Israel
Leyes e instituciones machistas amenazan a todas las mujeres en
Israel, pero las mujeres árabes están acosadas por todos lados
por Samuel Thrope
En 2009, una pareja de la aldea de Tayibe, en el centro de Israel, se
hallaba en medio de un agrio proceso de separación. Su matrimonio ya
se había disuelto en acritud, pero había varias batallas judiciales en
curso, cuando el marido acudió al tribunal islámico y solicitó un
arbitraje. El recurso del marido a la ley islámica no fue reflejo de
su devoción o de la de su mujer. Para la ciudadanía israelí de
cualquier confesión, el divorcio, al igual que el propio matrimonio,
están sujetos casi exclusivamente al ámbito de la ley y las
instituciones religiosas. Cada comunidad religiosa reconocida
–musulmana como esta pareja, pero también judía, drusa y las diversas
denominaciones cristianas– tiene su propio sistema judicial autónomo
que regula estas cuestiones relativas a la condición personal, de
acuerdo con sus propias normas religiosas. Esta es la razón por la que
en Israel no pueden casarse dos personas del mismo sexo o de distintas
confesiones.
La desigualdad de género es inherente a los sistemas jurídicos
religiosos; esta desigualdad se expresa en diferentes tradiciones de
distintas maneras, pero es un rasgo común a todas. En la práctica, los
tribunales religiosos de todas las denominaciones también son
sistemáticamente más indulgentes con los hombres, en parte por el
hecho de que las mujeres no pueden ser nombradas juezas ni desempeñar
otras funciones en un juicio. Para muchas mujeres, la mera experiencia
de vivir un juicio en un entorno masculino tan hostil puede ser a
menudo degradante y vergonzosa.
El remedio concreto que buscaba el marido de Tayibe tiene una larga
historia en la jurisprudencia islámica. En un arbitraje, el juez
ordena a cada parte que nombre a un miembro de la familia u otra
persona que negociará en su nombre para resolver los desacuerdos
pendientes de la pareja. Si la conciliación resulta imposible, los
árbitros pueden recomendar que el tribunal declare disuelto el
matrimonio. Apenas se ha publicado información sobre la pareja en
cuestión; incluso sus nombres permanecen ocultos por orden del
tribunal. Sin embargo, algunos extremos están claros: la mujer es una
luchadora. A sabiendas de las consecuencias de sus actos, informó al
juez de que había elegido a una mujer para que la representara como árbitra.
El tribunal se mostró reacio. Los tribunales islámicos en Israel nunca
habían permitido que una mujer fuera árbitra, pese a que las
autoridades legales musulmanas están divididas en esta cuestión y en
otras partes del mundo islámico (incluida la Autoridad Palestina) las
mujeres pueden ejercer la función de juezas religiosas. Como era
previsible, el tribunal rechazó la pretensión de la mujer, pero ella,
decidida, no dio su brazo a torcer. Después de perder también el
recurso, llevó su caso al Tribunal Supremo de Israel, y en una
sentencia de 2013, la jueza Edna Arbel anuló el veto. Lejos de
ajustarse estrictamente a la cuestión en litigio, Arbel aprovechó la
sentencia para insistir en la centralidad de la igualdad de género en
la legislación israelí y su aplicación incluso al sistema judicial
religioso. “Los tribunales religiosos, al igual que todos los
tribunales y autoridades del Estado”, escribió, “están sometidos a los
principios básicos del sistema, incluido el principio de igualdad.”
Al margen de los nobles propósitos de la jueza Arbel, la victoria de
la mujer en este caso es más la excepción que no la regla. Esto no
solo es cierto en el sentido de que hay pocas instancias, dentro del
sistema judicial religioso, en las que se vindican los derechos de las
mujeres. Las ciudadanas árabes –muchas de las cuales me han dicho que
prefieren los términos “palestinas” o “ciudadanas palestinas de
Israel” en vez del que se usa comúnmente, “árabes israelíes”– se
enfrentan a retos específicos que son diferentes incluso de los de las
mujeres palestinas de Jerusalén, Cisjordania y Gaza. Estos retos rara
vez despiertan el interés que merecen en la sociedad y las
instituciones dominantes de Israel. O mejor dicho, no despiertan
ningún interés en absoluto.
El libro The War on Women in Israel (La guerra contra las mujeres en
Israel), de Elana Sztokman, es un ejemplo reciente, justamente, de
este tipo de olvido. Sztokman, nacida en EE UU, ex directora ejecutiva
de la Alianza Feminista Ortodoxa Judía y prominente escritora sobre
temas relacionados con las mujeres judías, ha lanzado una feroz
condena de la creciente discriminación de género y de las agresiones a
mujeres en el Estado judío. Su libro se centra en la creciente
influencia de ideologías radicalmente antifemeninas dentro de la
comunidad ultraortodoxa judía, o haredí, y entre un público más amplio.
Sztokman sostiene que el Estado es cómplice de la expansión de estas
ideologías. Aunque la decisión de mantener la práctica otomana de los
tribunales religiosos separados cuando se fundó el Estado de Israel en
1948 fue en gran medida un favor que se hizo a la comunidad haredí,
que en aquel entonces era muy reducida, Sztokman critica que los
líderes actuales de Israel, en la mayoría laicos, se han confabulado
con los elementos más radicales de la sociedad haredí a expensas de
los derechos de las mujeres, sea por interés económico, por
indiferencia o por cálculo político. “La idea de que una versión
extrema del judaísmo, practicada por una pequeña minoría”, escribe en
un pasaje típico, “puede llegar a considerarse suficientemente
importante como para recibir el apoyo de toda la fuerza legal de un
Estado aparentemente democrático –incluso en detrimento de la mayor
parte de la ciudadanía– es realmente espantosa.”
