierras del fuego del origen, allí donde la predicación de Zaratustra aún ardía entre las arenas y montes de su geografía. Y esas luces son bien visibles en la metafísica plotiniana, aunque no es el lugar de profundizar en ello.
Proclo, por su parte, reflexionará en un tratado titulado precisamente Sobre el arte hierático de los griegos: “Como se hace en la dialéctica del amor, donde se parte de las bellezas sensibles para elevarse hasta lo que se considera el principio único de toda belleza y de toda idea, así también los adeptos de la ciencia hierática, toman como punto de partida las cosas sensibles y las `simpatías´ que éstas manifiestan entre sí y con las fuerzas invisibles. Observando que todo está en todo, han planteado los fundamentos de la hierática, sorprendiéndose al ver las realidades primeras y admirando en ellas los últimos seres en llegar y, en los últimos, los primeros; en el cielo, las cosas terrestres según un modo causal y de manera celestial, y en la tierra, las cosas celestiales en una condición terrestre. ¿Qué otra razón podría darse de que el heliotropo siga el movimiento del sol y el selenotropo el de la luna, haciendo cortejo, en la medida de su poder, a los luminares del mundo” (Henry Corbin, La imaginación creadora en el sufismo de Ibn Arabí, ed. Destino, p. 127).
Pero Ibn Arabí reformulará desde las claves islámicas toda esta especulación filosófica, mostrando con ello la superioridad de las luces de la Revelación sobre aquellas otras aportadas por la reflexión especulativa del hombre, es decir, de la teosofía sobre la filosofía, como magistralmente analizó Henry Corbin en su mencionado ensayo:
“La idea inicial es la de subrayar el encuentro entre religión profética y religión mística, que es la característica del sufismo islámico. (…) De este encuentro entre religión profética y religión mística, surge la idea de uniomystica como uniosympathetica; launiomystica es la co-pasión del `fiel de amor´ y su Dios; la praesentiarealis de su Dios es, en la pasión que este fiel experimenta en él, su teopatía, que le pone en simpatía con el ser o los seres investidos por él y para él de la función teofánica. La oración del heliotropo de Proclo es como la figura y el anuncio más delicado de esta simpatía” (op. cit., p. 120). Y prosigue:
“La Belleza es la teofanía suprema, pero no se revela como tal más que a un amor que ella misma transfigura. (…) Ahora bien, el órgano de la percepción teofánica, es decir, de esa percepción por la que se opera el encuentro entre el Cielo y la Tierra, a mitad de camino, es el Alam al-mithal, es la Imaginación activa. Y esta Imaginación activa es la que inviste al Amado terrestre de su `función teofánica´; es, esencialmente, Imaginación teofánica y, como tal, Imaginación creadora, pues la Creación es en sí mismo teofanía e Imaginación teofánica. De la idea de la Creación como teofanía (excluida la idea de la creación ex-nihilo) se deduce la idea de una sofiología, la figura de una Sophia Aetherna tal como aparece en la teosofía de Ibn Arabí. (…) El corazón es el centro donde se concentra la energía espiritual creadora, es decir, teofánica, mientras que la Imaginación es su órgano” (op. cit., p. 121).
He aquí la razón por la que los alarifes granadinos –y los persas benditos que afortunadamente vinieron a contribuir a la construcción del Palacio de la Alhambra como una rosa de Ispahan tallada sobre la Sabika a modo de gema resplandeciente sabiamente encriptada de arcilla- se esmeraron con tal denuedo para recubrir a esta novia majestuosa con todos los atributos de la Belleza: para que a través de ella no sólo comprendiéramos la naturaleza del Único Señor, sino para que despertáramos el fuego de la conciencia y, consumidos en su llama, nos embriagáramos de amor para unir nuestra amada con el Amado, amada en el Amado transformada. Que bien lo supo San Juan de la Cruz. Por eso adornaron con tal profusión de símbolos hermético-místicos, pues, siguiendo a Henry Corbin, “el Tawiles esencialmente comprensión simbólica, transmutación de todo lo visible en símbolos, intuición de una esencia o de una persona en una Imagen que no es ni el universal lógico ni la especie sensible, y que es irreemplazable para significar lo que debe ser significado. (…) El Tawil presupone la floración de los símbolos, el órgano de la Imaginación activa que simultáneamente los hace aflorar y los percibe; el mundo angélico intermedio entre las puras Inteligencias querubínicas y el universo de las evidencias sensibles, históricas, legales, irreversibles” (op. cit., pp. 25 y ss.). Por eso la Alhambra nos embriaga hasta arrobarnos en una suerte de éxtasis. Y he ahí un eslabón más sobre la conexión entre los fieles de amorpersas y sus émulos en la Italia de Dante, magistralmente desentrañado por Asín Palacios en La escatología musulmana en la Divina Comedia.
Por lo demás, el resto del poema de la Sala de las Dos Hermanas carece de contenido esotérico, pero no simbólico:
Obra sublime, la Fortuna quiere / que a todo monumento sobrepase. / ¡Cuánto recreo aquí para los ojos! / Sus anhelos el noble aquí renueva. / Las Pléyades le sirven de amuleto; / la brisa le defiende con su magia. / Sin par luce una cúpula brillante, / de hermosuras patentes y escondidas. / Rendido le da Géminis la mano; / viene con ella a conversar la luna. / Incrustarse los astros allí quieren, / sin más girar en la celeste rueda, / y en ambos patios aguardar sumisos, / y servirle a porfía como esclavas. / No es maravilla que los astros yerren / y el señalado límite traspasen, / para servir a mi señor dispuestos, / que quien sirve al Glorioso, gloria alcanza. / El pórtico es tan bello, que el palacio / con la celeste bóveda compite.
