jueves, 8 de septiembre de 2016

El cuerpo como disenso

La burqa puede ser preocupante en términos de género pero el centro del debate está en la imposición: obligar a las mujeres a cubrirse o desvestirse es un acto discriminatorio.

| Feminismo

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Una mujer musulmana tomaba el sol en una playa de Niza. Traía puestos unos pantalones negros y un velo azul que le cubría la cabeza, los brazos y los hombros. Su entorno contrastaba: el resto de las mujeres usaba bikini. De repente, cuatro policías –hombres blancos y armados– se acercan y la multan. Cubrirse el cuerpo en ese contexto es un atentado contra la moral. La obligan a desvestirse. No le queda más que obedecer o partir. El resto de la gente aplaudía. Le gritaban que se regresara a su país. Las musulmanas no son bienvenidas ahí.
Más de treinta ciudades francesas prohibieron los “burkinis”, la prenda de ropa para playa que combina burqas y bikinis. Una obliga a las mujeres a taparse y la otra las presiona a enseñar más piel. Vista bien la paradoja, no importan las diferencias culturales, porque el patrón en términos de género es el mismo: se trata de sistemas dominados por hombres que dictan cómo debemos vestir. Es tan problemático forzar a alguien a cubrirse como a descubrirse. Y que quede claro: un Estado que prohíbe que las musulmanas se cubran es tan autoritario como el sistema religioso que criticamos en occidente por obligarlas a usar túnicas negras de pies a cabeza. La discusión está en el normalizado uso de la fuerza, no en la burqa o el burkini.
El problema empieza con el reglamento que decía que “toda persona sin una vestimenta que respete las buenas costumbres y el principio de laicidad” no puede nadar en la playa. Literal. Para el alcalde de Niza, esconder la cara o usar un traje que cubra todo el cuerpo no va de acuerdo con el ideal social francés. Y, vaya, objetivamente un burkini no es distinto a un wetsuit con gorra de baño, un traje para bucear o el atuendo de una monja católica. Pero en la práctica solo se multa a las mujeres musulmanas. Eso se llama discriminación –y es lo que enojó al resto del mundo.
El clima político de Francia es complicado. El país ha sido blanco de varios ataques terroristas atribuidos a yihadistas del Estado Islámico en el último año y medio: la matanza de los periodistas de Charlie Hebdo, las bombas en el club nocturnoBataclan, los ataques en Niza y el asesinato del sacerdote Jacques Hamel. Se entiende el miedo. La xenofobia resultante es rentable políticamente para el partido de ultraderecha de Marine Le Pen.
La prohibición a los burkinis se da en el contexto de un estado de urgencia (que por cierto acaba de extenderse hasta enero del 2017) que justifica suspender algunos derechos para proteger “el orden público” y “luchar” contra el terrorismo. Pero ¿cuál es el vínculo entre una señora con velo en la playa y los muertos en manos de extremistas? Humillar a las mujeres musulmanas no es una solución al problema de seguridad. El miedo no puede justificar la persecución a minorías y migrantes.
Ya antes una ley de 2004 había prohibido los símbolos religiosos en las escuelas públicas, incluyendo los velos. En 2011, el presidente de derecha Nicolás Sarkozy vetó las prendas que esconden el rostro en espacios públicos. En 2013 una chica fue despedida de una guardería por usar velo y la Corte de Derechos Humanos lo validó. Y, bueno, bajo esta lógica, el burkini ni siquiera es ilegal porque no cubre la cara, solo el cuerpo.
Pero una cosa es el ideal laico que separa la religión y el Estado, con inclusión y respeto a sentimientos religiosos en el marco de un gobierno secular. En cambio, el laicismo absoluto condena la existencia de valores religiosos y, además, lo hace selectivamente. Esto último es lo que pasa en Francia.
Históricamente, en este país, desde 1958, un feminismo con rasgos colonialistas ha obligado a todas las mujeres a quitarse el velo imponiendo ideas sobre la “liberación”. Hace poco, Laurence Rosignol, la ministra de derechos de las mujeres, dijo que el burkini seguía la misma lógica que la burqa pues es la expresión de un proyecto político contrario a la emancipación femenina que esconde el cuerpo para controlarlo.
Tiene un punto, después de todo en algunos países como Arabia Saudita, la burqa empieza a ser obligatoria sólo para las mujeres hasta el matrimonio o después de la primera menstruación. En términos de género es problemático. Sin embargo, por su ignorancia occidental, la ministra no distingue entre burqa, niqab y hijab. No son lo mismo, y tienen implicaciones políticas distintas. Las primeras dos cubren la cara y son comunes en Afghanistán y medio oriente; el hijab es una versión menos radical, un velo que únicamente cubre el pelo y tiene distintas formas dependiendo del país. Técnicamente el burkini tampoco es una burqa.
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Además utilizarlas o no es una decisión individual. Y la lucha por la igualdad de género implica justo eso: que nadie –ni en nombre de la “moral” o del feminismo– nos dicte cómo expresar nuestra identidad de mujeres. No es lo mismo usar velo en una sociedad donde la mayoría lo trae por obligación, a hacerlo en países donde es recriminado. Esto último es un verdadero acto de disenso que no puede ni debe ser prohibido. El problema nace cuando a partir de núcleos de poder nos imponen una forma de vestir, sean burqas, hijabs o bikinis. La libertad es, precisamente, la capacidad de decidir sin coacciones.
“Yo uso hijab porque me gusta desde que soy pequeña. Me siento muy cómoda, es parte de mi tradición e identidad. No hay nada en el Corán que obligue a las mujeres a cubrirse”, me decía en entrevista Alaa Basatneh, una activista que nació en Siria pero vive en Estados Unidos. Al preguntarle por la polémica en Francia, la protagonista del documental Chicago Girl que ayudó a guiar una revolución en su país a través de las redes sociales me respondió: “El que hombres armados nos obliguen a desvestirnos es casi lo mismo a lo que hace ISIS cuando le disparan a mujeres que usan pantalones.”
Por fortuna, el Colectivo en contra de la Islamofobia en Francia apeló el reglamento anti burkinis y el Conseil d’État lo declaró ilegal porque no significan un riesgo real contra el orden público. Al contrario, la democracia implica el respeto a expresiones religiosas, aunque las odiemos y nos ofendan. Y esto de ninguna manera implica dejar de criticar. En general, las religiones –incluyendo al catolicismo y al judaísmo– merecen ser cuestionadas por seguir dogmas medievales que perpetúan la desigualdad.
Este escándalo dejó claro que donde quiera que estemos, los esquemas de dominación también pasan por la ropa y las modas. En 1907 Annette Kellerman fue arrestada por usar un traje de baño con pantalón y en 1950 el bikini fue prohibido por el papa y países como Italia, España y Portugal. Hoy parece que el estándar “ético y moral” más adecuado es enseñar la piel, depilarnos y morirnos de hambre para cumplir con las expectativas sociales en la playa. Incluso las discusiones sobre el acoso o la violación pasan por lo que traen puesto las mujeres: hay que ser “modestas” para no ponernos en peligro. La discusión sobre el burkini es tan solo una parte.
Esto da pie para preguntarnos por nuestros cuerpos, nuestras inseguridades y las modas que damos por sentadas. Podemos transgredirlas, decidir qué queremos usar y cuándo con plena libertad y sin miedo. Ni la religión, los feminismos o los gobiernos están por encima de esto.
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