Este planteamiento hace que el hecho de que las mujeres árabes no
aparezcan mencionadas en The War on Women in Israel sea todavía más
frustrante. Pese a su título inclusivo y su mensaje democrático, las
mujeres israelíes cuyas dificultades relata Sztokman y las heroínas y
activistas israelíes que ensalza son todas israelíes judías. “Mi
interés primordial en este libro está en los problemas de las
mujeres”, explica en una nota al pie de página, una de las referencias
del libro a las palestinas. “No es que no me preocupe la
discriminación que sufren los árabes o palestinos; lo que ocurre es
que el conflicto palestino ya se estudia tan profusamente… y la
cuestión de género, no.” De un plumazo, Sztokman expulsa a las mujeres
árabes de la sociedad israelí, relegándolas al terreno separado del
conflicto palestino.
Aida Touma-Sliman –51 años, dinámica y portadora de gafas, con su
abundante cabellera salpicada de canas– es una feminista comprometida,
fundadora de la influyente organización Mujeres Contra la Violencia y
antigua editora del diario comunista Al-Ittihad. En una conferencia en
la Universidad Hebrea de Jerusalén, celebrada antes de las elecciones
israelíes del pasado mes de marzo, parecía estar en todas partes al
mismo tiempo: en el escenario, saludando a quienes la agasajaban,
contestando al teléfono y hablando con seguidoras más jóvenes, parando
solo el tiempo suficiente para conceder una entrevista impecable a la
televisión con la naturalidad de una política. Touma-Sliman es desde
hace tiempo miembro y candidata perenne del partido socialista
árabe-judío llamado en hebreo Hadash, y con la victoria sin
precedentes del partido en las recientes elecciones, a las que se
presentó formando parte del bloque árabe llamado Lista Conjunta,
resultó elegida al parlamento por primera vez. Actualmente preside la
Comisión sobre la Condición de las Mujeres e Igualdad de Género,
siendo la primera mujer árabe que preside una comisión parlamentaria.
Cuando le comenté a Touma-Sliman la ausencia de las mujeres árabes en
The War on Women in Israel, la avezada activista se limitó a reír. Las
voces y perspectivas de las mujeres árabes, dijo, apenas se escuchan
en el discurso público israelí. “Las mujeres árabes palestinas están
en los márgenes de la sociedad israelí”, explicó. Para la mayoría de
judíos israelíes, las mujeres “son ‘buenas árabes’ en la medida en que
nos esforzamos al máximo por ser invisibles.” Utilizando una metáfora
que he oído decir a otras activistas, Touma-Sliman dijo que las
mujeres árabes están atrapadas en tres círculos de discriminación:
junto con las mujeres israelíes, en la sociedad machista y militarista
de Israel; junto con los hombres palestinos, formando arte de la
minoría árabe del país, muchos de cuyos miembros siguen sintiéndose
asediados a raíz de la violencia del verano pasado y del descarado
racismo de derechas que acompañó a la campaña electoral; y como
mujeres árabes dentro de la sociedad palestina conservadora y tradicional.
Pese a que las mujeres de distintas comunidades se ven afectadas de
modo diferente por estas presiones –una urbanita educada de Haifa, por
ejemplo, dispone de más recursos que una beduina del desierto de
Negev–, los problemas a que se enfrentan todas las mujeres árabes se
agravan en función de cómo interactúan estos tres círculos y se
refuerzan mutuamente. Esto tal vez puede verse más claramente en el
caso de la violencia contra las mujeres. Aunque las mujeres árabes no
representan más que alrededor del 10 % de la población israelí, según
los registros policiales el 25 % de las 71 mujeres asesinadas por sus
parejas de 2009 a 2013 (el último año del que hay datos disponibles)
eran árabes, al igual que alrededor del 15 % de las víctimas de casos
de violencia domésticas en general.
Igual de alarmante es el hecho de que todos los años mujeres árabes
mueren asesinadas por sus familias en lo que comúnmente se entiende
por “crímenes de honor”. Sin embargo, estos casos de lo que las
activistas llaman “feminicidio” no son simplemente una represalia por
la vergüenza supuestamente infundida por la transgresión sexual de una
hija o una hermana. Según investigaciones de Mujeres Contra la
Violencia, también entra en juego la voluntad de reforzar la autoridad
masculina. “A medida que las mujeres han ganado en movilidad y
libertad de decisión, los hombres han sentido cada vez más una amenaza
para su autoridad en la familia y de este modo han reforzado su
control sobre la vida de las mujeres”, escribió Touma-Sliman en la
colección “Honor: Crímenes, paradigmas y violencia contra las
mujeres”, de 2005. Con estos crímenes, “los hombres intentan
estabilizar un mundo cambiante recurriendo a la violencia contra las mujeres”.
Esta violencia se ve exacerbada por el sistema de justicia penal
israelí. Activistas han informado de que hay investigaciones de
feminicidios que se cierran a menudo por falta de pruebas, por mucho
que los autores sean conocidos, o en las que los miembros de la
familia declarados culpables salen con condenas mínimas. A las mujeres
que acuden a la policía en busca de ayuda y protección, a menudo no se
les hace caso o, peor aún, las entregan a notables de la comunidad que
las devuelven a sus familias y al peligro. En al menos dos casos, en
1997 y 1998, activistas entregaron a la policía una lista de mujeres
de la ciudad de Ramle que habían sido amenazadas por sus familias y
temían denunciarlo por sí mismas. A pesar de las advertencias, algunas
mujeres de esas mismas listas fueron asesinadas posteriormente.
