Hagamos una lista negra
En Palmira hay una plaza y en ella una fuente. Sobre ella el Estado Islámico plantó su insignia. En ese lugar los barbudos decapitaron a un octogenario cuyo delito era ser de los otros, de los infieles, de los impuros. Se había atrevido a dedicar su vida a preservar, como arqueólogo, los monumentos idólatras que los seguidores del autoproclamado califa consideran intolerables. Se llamaba Jaled Asaad y por esa razón estaba incluido en la lista negra que los integristas hicieron efectiva tan pronto como sus armas les permitieron apoderarse de la ciudad milenaria.
Y es que la vocación de una lista negra no es otra que la eliminación de quienes en ella constan. La eliminación física y la vejación póstuma, en el caso del malogrado arqueólogo de Palmira. La eliminación moral, social y simbólica en el caso de otras listas negras, las que al amparo de idearios excluyentes, con vocación de ingeniería comunitaria y de absorción de la realidad por una representación mítica, preferente y superior, distinguen entre quienes satisfacen los requerimientos de la ortodoxia y quienes, como réprobos irreversibles, deben ser expulsados de la comunidad y negados como miembros de pleno derecho.
Mientras los soldados sirios e iraníes liberan, es un decir, las ruinas de Palmira, limpian sus calles de las minas sembradas por los del Estado Islámico y descubren las fosas comunes de sus víctimas junto a otros rastros del horror, a varios miles de kilómetros de allí, en una comunidad pacífica y relativamente próspera, sobre todo si se la compara con la catástrofe siria, se da a conocer el "trabajo" de unos estudiosos que rastreando en la historia y el presente de la gente allí nacida, se han impuesto como tarea dilucidar quiénes de los oriundos de aquella tierra son malos hijos de ella y enemigos de sus naturales.
Como es natural, el ejercicio, viciado desde su raíz, no se puede atener sino a una metodología caprichosa y estrafalaria, que los redactores de la lista negra confiesan a través del arsenal léxico con el que caracterizan a los renegados: colaboracionistas, fascistas, franquistas, antidemócratas, colonialistas, despreciables... O la palabra que desde hace tres siglos, en la lengua del lugar y para la sensibilidad de la que los censores se postulan como portavoces, designa a quien no se aviene a encarnar y suscribir la adhesión inquebrantable a la causa: "botiflers".
Cuando trasciende la lista negra, los que se sienten próximos o afines a los incluidos, y por tanto han de razonar que si no están en ella no es por otro motivo que su falta de notoriedad pública, ponen el grito en el cielo. Los que comparten visión y aspiraciones con los redactores, pero no desean ser asimilados a ellos y a una práctica que remite a toda clase de abominaciones históricas y presentes (de las que la siria sólo es una muestra), toman distancia: son iluminados en quienes la causa se desvía de sus justos términos para caer en excesos por los que no cabe repudiar sino a aquellos que los cometen y los difunden.
Y es reconfortante y tranquilizador que haya, entre quienes comparten sus afanes y objetivos, gente que señale como dislate el alarde de quienes se guían por el rencor, la sinrazón y la saña. Sin embargo, la experiencia dice que así es como suelen hacerse las listas negras que un mal día, tras una concatenación desdichada de circunstancias, alguien acaba utilizando para cometer una barbaridad. Siempre sucede igual: siempre las elaboran unos fanáticos, demasiado vehementes, a quienes en ese momento se trata de quitar importancia. Pero cuando llega la coyuntura infausta, la lista aparece y no faltan fanáticos como ellos, u otros que simplemente sienten que parecer tibios será contraproducente y la usan sin templanza ni escrúpulo.
Ay de quien deja pasar la lista negra como travesura vana. Si no termina siendo su víctima, abre vía a los verdugos.
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