Cómo el bueno de Adrian Elms se convirtió en un terrorista
Cambios de identidad, alienación y explosiones de violencia marcan la transformación de un joven de Kent en el sanguinario Khalid Masood
Birmingham
En una apacible urbanización en Winson Green, al oeste de Birmingham, se encuentra la calle Quayside. Casas de ladrillo de tres plantas, buenos coches y calles apenas transitadas. El pequeño jardín del número 4, en la esquina de la calle, luce un poco descuidado. No parece haber vivido nadie desde que Khalid Masood y su familia abandonaron la casa hace unos meses. La vecina del número 8 está en la calle, con zapatillas de casa. No logra borrar de su cara la expresión de incredulidad. “Él solía cuidar del césped”, explica. “También me lo encontraba lavando el coche en la calle. ¿Sabe? No habría podido decir nada malo de ese hombre. Su mujer siempre iba cubierta y él, algunos días, llevaba también un vestido hasta los pies, gris o blanco. Y un gorrito. Tenían un hijo pequeño. No les conocía mucho, pero parecía un buen hombre. Ahora no puedo ni pensar que mis hijos hayan tenido contacto con él”.
La policía trata desde el miércoles de desentrañar a Khalid Masood. De descifrar la cabeza de un muerto. Comprender cómo Adrian Elms, nacido en Kent hace 52 años, se convirtió en el terrorista Khalid Masood, inspirado supuestamente por el autodenominado Estado Islámico, que mató a cuatro personas e hirió a medio centenar en el corazón de la democracia británica.
UN PERFIL INSÓLITO EN LA NUEVA YIHAD
ÓSCAR GUTIÉRREZ
Atentar pasados los 50 años es un hecho insólito en el escenario terrorista actual. El británico Khalid Masood, que contaba 52 primaveras cuando atentó el miércoles en Londres, no es sin embargo el primero en hacerlo. Medio siglo de vida tenía a sus espaldas Man Haron Monis, el iraní de nacionalidad australiana, autor del secuestro de un café de Sidney (Australia), el 15 de diciembre de 2014. Murió junto a dos rehenes. Haron Monis tenía a sus espaldas un historial de violencia, abusos sexuales e incluso asesinato —se le vinculó con el de su exmujer—. Masood también pasó por prisión. Pero son los jóvenes de entre 20 y 30 años, la franja de edad de la tercera y actual generación de yihadistas los que encajan más en esa ruta hacia el terror: delincuencia, marginalidad, prisión y radicalización.
Según el historial publicado por la prensa británica, Masood estuvo algún tiempo en Arabia Saudí a finales de la década pasada. Recuerda su estancia quizá a la que hicieron en el mismo país Rizwan Farook y Tashfeen Malik, los autores de la matanza de San Bernardino, el 2 de diciembre de 2015. Murieron matando a 14 personas. Farrok tenía 28 años y Malik, 29.
La mayor parte de individuos ligados a la yihad en torno a los 50 responden a un perfil muy religioso, ideologizado, con experiencia en la guerra e inclinados a que más bien sean los cachorros los que pasen a la acción y encuentren la muerte.
El terrorista más buscado, Abubaker al Bagdadi, líder del Estado Islámico, tiene 45 años, los mismos que tenía cuando fue abatido uno de los símbolos de la yihad actual, Anuar al Aulaki. 59 tiene el ideólogo sirio-español hoy desaparecido Abu Musab al Suri; 50 había cumplido antes de morir el temible jordano Abu Musab al Zarqaui, y 56 uno de los históricos de Al Qaeda, Said al Adel, aún en libertad.
Masood, protagonista de un proceso de radicalización a fuego lento, casa poco con la nueva generación de yihadistas, hermanos pequeños del 11-M y 7-J. Salvo en una cosa, eso que el experto francés Olivier Roy describe como un proceso de violencia basado en la búsqueda apocalíptica de una cosa, un final: la muerte.
La última foto de Masood con vida muestra a un hombre corpulento tumbado en una camilla, con una camisa negra abierta, rodeado de policías y personal de emergencias. Minutos antes había caído abatido a tiros por un guardaespaldas en los jardines del Parlamento, tras matar a cuchilladas al agente de policía Keith Palmer, de 48 años. Salió corriendo hacia él desde el Hyundai Tucson gris que había empotrado en la verja del palacio de Westminster, dando un volantazo a la izquierda después de haber recorrido a toda velocidad el puente de Westminster, derribando a su paso a medio centenar de personas.
Esa noche había dormido en el hotel Preston Park de Brighton, de 70 euros la habitación. Llegó en el Hyundai alquilado en una sucursal de Enterprise en Birmingham. Durmió solo. Se había inscrito con su propio nombre y, según relata el personal del hotel, “bromeó y se rio” con ellos. Un empresario que coincidió con Masood en el hotel le describía en televisión como “total y perfectamente normal”. “Elocuente, educado, presentable, y el tipo va camino de cometer un asesinato múltiple”, explicaba. “Eso quiere decir que podría ser cualquiera”.
El viaje mortal de Masood partió de un modesto apartamento encima de un pequeño restaurante persa llamado Shiraz, en el número 167 de la calle de Hagley, una arteria que recorre el oeste de Birmingham. Al piso se accede por una humilde puerta. Hay un solo timbre y ningún nombre.