Las activistas sostienen desde hace tiempo que detrás de estos fallos
se oculta un motivo siniestro. El sistema judicial, denuncian, a
menudo cierra casos en los que mujeres árabes han sido asesinadas por
sus familiares, y lo hace por motivos políticos, amparándose en la
excusa de la falta de pruebas suficientes. Es el hecho de que existe
una discriminación que se solapa, en estas instancias y otras, el que
convence a Touma-Sliman de que las feministas no deben concentrarse en
un único terreno. “No creo que una lucha feminista pueda separar entre
luchas, que yo pueda decir: quiero combatir la violencia contra las
mujeres, pero no politizarla, no me hables de los colonos o del pueblo
palestino”, dice. “Este no es el feminismo que conozco. El feminismo
es un movimiento que no solo aspira a la liberación individual, sino
también al cambio estructural para construir una sociedad más justa.”
La política israelí que describe Sztokman de control religioso sobre
el matrimonio y el divorcio no apunta específicamente contra las
musulmanas y las cristianas. Las limitaciones al divorcio en el
judaísmo implican a menudo que las mujeres judías sufren tanto o más
que aquellas. La ley rabínica estipula que un hombre tiene que
entregar a su esposa un acta de divorcio –un guet– para que el
matrimonio quede disuelto. Si el marido se niega a entregar el guet,
la mujer queda en un limbo legal, a veces durante años, sin poder
casarse otra vez. Sin embargo, en el caso de los tribunales
religiosos, las mujeres árabes también se ven atrapadas entre círculos
de discriminación que se solapan. “Las mujeres palestinas se ven
condenadas al silencio cuando hablan del daño que causa la legislación
familiar”, dice Shirin Batshon, de 36 años, una dinámica y lúcida
abogada y activista feminista, originaria de la ciudad de Lod. “No
solo por el Estado, sino también por la dirección política palestina.”
En 2013, Batshon escribió una carta abierta a Haneen Zoabi, que
entonces era la única diputada árabe en la Knesset por el partido
Balad, pidiéndole que promoviera la cuestión del matrimonio civil de
los ciudadanos árabes de Israel, una cuestión que el Balad no había
apoyado. En opinión de Batshon, esta falta de apoyo a la reforma del
matrimonio y del divorcio no se debe a creencias religiosas o al
tradicionalismo. “Parte del conservadurismo en este terreno tiene que
ver con el hecho de que esta es una sociedad sometida al ataque
permanente desde el exterior”, me dijo cuando me reuní con ella en su
despacho en Haifa. “Necesita protegerse; es la psicología de una
minoría que necesita proteger su tradición y su cultura.”
“Mire lo que ha ocurrido con los partidos árabes”, prosiguió Batshon,
refiriéndose a la Lista Conjunta que estaba formándose en la época en
que hablamos. “El Balad, que se autodefine como un partido laico y
democrático, tiene que juntarse con el movimiento islámico. ¿Piensa
usted que no van a pagar un precio? Si alguna vez hubo una posibilidad
de que el Balad impulsara el matrimonio civil, hoy en día ya no la
hay. ¿Quién tiene la culpa de que así sea? Entre otras razones, es el
ataque a la minoría. Si tomamos el ejemplo de los árbitros, ¿Qué
ocurrió?”, continuó Batshon, quien intervino en el caso para la
organización feminista palestina Kayan. “El tribunal islámico no
aceptó nombrar a una mujer. Ningún miembro de la dirección palestina
tomó cartas en el asunto. ¿Qué tuvo que hacer esta mujer? Tuvo que
recurrir al Estado, que también la discrimina en otros terrenos, y
decirle: ‘Protegedme del tribunal islámico.’”
Durante décadas, las mujeres palestinas han sido postergadas en el
mundo del trabajo. En 2014, según cifras oficiales, alrededor del 31 %
de las mujeres palestinas en Israel tenían empleo, un porcentaje muy
inferior al de cualquier otro sector de la sociedad israelí. Los
estudios realizados demuestran al unísono que esta escasa proporción
tiene poco que ver con una oposición conservadora o tradicional a que
las mujeres trabajen fuera de casa; como ocurre con otros israelíes,
el aumento del coste de la vida implica que para la mayoría de las
familias palestinas, ingresar dos salarios es un imperativo económico.
Recientemente, el gobierno israelí ha empezado a impulsar el aumento
del empleo en la comunidad árabe, y en particular entre las mujeres;
la primera reunión del primer ministro Benjamin Netanyahu después de
las elecciones con el cabeza de la Lista Conjunta, Ayman Odeh, el
pasado mes de mayo, abordó entre otras cuestiones la del empleo.
Aplicando programas desarrollados por el Comité Judío Estadounidense
para la Distribución Conjunta y otras ONG internacionales, el gobierno
trata de corregir la falta de inversiones en infraestructuras, cuidado
de la infancia, educación y formación profesional en las comunidades
árabes, que las activistas –y la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos (OCDE) en un informe de 2010– han calificado de
obstáculos a la integración de las mujeres el mercado de trabajo.
