martes, 5 de julio de 2016

Siria, un país desplazado

«Aunque esté destrozada volveremos a nuestra casa y empezaremos de nuevo, no hay otra solución»
Siria, un país desplazado
JDEIDET ARTOUZ (SIRIA)
No hace falta pedirlo. Nada más entrar en el pequeño despacho, convertido en hogar para seis personas, la mujer de Ahmad Omar Moadamani saca el hornillo y hierve agua para preparar café. «Llevamos cuatro años aquí. Lo que iba a ser una salida temporal se ha convertido en nuestro hogar, ¿qué podemos hacer? No tenemos dinero para alquilar una casa, ni para emigrar a Europa, como han hecho algunos parientes este verano, aquí nos quedamos hasta que se acabe la guerra», confiesa este padre de familia de 45 años, que compagina la venta ambulante de fruta con el trabajo de voluntario en las milicias progubernamentales para poder subsistir.
Los Moadamani vienen de Daraya, la ciudad situada en el extrarradio rural de Damasco que sufrió los bombardeos de tropas gubernamentales en los albores de la «revolución» siria de abril de 2011. Esta familia de desplazados internos forma parte de los 172 civiles que ocupan un colegio rebautizado como ‘nuevo centro de acogida’ de Jdeidet Artouz, una localidad bajo control del gobierno sirio situada 15 kilómetros al sur de Damasco. Esta localidad situada en el extrarradio de la capital ha visto multiplicada su población por diez desde finales de 2012, hasta alcanzar los 300.000 habitantes.
Yo me quedo en Siria, me siento bien aquí pese a todo. La gente que va a Europa busca una vida mejorAhmad Omar MoadamaniDesplazado interno sirio. Trabaja como vendedor de fruta y es voluntario en una brigada de defensa
La esposa Ahmad no tarda un segundo en sacar una tetera y un pequeño hornillo para preparar un té de bienvenida a la visita mientras la hija mayor se prepara para ir al colegio. El más pequeño se queda con la madre. Su casa ya no existe por culpa de los combates y los bombardeos. Salieron de Daraya en cuanto las primeras protestas contra el régimen derivaron en combates abiertos, y ahora los cuatro miembros de la familia ocupan uno de los antiguos despachos del centro escolar. Salieron con lo puesto hace ya cuatro años, y lo han perdido todo.
Un nuevo frente bélico, una nueva crisis humanitaria
Cada frente militar abierto en Siria abre una crisis humanitaria. El mundo mira hoy a la frontera con Turquía, donde 100.000 personas están atrapadas cerca de la ciudad de Azaz, mientras la Unión Europea y Ankara activan estas semanas su controvertido plan de repatriación de refugiados. «Tratan de escapar de los ataques aéreos y de la escalada de los combates terrestres en la zona de Alepo, están atrapados entre la frontera turca y la línea de frente», denunciaba recientemente en un comunicado la presidenta internacional de Médicos Sin Frontera (MSF), Joanne Liu.
En el sur de Siria la escena es similar, con al menos 50.000 personas viviendo a la intemperie tras huir de sus casas y encontrarse cerrado el paso a Jordania, según Naciones Unidas. Aunque la cifra que más resuena en Europa es la de los 4,5 millones de refugiados provocados por esta guerra, lanzados a un incierto exilio fuera de las fronteras de su país, en el interior de Siria hay además 6,6 millones de desplazados internos, expulsados igualmente de sus hogares -de su vida anterior- por el conflicto.
Según datos de Naciones Unidas, Siria ha desplazado ya a Colombia como el país con más desplazados internos del mundo, por delante de otros países en conflicto como Irak, Sudán, Yemen y Nigeria, los siguientes en el ranking del exilio interior. Cerca de 500.000 de estos sirios desplazados viven en 18 zonas cercadas por el Ejército o la oposición armada. Focos bélicos donde el trabajo se acumula para unos organismos humanitarios que, pese a la entrada en vigor del alto el fuego a finales de febrero en el marco de las conversaciones de Ginebra que respaldan Rusia y Estados Unidos, están obligados a trabajar en un escenario de guerra abierta que les obliga a coordinar sus movimientos con las dos partes antes de dar el mínimo paso.
¿La ONU? Lo que tiene que hacer Occidente es dejar de apoyar a los grupos terroristas, porque ellos son los que obligan a la gente a huirMousa LuftiResponsable municipal de ayuda a los desplazados en Jdeidet Artouz
«¿ONU? Lo que tiene que hacer Occidente es dejar de apoyar a los grupos terroristas, porque ellos son los que obligan a la gente a huir. Aquí tenemos 15.000 familias registradas y es la misma situación que se repite en otros puntos bajo control del Gobierno que se convierten en refugio para los civiles que buscan seguridad», apunta Mousa Lutfi, responsable de los desplazados que llegan a Jdeidet Artouz. Opinión que comparte el alcalde de la localidad, Mohamed Ziad Morabia, para quien «hay que dejarse de cumbres internacionales y cortar el apoyo a los grupos armados de forma inmediata. El Estado [sirio] es capaz de cuidar a sus hijos».
Sin planes de futuro
La ayuda a la escuela «llega desde Naciones Unidas, la Media Luna Roja Siria y otras organizaciones de caridad. Hablamos de gente sin recursos, la mayoría eran campesinos y no se moverán hasta que sus zonas sean seguras, es imposible hacer una previsión», dice Riah Daaz, encargado de la atención a los civiles que viven en el centro.