Cuánto recreo para los ojos sedientos de luz: la esquina del manto del cielo donde las Pléyades se enhebran le protegen, y quien quiera casarse bajo esa bóveda que representa la hierogamia sagrada entre Cielo y Tierra recibirá la bendición de Dios a través del signo regido por Géminis, esperando así que las almas desposadas sean gemelas, como formuló Platón; y por eso conversa la luna, esa luminaria que rige la vida matrimonial y que fue tan estudiada por los astrónomos-astrólogos árabes (inseparable ambas actividades en aquellos siglos, y desde la Antigüedad hasta la Ilustración) para desentrañarar sus mejores moradas con vistas al casamiento. ¿Cómo no va a servir el Cielo a su Sultán a través de las manos de sus astros, si abajo en la Tierra él les ha procurado el más maravilloso y cristalino reflejo?
De la vocación de la Alhambra como imagen del templo celeste que ha de impulsar al creyente a esa morada original y paradisíaca que perdió por la Caída, también nos habla el poema epigrafiado alrededor de las ventanas del Mirador de Daraxa, siempre y cuando adoptemos esta perspectiva oculta (batiní) que, sin duda, adoptaron sus constructores. Aunque atribuido erróneamente a Ibn Zamrak –que careció de cualquier atisbo místico en clave batiní tanto a lo largo de su vida como ese reflejo de ella que es su obra poética, como ya hemos desentrañado-, el poema no puede tener otra autoría que la de Ibn al-Jatib. Entresacamos de él únicamente los versos que presentan esta alusión, que relucen con su brillo dorado sobre los demás:
Tengo la más alta atalaya, y el más sublime lugar de aparición, / y, como en el Libro reza, triunfara quien a lo más alto tienda (Corán 20, 64). / Tal límite alcanzo en toda clase de belleza, / que de la misma toman, en su alto cielo, las estrellas. / (…) mansiones en las que los ojos amenidades encuentran / y donde la mirada es cautivada y la razón trabada. / El cielo de cristal allí muestra maravillas / que en la página de la belleza escritas quedan. / Una es allí la luz, muchos los colores: / contrarios o equivalentes, como quieras.
Sobre el concepto de Belleza ya hemos hablado, y una espuma rebosante de ella redunda en estos versos. Nos interesa aquí analizar otros puntos. En primer lugar, la cita coránica “triunfará quien a lo más alto tienda”, toda una exhortación al creyente para elevar su alma a lo más alto, al Trono de Dios, pues ahí reside el verdadero triunfo del hombre en este mundo de la generación y la corrupción donde los sentidos lo imantan al interior de la Tierra, y por eso, será a través del intelecto y la razón, sabiamente guiados por la fe y las luces de la Revelación, como bien incidió toda la filosofía neoplatónica andalusí desde su entrada triunfal con Ibn Masarra hasta su apoteosis con Ibn Arabí, como de nuevo el creyente despierto irá deshaciendo su alma de los apegos a toda cosa creada, hasta ascenderla a lo más alto, para relucir como las estrellas en medio de la oscuridad reinante. Y en ese ascenso, la razónquedará trabada en la esfera de Saturno porque el filósofo no puede llegar más allá, como bien escribió nuestro sabio místico murciano, pero sí el teósofo con las luces del corazón previamente purificado: “sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía”, escribirá un San Juan de la Cruz aún más empapado de sufismo de lo hasta ahora desvelado. El cielo de cristal muestra esas maravillas de leche y miel, y a eso aludirá Ibn al-Jatib en el verso de la Sala de Dos Hermanas que describe como “mar de cristales sin fisuras”, pues en ese cielo habita Mnemósine, las aguas de una Memoria que ya no es potencia sino acto cuando a ella se arriba “por la secreta escala”, y con el alma plenamente actualizada por el Recuerdo de los Nombres de Dios cosidos cual plumas blancas a las entretelas del alma porque el arif, el gnóstico, ha transmutado su sombra en luz, sus defectos en virtudes, y vuela como pájaro al corazón de oro que, con sus sístole-diástole, su solve-coagula, se asienta en el Trono de Dios.
Y al final del poema especifica que una es allí la luz, pero muchos los colores vistos desde este mundo diverso y bipolar. Y culmina el poema con la media verónica de una alusión esotérica referida a la visión que adopta ese hombre que lo está leyendo. Los colores pueden ser contrarios o equivalentes, según contemplemos el mundo desde lo aparente o desde lo oculto, desde lo exterior o desde lo interior, desde la multiplicidad o desde la unidad. Mas esta perspectiva será más adecuadamente analizada al adentrarnos en las claves geométricas del Palacio, como no podía ser de otro modo. Y esas claves nos remitirán, como eco que retorna a su voz original, de nuevo a la mística, la filosofía y la aritmética, porque como afirmará Plutarco refiriéndose a Platón, “Dios siempre hace Geometría”. Pues esa misma máxima que el gran filósofo ateniense colocó a la entrada de su Academia –“nadie entre aquí que no sepa Geometría”- podría ser igualmente aplicada a la Alhambra como templo terrestre creado a imagen y semejanza del celeste.
Ángel Alcalá Malavé es colaborador de Webislam
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