Nabila Espanioly, una de las feministas más conocidas de Israel, no
alberga ninguna duda de que la inversión es crucial para el cambio
social a favor de las mujeres árabes. Pero insiste en que esto solo es
una parte de la historia. Espanioly, de 60 años, dirige el Centro Al
Tufula, que tiene su sede en Nazaret. Solemne y pausada, esta
psicóloga clínica formada en Alemania describe cómo Al Tufula pasó de
ser el centro pedagógico original dentro de lo que comenzó como la
primera guardería de Nazaret en 1989 –la planta baja del edificio
todavía está ocupada por espacios de juego de colores brillantes y
pequeñas barras de mono– a una organización polifacética que abarca
todos los aspectos del empoderamiento de las mujeres. Al igual que
Touma-Sliman, Espanioly también ha militado durante mucho tiempo en el
partido Hadash. Estuvo a punto de entrar en la Knesset justo antes de
la caída del anterior gobierno, pero fue superada por Touma-Sliman en
las elecciones primarias para cubrir el segundo puesto en la lista del Hadash.
Para Espanioly, el principal obstáculo al empleo de las mujeres árabes
es político: racismo institucionalizado contra los árabes en el
mercado de trabajo, tanto por parte de las empresas como del gobierno.
En vez de hablar de un techo de cristal que bloquea el ascenso
profesional de las mujeres árabes, prefiere emplear la metáfora de una
habitación precintada para denunciar la barrera infranqueable que a su
juicio excluye a las mujeres árabes de la economía israelí en sentido
amplio. Espanioly recuerda un estudio realizado al amparo del Foro de
Planificación de la Política Económica del Instituto Israelí por la
Democracia, y dirigido por Yosef Jabareen, profesor de la Technion, en
el que se compara el mercado de trabajo de Israel con el de los países
vecinos. Mientras que en otros países de la región la educación
permite mejorar posiciones en el mercado de trabajo, no ocurre lo
mismo con los ciudadanos árabes de Israel.
“Cuando ves que las mujeres saudíes son capaces de ejercer un empleo
si mejora su educación”, explica Espanioly, “pero a las mujeres
palestinas en Israel la educación no les sirve para entrar en el
mercado de trabajo, tienes que preguntarte por qué. Y la respuesta es
que la mayoría de los puestos de trabajo están en la economía judía. Y
nosotras estamos conectadas con la economía judía. De modo que, si la
economía judía no se abre a la mujer palestina, la educación tiene el
efecto contrario.”
Me reuní con Rajaa Natour, poeta y activista originaria de la pequeña
aldea de Qalansuwa, en el centro de Israel, en un café de moda de
Jaffa, la histórica ciudad portuaria palestina que ahora está
integrada en el área metropolitana de Tel Aviv. Natour, de 43 años, es
poeta –su obra ha sido publicada recientemente en la antología
bilingüe Two, editada en hebreo y árabe– y activista feminista y
enseñante. Fuma sin cesar y habla rápido, más rápido que lo que uno
podría imaginar de una poeta. Coordinadora del proyecto “Just Right”
en nombre de la Coalición de Mujeres por la Paz, Natour dice que su
familia, que es tradicional, es escéptica con su labor y sus
compromisos políticos expresos. “Cada vez que publico algo en
Facebook, me llaman y dicen: ‘¿Te has vuelto local? ¿Todavía no te han
detenido?’”, me cuenta. “No me dicen que no creen en la labor que
realizo, pero sé que no creen.”
Como destaca Natour, las activistas perturban intrínsecamente las
expectativas culturales de las mujeres árabes, y esto genera
conflictos con la familia y la sociedad. “El concepto de lo que tiene
que ser una mujer palestina es muy concreto”, dice. Mientras que ir a
estudiar a la universidad es aceptable, “al final, se espera que ella
vuelva a la aldea. Esta es la narrativa. Cuando una mujer sigue este
camino y luego decide vivir sola, lejos de la aldea o de la ciudad en
que se crio, y dedicarse a alguna actividad política o ser activista,
eso no es nada común.” Natour afirma que las feministas árabes están
asediadas por todos los lados: la familia y la comunidad, por un lado,
y el Estado y la mayoría judía por otro. Hasta las feministas judías,
que se supone que son aliadas naturales, no participan en una lucha
común con las mujeres árabes. Considera que parte del problema es
estructural: cada organización de mujeres se preocupa por su propia
población particular, creando una constelación feminista difusa que
descarta la unidad del movimiento.
Pero para Natour es igual de importante el hecho de que el feminismo
dominante en Israel está copado por judías asquenazíes, de origen
europeo. Sus socias naturales, a su juicio, son las mujeres mizrajíes,
descendientes de los judíos de Oriente Medio y de África del Norte,
muchos de los cuales vinieron a Israel como refugiados en las décadas
de 1950 y 1960. En los últimos años se ha visto renacer el interés por
la identidad mizrají entre los israelíes, que se expresa tanto en la
música y la cultura como en la política, y ha cobrado fuerza el debate
sobre cómo los judíos mizrajíes estaban y siguen estando sometidos a
la dominación asquenazí.
“¿Qué diálogo mantengo con mujeres asquenazíes realmente?”, pregunta
Natour. “Por supuesto, como mujeres están oprimidas de la misma
manera, pero si hablamos de diálogo político, prefiero trabajar con
mujeres etíopes y mizrajíes, que están oprimidas de un modo similar, y
que me comprenden cuando hablo de racismo, que cuando alguien habla en
árabe en el autobús es como su estallara una bomba.” Y añade:
“Participar en una lucha cooperativa no significa que adoptas mi
postura. No te vuelves palestina. Sigues siendo una mujer judía que
combate la ocupación porque también te oprime a ti. Estás en contra
del racismo porque te oprime a ti, en contra de la desposesión porque
te oprime a ti, y no solo a las palestinas.”
publicado en la revista progresista norteamericana The Nation
Samuel Thrope es un escritor residente en Jerusalén y traductor de The
Israeli Republic, de Jalal Al-e Ahmad.