El té en el cuarto de los Moadamani se convierte después en un café. Quieren hablar y contar su experiencia personal. Su relato es el de millones de sirios que, de la noche a la mañana, se encontraron en la calle. Ciudadanos de a pie acostumbrados a la seguridad de un sistema que, en marzo de 2011, aplicó toda su fuerza para sofocar las revueltas que se extendían por ciudades sirias como la Daraya de los Moadamani.
La llamada «primavera árabe» siria pronto derivó en una guerra abierta en la que, después de perder a miles de hombres en los primeros meses, la respuesta del Gobierno al levantamiento armado fue a base de brutales bombardeos de artillería y aviación, especialmente en las localidades más cercanas a Damasco. «Teníamos una vida normal. Todo era barato en Siria, la niña iba a la escuela, podíamos comer en restaurantes y salir los viernes después del rezo a algún parque, había seguridad total para viajar por el país… ahora no podemos ni salir de este colegio», lamenta Ahmad mientras se ajusta el cinturón antes de salir a patrullar.
Su puesto de vigilancia está en una rotonda muy próxima. Nadie olvida en Jdeidet Artouz que, hasta hace no mucho tiempo, la oposición armada controlaba partes de la ciudad y las escaramuzas y tiroteos formaban parte del día, y no quieren bajar la guardia en la protección de los suyos. Mientras, en la primera planta de la escuela también preparan té, y pellizcan en los mofletes a Asil y Lyen para que sonrían al periodista extranjero. Son los dos últimos bebés en sumarse a la gran familia que forman los 172 desplazados, la mayoría llegados de los lugares más conflictivos del extrarradio de la capital y del campo de refugiados palestinos del Yarmouk.
Hablamos de gente sin recursos, la mayoría eran campesinos y no se moverán hasta que sus zonas sean seguras, es imposible hacer una previsiónRiah DaazEncargado de la atención a los desplazados en la escuela de Jdeidet Artouz
Esta «mini-ciudad» palestina dentro de la municipalidad de Damasco fue escenario de fuertes combates entre rebeldes sirios y fuerzas progubernamentales, y forma parte de la constelación de campos de refugiados que albergan la diáspora palestina en países como Líbano, Siria y Jordania. «No sabemos cómo están nuestras casas, no hemos vuelto desde que salimos y nadie ha ido a verlas», lamenta Asma Ahmad, una joven palestina. Sin perder la sonrisa, afirma que, «aunque no vemos salida hoy a esta guerra en Siria, creo que es más factible que algún día volvamos al Yarmouk que a las casas que nuestras familias dejaron en Palestina en 1948», en referencia al traumático final del mandato británico en la zona, que llevaría a la partición de Palestina y la creación del Estado de Israel.
A Asma le ocurrió en Yarmouk lo mismo que a los Moadamani en Daraya. Cuando estallaron las protestas a comienzos de 2011, este campo para refugiados palestinos era un aparente oasis de paz en medio de una zona convulsa de Damasco con fuerte presencia opositora. Todo cambió tras los atentados del 18 de julio de 2012 contra la cúpula de seguridad del régimen. Barrios vecinos como Tadamón, Yelda, Qadam, Asale y Al Hajar Al Asoad, hoy convertido enemirato del grupo yihadista Estado Islámico (EI), se erigieron rápidamente en una amenaza para las fuerzas del régimen. Y Yarmouk no tardó en contagiarse, sobre todo tras la llegada de grupos armados desde esas zonas vecinas que vieron en sus calles una opción de llevar la guerra al corazón de la capital.
Lo ocurrido en este campo sirve de ejemplo para la situación en otras zonas bajo control de la oposición armada en Siria. Al comienzo las tropas sirias, ayudadas en este caso por las milicias del Frente Popular para la Liberación de Palestina Comando General (FPLP-GC) –una facción palestina aliada del régimen- penetraron a pie en el «barrio-campo» de Yarmouk. Pero, debido al alto número de bajas que sufrieron, enseguida recurrieron a la artillería y a los bombardeos aéreos. La destrucción fue total.
Es más factible que algún día volvamos al campo de refugiados de Yarmouk en Damasco que a las casas que nuestras familias dejaron en Palestina en 1948Asma AhmadDesplazada del campo de refugiados palestinos del Yarmouk
Al comienzo de la guerra el campo albergaba unos 112.000 refugiados. Con el paso de los años, este se fundió con el resto de barrios adyacentes para conformar una de las zonas más densamente pobladas y más importantes para el comercio de Damasco. Una zona hoy muerta. Una de tantas a lo largo de Siria de las que los civiles no han tenido más remedio que escapar. Se calcula que unos 4.000 civiles siguen en sus casas en la fantasmagórica zona opositora.
Niños y más niños salen de puertas y ventanas. Muchos han nacido aquí y no conocen la Siria anterior a 2011. Solo conocen la guerra. Un ala del edificio permanece como escuela, y se han tenido que doblar los turnos para poder atender a todos los matriculados. El campo de baloncesto es ahora el lugar de reunión de los vecinos, que aprovechan el clima veraniego al aire libre. Viven a la espera de que llegue la noticia de que la guerra ha terminado y pueden volver a sus casas.
«Aunque esté destrozada, volveremos allí y empezaremos de nuevo, no hay otra solución», sentencia Ahmad Omar Moadamani mientras se ajusta el cinto en sus pantalones de camuflaje. Se dispone a unirse al resto de voluntarios que se encargan de la seguridad de un barrio que, desde hace cuatro años y obligado por los horrores de la guerra, es también el suyo. ¿Hasta cuándo?

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