Kevin despacha en el mostrador de un humilde ultramarinos iraní dos portales más abajo. El jueves fue su primer día de trabajo. “Al llegar, me encontré todo acordonado por la policía, explica. “Mi compañero me contó que aquel hombre era cliente habitual nuestro. Venía y compraba cosas a cualquier hora del día. Era un hombre muy fuerte, atlético. No era muy hablador”.
Edgebaston, donde se encuentra el piso, es un barrio de contrastes. Hay una universidad, un estadio de cricket y un campo de golf. Vecindarios acomodados, zonas habitadas por estudiantes y otras más abandonadas como este tramo de la calle Hagley, donde abundan los comercios cerrados, y un decadente pub inglés convive con ultramarinos árabes, restaurantes indios de barrio y kebabs.
“Birmingham es, étnicamente, la ciudad más vibrante de Reino Unido, más que Londres”, explica Mohammed Abbasi, de la asociación de musulmanes británicos Open Your Eyes. “Aquí hay muchas comunidades diferentes, más aún en los últimos años. La ciudad ha cambiado mucho. Mis padres, que vinieron en los años 60 de Pakistán, conocían a todo el mundo en la calle por su nombre. Hoy hay mucho menos sentimiento de comunidad”.
Es el caso del vecindario donde se encuentra el chalé adosado de la calle Quayside en el que vivió Masood hasta que, en diciembre del año pasado, se trasladó al piso de la calle Hagley. “Llevo cinco años viviendo aquí y ni le había visto”, asegura el vecino de la casa de enfrente, que no quiere dar su nombre. “Pensé que la casa estaba vacía. Este es un sitio muy tranquilo y la gente es reservada. Vamos al trabajo y volvemos a casa, no hay nada parecido a una vida de comunidad”.
Masood se instaló el año pasado en este chalé con su tercera pareja y al menos una niña pequeña. Se trata, por lo menos, de la decimocuarta vivienda que ocupó Masood en su vida nómada. Antes de Birmingham vivió en dos domicilios del este de Londres y antes aún en Luton, al norte de la capital, donde se instaló en 2009. Allí trabajó de profesor en una academia de idiomas. Los conflictos raciales y religiosos estaban a la orden del día en el Luton de finales de la década pasada. Se cree que, en esa época, Masood ya estaba radicalizado y entró en el radar de los servicios secretos británicos. Pero no era más que, en palabras de Theresa May, una figura “periférica”.
Llegaba a Inglaterra tras una estancia en Arabia Saudí dando clases de inglés. Ese tipo de viaje, apuntan los expertos, es frecuente entre los musulmanes conversos británicos. Pero no está claro en qué momento empezó su radicalización.
Antes de su estancia en Arabia Saudí, Masood se casó con Farzana Malik, una mujer musulmana. En los registros de la boda aún aparece con el nombre de Adrian Russell Elms, aunque en esos tiempos utilizaba el apellido de su padrastro, Ajao. Después de casarse se convirtió en Khalid Masood. Ese mismo año, según un curriculum vitae que utilizó hasta hace poco reproducido por The Sun, se sacó la titulación oficial para dar clases de inglés, su pasaporte a Arabia Saudí. No está claro cuánto duró la relación con Farzana Malik pero, desde su regreso del viaje, convivió con otra mujer.
Contrajo matrimonio con Malik a los pocos meses de su segunda temporada en prisión. Cumplió medio año de condena por rajar la cara a un hombre en Eastbourne, al sureste de Inglaterra. No sería la primera vez que realizaba ese tipo de agresión. Extremistas islámicos habían ingresado en las cárceles con el endurecimiento de las leyes posterior al 11-S. La rutina penitenciaria era un terreno de radicalización y un individuo como Masood-Ajao-Elm, violento y en conflicto con su identidad, constituía un objetivo idóneo.
Su primer ingreso en prisión fue en el año 2000, tras un altercado de tintes racistas en un pub de la pequeña ciudad de Northiam. Le rajó la mejilla a un hombre del lugar con el cuchillo con el que acababa de tapizar la habitación de su hija. Cumplió dos años.
Así acababa su intento de reconducir una juventud problemática. Se había casado a los 28 años con su primera mujer, Jane Harvey, y se instalaron en esa localidad del sur del país con la hija de ambos, nacida en 1992. Allí trabajó en una empresa que suministraba productos de limpieza para la hostelería e incluso se matriculó en la universidad.
Huía literalmente de un pasado de trapicheo de drogas y otros delitos. Las deudas acumuladas en la delincuencia juvenil le hicieron marcharse de Tunbridge Wells, la localidad de Kent donde se crio.
Una vieja fotografía de principios de los ochenta, reproducida estos días en la prensa británica, muestra a un Adrian sonriente, posando con sus compañeros del equipo de fútbol escolar. Es el único niño negro de los 20 retratados. Sus compañeros, en testimonios recogidos por los periódicos, lo recuerdan como un chico “inteligente” y “encantador”. Le llamaban Black Ade (Ade el Negro).
Su madre, Janet Elms, blanca, que frecuentaba la iglesia local, lo crio sola. Hasta que dos años después de dar a luz se casó con Philip Ajao, con quien tendría otros dos hijos. Janet tenía 17 años y no tenía pareja cuando nació Adrian, el día de Navidad de 1964.
Entre ese día y el pasado miércoles, discurrió una vida salpicada por cambios de domicilio y de identidad, marcada por explosiones violentas y dominada por un sentimiento de alienación, que convirtió a Adrian Elms en Khalid Masood, el terrorista más sanguinario que ha actuado en Reino Unido en los últimos 12 años.
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