Traducción: VIENTO SUR
Leyes e instituciones machistas amenazan a todas las mujeres en
Israel, pero las mujeres árabes están acosadas por todos lados
por Samuel Thrope
En 2009, una pareja de la aldea de Tayibe, en el centro de Israel, se
hallaba en medio de un agrio proceso de separación. Su matrimonio ya
se había disuelto en acritud, pero había varias batallas judiciales en
curso, cuando el marido acudió al tribunal islámico y solicitó un
arbitraje. El recurso del marido a la ley islámica no fue reflejo de
su devoción o de la de su mujer. Para la ciudadanía israelí de
cualquier confesión, el divorcio, al igual que el propio matrimonio,
están sujetos casi exclusivamente al ámbito de la ley y las
instituciones religiosas. Cada comunidad religiosa reconocida
–musulmana como esta pareja, pero también judía, drusa y las diversas
denominaciones cristianas– tiene su propio sistema judicial autónomo
que regula estas cuestiones relativas a la condición personal, de
acuerdo con sus propias normas religiosas. Esta es la razón por la que
en Israel no pueden casarse dos personas del mismo sexo o de distintas
confesiones.
La desigualdad de género es inherente a los sistemas jurídicos
religiosos; esta desigualdad se expresa en diferentes tradiciones de
distintas maneras, pero es un rasgo común a todas. En la práctica, los
tribunales religiosos de todas las denominaciones también son
sistemáticamente más indulgentes con los hombres, en parte por el
hecho de que las mujeres no pueden ser nombradas juezas ni desempeñar
otras funciones en un juicio. Para muchas mujeres, la mera experiencia
de vivir un juicio en un entorno masculino tan hostil puede ser a
menudo degradante y vergonzosa.
El remedio concreto que buscaba el marido de Tayibe tiene una larga
historia en la jurisprudencia islámica. En un arbitraje, el juez
ordena a cada parte que nombre a un miembro de la familia u otra
persona que negociará en su nombre para resolver los desacuerdos
pendientes de la pareja. Si la conciliación resulta imposible, los
árbitros pueden recomendar que el tribunal declare disuelto el
matrimonio. Apenas se ha publicado información sobre la pareja en
cuestión; incluso sus nombres permanecen ocultos por orden del
tribunal. Sin embargo, algunos extremos están claros: la mujer es una
luchadora. A sabiendas de las consecuencias de sus actos, informó al
juez de que había elegido a una mujer para que la representara como árbitra.
El tribunal se mostró reacio. Los tribunales islámicos en Israel nunca
habían permitido que una mujer fuera árbitra, pese a que las
autoridades legales musulmanas están divididas en esta cuestión y en
otras partes del mundo islámico (incluida la Autoridad Palestina) las
mujeres pueden ejercer la función de juezas religiosas. Como era
previsible, el tribunal rechazó la pretensión de la mujer, pero ella,
decidida, no dio su brazo a torcer. Después de perder también el
recurso, llevó su caso al Tribunal Supremo de Israel, y en una
sentencia de 2013, la jueza Edna Arbel anuló el veto. Lejos de
ajustarse estrictamente a la cuestión en litigio, Arbel aprovechó la
sentencia para insistir en la centralidad de la igualdad de género en
la legislación israelí y su aplicación incluso al sistema judicial
religioso. “Los tribunales religiosos, al igual que todos los
tribunales y autoridades del Estado”, escribió, “están sometidos a los
principios básicos del sistema, incluido el principio de igualdad.”
Al margen de los nobles propósitos de la jueza Arbel, la victoria de
la mujer en este caso es más la excepción que no la regla. Esto no
solo es cierto en el sentido de que hay pocas instancias, dentro del
sistema judicial religioso, en las que se vindican los derechos de las
mujeres. Las ciudadanas árabes –muchas de las cuales me han dicho que
prefieren los términos “palestinas” o “ciudadanas palestinas de
Israel” en vez del que se usa comúnmente, “árabes israelíes”– se
enfrentan a retos específicos que son diferentes incluso de los de las
mujeres palestinas de Jerusalén, Cisjordania y Gaza. Estos retos rara
vez despiertan el interés que merecen en la sociedad y las
instituciones dominantes de Israel. O mejor dicho, no despiertan
ningún interés en absoluto.
El libro The War on Women in Israel (La guerra contra las mujeres en
Israel), de Elana Sztokman, es un ejemplo reciente, justamente, de
este tipo de olvido. Sztokman, nacida en EE UU, ex directora ejecutiva
de la Alianza Feminista Ortodoxa Judía y prominente escritora sobre
temas relacionados con las mujeres judías, ha lanzado una feroz
condena de la creciente discriminación de género y de las agresiones a
mujeres en el Estado judío. Su libro se centra en la creciente
influencia de ideologías radicalmente antifemeninas dentro de la
comunidad ultraortodoxa judía, o haredí, y entre un público más amplio.
Sztokman sostiene que el Estado es cómplice de la expansión de estas
ideologías. Aunque la decisión de mantener la práctica otomana de los
tribunales religiosos separados cuando se fundó el Estado de Israel en
1948 fue en gran medida un favor que se hizo a la comunidad haredí,
que en aquel entonces era muy reducida, Sztokman critica que los
líderes actuales de Israel, en la mayoría laicos, se han confabulado
con los elementos más radicales de la sociedad haredí a expensas de
los derechos de las mujeres, sea por interés económico, por
indiferencia o por cálculo político. “La idea de que una versión
extrema del judaísmo, practicada por una pequeña minoría”, escribe en
un pasaje típico, “puede llegar a considerarse suficientemente
importante como para recibir el apoyo de toda la fuerza legal de un
Estado aparentemente democrático –incluso en detrimento de la mayor
parte de la ciudadanía– es realmente espantosa.”
Este planteamiento hace que el hecho de que las mujeres árabes no
aparezcan mencionadas en The War on Women in Israel sea todavía más
frustrante. Pese a su título inclusivo y su mensaje democrático, las
mujeres israelíes cuyas dificultades relata Sztokman y las heroínas y
activistas israelíes que ensalza son todas israelíes judías. “Mi
interés primordial en este libro está en los problemas de las
mujeres”, explica en una nota al pie de página, una de las referencias
del libro a las palestinas. “No es que no me preocupe la
discriminación que sufren los árabes o palestinos; lo que ocurre es
que el conflicto palestino ya se estudia tan profusamente… y la
cuestión de género, no.” De un plumazo, Sztokman expulsa a las mujeres
árabes de la sociedad israelí, relegándolas al terreno separado del
conflicto palestino.
Aida Touma-Sliman –51 años, dinámica y portadora de gafas, con su
abundante cabellera salpicada de canas– es una feminista comprometida,
fundadora de la influyente organización Mujeres Contra la Violencia y
antigua editora del diario comunista Al-Ittihad. En una conferencia en
la Universidad Hebrea de Jerusalén, celebrada antes de las elecciones
israelíes del pasado mes de marzo, parecía estar en todas partes al
mismo tiempo: en el escenario, saludando a quienes la agasajaban,
contestando al teléfono y hablando con seguidoras más jóvenes, parando
solo el tiempo suficiente para conceder una entrevista impecable a la
televisión con la naturalidad de una política. Touma-Sliman es desde
hace tiempo miembro y candidata perenne del partido socialista
árabe-judío llamado en hebreo Hadash, y con la victoria sin
precedentes del partido en las recientes elecciones, a las que se
presentó formando parte del bloque árabe llamado Lista Conjunta,
resultó elegida al parlamento por primera vez. Actualmente preside la
Comisión sobre la Condición de las Mujeres e Igualdad de Género,
siendo la primera mujer árabe que preside una comisión parlamentaria.
Cuando le comenté a Touma-Sliman la ausencia de las mujeres árabes en
The War on Women in Israel, la avezada activista se limitó a reír. Las
voces y perspectivas de las mujeres árabes, dijo, apenas se escuchan
en el discurso público israelí. “Las mujeres árabes palestinas están
en los márgenes de la sociedad israelí”, explicó. Para la mayoría de
judíos israelíes, las mujeres “son ‘buenas árabes’ en la medida en que
nos esforzamos al máximo por ser invisibles.” Utilizando una metáfora
que he oído decir a otras activistas, Touma-Sliman dijo que las
mujeres árabes están atrapadas en tres círculos de discriminación:
junto con las mujeres israelíes, en la sociedad machista y militarista
de Israel; junto con los hombres palestinos, formando arte de la
minoría árabe del país, muchos de cuyos miembros siguen sintiéndose
asediados a raíz de la violencia del verano pasado y del descarado
racismo de derechas que acompañó a la campaña electoral; y como
mujeres árabes dentro de la sociedad palestina conservadora y tradicional.
Pese a que las mujeres de distintas comunidades se ven afectadas de
modo diferente por estas presiones –una urbanita educada de Haifa, por
ejemplo, dispone de más recursos que una beduina del desierto de
Negev–, los problemas a que se enfrentan todas las mujeres árabes se
agravan en función de cómo interactúan estos tres círculos y se
refuerzan mutuamente. Esto tal vez puede verse más claramente en el
caso de la violencia contra las mujeres. Aunque las mujeres árabes no
representan más que alrededor del 10 % de la población israelí, según
los registros policiales el 25 % de las 71 mujeres asesinadas por sus
parejas de 2009 a 2013 (el último año del que hay datos disponibles)
eran árabes, al igual que alrededor del 15 % de las víctimas de casos
de violencia domésticas en general.
Igual de alarmante es el hecho de que todos los años mujeres árabes
mueren asesinadas por sus familias en lo que comúnmente se entiende
por “crímenes de honor”. Sin embargo, estos casos de lo que las
activistas llaman “feminicidio” no son simplemente una represalia por
la vergüenza supuestamente infundida por la transgresión sexual de una
hija o una hermana. Según investigaciones de Mujeres Contra la
Violencia, también entra en juego la voluntad de reforzar la autoridad
masculina. “A medida que las mujeres han ganado en movilidad y
libertad de decisión, los hombres han sentido cada vez más una amenaza
para su autoridad en la familia y de este modo han reforzado su
control sobre la vida de las mujeres”, escribió Touma-Sliman en la
colección “Honor: Crímenes, paradigmas y violencia contra las
mujeres”, de 2005. Con estos crímenes, “los hombres intentan
estabilizar un mundo cambiante recurriendo a la violencia contra las mujeres”.
Esta violencia se ve exacerbada por el sistema de justicia penal
israelí. Activistas han informado de que hay investigaciones de
feminicidios que se cierran a menudo por falta de pruebas, por mucho
que los autores sean conocidos, o en las que los miembros de la
familia declarados culpables salen con condenas mínimas. A las mujeres
que acuden a la policía en busca de ayuda y protección, a menudo no se
les hace caso o, peor aún, las entregan a notables de la comunidad que
las devuelven a sus familias y al peligro. En al menos dos casos, en
1997 y 1998, activistas entregaron a la policía una lista de mujeres
de la ciudad de Ramle que habían sido amenazadas por sus familias y
temían denunciarlo por sí mismas. A pesar de las advertencias, algunas
mujeres de esas mismas listas fueron asesinadas posteriormente.
Las activistas sostienen desde hace tiempo que detrás de estos fallos
se oculta un motivo siniestro. El sistema judicial, denuncian, a
menudo cierra casos en los que mujeres árabes han sido asesinadas por
sus familiares, y lo hace por motivos políticos, amparándose en la
excusa de la falta de pruebas suficientes. Es el hecho de que existe
una discriminación que se solapa, en estas instancias y otras, el que
convence a Touma-Sliman de que las feministas no deben concentrarse en
un único terreno. “No creo que una lucha feminista pueda separar entre
luchas, que yo pueda decir: quiero combatir la violencia contra las
mujeres, pero no politizarla, no me hables de los colonos o del pueblo
palestino”, dice. “Este no es el feminismo que conozco. El feminismo
es un movimiento que no solo aspira a la liberación individual, sino
también al cambio estructural para construir una sociedad más justa.”
La política israelí que describe Sztokman de control religioso sobre
el matrimonio y el divorcio no apunta específicamente contra las
musulmanas y las cristianas. Las limitaciones al divorcio en el
judaísmo implican a menudo que las mujeres judías sufren tanto o más
que aquellas. La ley rabínica estipula que un hombre tiene que
entregar a su esposa un acta de divorcio –un guet– para que el
matrimonio quede disuelto. Si el marido se niega a entregar el guet,
la mujer queda en un limbo legal, a veces durante años, sin poder
casarse otra vez. Sin embargo, en el caso de los tribunales
religiosos, las mujeres árabes también se ven atrapadas entre círculos
de discriminación que se solapan. “Las mujeres palestinas se ven
condenadas al silencio cuando hablan del daño que causa la legislación
familiar”, dice Shirin Batshon, de 36 años, una dinámica y lúcida
abogada y activista feminista, originaria de la ciudad de Lod. “No
solo por el Estado, sino también por la dirección política palestina.”
En 2013, Batshon escribió una carta abierta a Haneen Zoabi, que
entonces era la única diputada árabe en la Knesset por el partido
Balad, pidiéndole que promoviera la cuestión del matrimonio civil de
los ciudadanos árabes de Israel, una cuestión que el Balad no había
apoyado. En opinión de Batshon, esta falta de apoyo a la reforma del
matrimonio y del divorcio no se debe a creencias religiosas o al
tradicionalismo. “Parte del conservadurismo en este terreno tiene que
ver con el hecho de que esta es una sociedad sometida al ataque
permanente desde el exterior”, me dijo cuando me reuní con ella en su
despacho en Haifa. “Necesita protegerse; es la psicología de una
minoría que necesita proteger su tradición y su cultura.”
“Mire lo que ha ocurrido con los partidos árabes”, prosiguió Batshon,
refiriéndose a la Lista Conjunta que estaba formándose en la época en
que hablamos. “El Balad, que se autodefine como un partido laico y
democrático, tiene que juntarse con el movimiento islámico. ¿Piensa
usted que no van a pagar un precio? Si alguna vez hubo una posibilidad
de que el Balad impulsara el matrimonio civil, hoy en día ya no la
hay. ¿Quién tiene la culpa de que así sea? Entre otras razones, es el
ataque a la minoría. Si tomamos el ejemplo de los árbitros, ¿Qué
ocurrió?”, continuó Batshon, quien intervino en el caso para la
organización feminista palestina Kayan. “El tribunal islámico no
aceptó nombrar a una mujer. Ningún miembro de la dirección palestina
tomó cartas en el asunto. ¿Qué tuvo que hacer esta mujer? Tuvo que
recurrir al Estado, que también la discrimina en otros terrenos, y
decirle: ‘Protegedme del tribunal islámico.’”
Durante décadas, las mujeres palestinas han sido postergadas en el
mundo del trabajo. En 2014, según cifras oficiales, alrededor del 31 %
de las mujeres palestinas en Israel tenían empleo, un porcentaje muy
inferior al de cualquier otro sector de la sociedad israelí. Los
estudios realizados demuestran al unísono que esta escasa proporción
tiene poco que ver con una oposición conservadora o tradicional a que
las mujeres trabajen fuera de casa; como ocurre con otros israelíes,
el aumento del coste de la vida implica que para la mayoría de las
familias palestinas, ingresar dos salarios es un imperativo económico.
Recientemente, el gobierno israelí ha empezado a impulsar el aumento
del empleo en la comunidad árabe, y en particular entre las mujeres;
la primera reunión del primer ministro Benjamin Netanyahu después de
las elecciones con el cabeza de la Lista Conjunta, Ayman Odeh, el
pasado mes de mayo, abordó entre otras cuestiones la del empleo.
Aplicando programas desarrollados por el Comité Judío Estadounidense
para la Distribución Conjunta y otras ONG internacionales, el gobierno
trata de corregir la falta de inversiones en infraestructuras, cuidado
de la infancia, educación y formación profesional en las comunidades
árabes, que las activistas –y la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos (OCDE) en un informe de 2010– han calificado de
obstáculos a la integración de las mujeres el mercado de trabajo.
Nabila Espanioly, una de las feministas más conocidas de Israel, no
alberga ninguna duda de que la inversión es crucial para el cambio
social a favor de las mujeres árabes. Pero insiste en que esto solo es
una parte de la historia. Espanioly, de 60 años, dirige el Centro Al
Tufula, que tiene su sede en Nazaret. Solemne y pausada, esta
psicóloga clínica formada en Alemania describe cómo Al Tufula pasó de
ser el centro pedagógico original dentro de lo que comenzó como la
primera guardería de Nazaret en 1989 –la planta baja del edificio
todavía está ocupada por espacios de juego de colores brillantes y
pequeñas barras de mono– a una organización polifacética que abarca
todos los aspectos del empoderamiento de las mujeres. Al igual que
Touma-Sliman, Espanioly también ha militado durante mucho tiempo en el
partido Hadash. Estuvo a punto de entrar en la Knesset justo antes de
la caída del anterior gobierno, pero fue superada por Touma-Sliman en
las elecciones primarias para cubrir el segundo puesto en la lista del Hadash.
Para Espanioly, el principal obstáculo al empleo de las mujeres árabes
es político: racismo institucionalizado contra los árabes en el
mercado de trabajo, tanto por parte de las empresas como del gobierno.
En vez de hablar de un techo de cristal que bloquea el ascenso
profesional de las mujeres árabes, prefiere emplear la metáfora de una
habitación precintada para denunciar la barrera infranqueable que a su
juicio excluye a las mujeres árabes de la economía israelí en sentido
amplio. Espanioly recuerda un estudio realizado al amparo del Foro de
Planificación de la Política Económica del Instituto Israelí por la
Democracia, y dirigido por Yosef Jabareen, profesor de la Technion, en
el que se compara el mercado de trabajo de Israel con el de los países
vecinos. Mientras que en otros países de la región la educación
permite mejorar posiciones en el mercado de trabajo, no ocurre lo
mismo con los ciudadanos árabes de Israel.
“Cuando ves que las mujeres saudíes son capaces de ejercer un empleo
si mejora su educación”, explica Espanioly, “pero a las mujeres
palestinas en Israel la educación no les sirve para entrar en el
mercado de trabajo, tienes que preguntarte por qué. Y la respuesta es
que la mayoría de los puestos de trabajo están en la economía judía. Y
nosotras estamos conectadas con la economía judía. De modo que, si la
economía judía no se abre a la mujer palestina, la educación tiene el
efecto contrario.”
Me reuní con Rajaa Natour, poeta y activista originaria de la pequeña
aldea de Qalansuwa, en el centro de Israel, en un café de moda de
Jaffa, la histórica ciudad portuaria palestina que ahora está
integrada en el área metropolitana de Tel Aviv. Natour, de 43 años, es
poeta –su obra ha sido publicada recientemente en la antología
bilingüe Two, editada en hebreo y árabe– y activista feminista y
enseñante. Fuma sin cesar y habla rápido, más rápido que lo que uno
podría imaginar de una poeta. Coordinadora del proyecto “Just Right”
en nombre de la Coalición de Mujeres por la Paz, Natour dice que su
familia, que es tradicional, es escéptica con su labor y sus
compromisos políticos expresos. “Cada vez que publico algo en
Facebook, me llaman y dicen: ‘¿Te has vuelto local? ¿Todavía no te han
detenido?’”, me cuenta. “No me dicen que no creen en la labor que
realizo, pero sé que no creen.”
Como destaca Natour, las activistas perturban intrínsecamente las
expectativas culturales de las mujeres árabes, y esto genera
conflictos con la familia y la sociedad. “El concepto de lo que tiene
que ser una mujer palestina es muy concreto”, dice. Mientras que ir a
estudiar a la universidad es aceptable, “al final, se espera que ella
vuelva a la aldea. Esta es la narrativa. Cuando una mujer sigue este
camino y luego decide vivir sola, lejos de la aldea o de la ciudad en
que se crio, y dedicarse a alguna actividad política o ser activista,
eso no es nada común.” Natour afirma que las feministas árabes están
asediadas por todos los lados: la familia y la comunidad, por un lado,
y el Estado y la mayoría judía por otro. Hasta las feministas judías,
que se supone que son aliadas naturales, no participan en una lucha
común con las mujeres árabes. Considera que parte del problema es
estructural: cada organización de mujeres se preocupa por su propia
población particular, creando una constelación feminista difusa que
descarta la unidad del movimiento.
Pero para Natour es igual de importante el hecho de que el feminismo
dominante en Israel está copado por judías asquenazíes, de origen
europeo. Sus socias naturales, a su juicio, son las mujeres mizrajíes,
descendientes de los judíos de Oriente Medio y de África del Norte,
muchos de los cuales vinieron a Israel como refugiados en las décadas
de 1950 y 1960. En los últimos años se ha visto renacer el interés por
la identidad mizrají entre los israelíes, que se expresa tanto en la
música y la cultura como en la política, y ha cobrado fuerza el debate
sobre cómo los judíos mizrajíes estaban y siguen estando sometidos a
la dominación asquenazí.
“¿Qué diálogo mantengo con mujeres asquenazíes realmente?”, pregunta
Natour. “Por supuesto, como mujeres están oprimidas de la misma
manera, pero si hablamos de diálogo político, prefiero trabajar con
mujeres etíopes y mizrajíes, que están oprimidas de un modo similar, y
que me comprenden cuando hablo de racismo, que cuando alguien habla en
árabe en el autobús es como su estallara una bomba.” Y añade:
“Participar en una lucha cooperativa no significa que adoptas mi
postura. No te vuelves palestina. Sigues siendo una mujer judía que
combate la ocupación porque también te oprime a ti. Estás en contra
del racismo porque te oprime a ti, en contra de la desposesión porque
te oprime a ti, y no solo a las palestinas.”
publicado en la revista progresista norteamericana The Nation
Samuel Thrope es un escritor residente en Jerusalén y traductor de The
Israeli Republic, de Jalal Al-e Ahmad.
Traducción: VIENTO SUR
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