Afganistán sigue siendo un polvorín
El brutal atentado perpetrado ayer en Kabul, que causó 80 muertos y 350 heridos, volvió a ensangrentar sus calles y situó de nuevo en el primer plano internacional la situación de caos y de violencia en la que Afganistán sigue sumida. Coincidiendo con el inicio del Ramadán, un pequeño camión repleto de explosivos saltó por los aires a pocos metros de la entrada a la zona de seguridad de la capital afgana, apenas a 800 metros en línea recta del palacio presidencial, conocido como Arg o Ciudadela. Tanto la magnitud del atentado como el hecho de que pudiera llevarse a cabo en una zona de alta seguridad revelan, por un lado, la extrema fragilidad de la seguridad en Afganistán; y, por otro, la incapacidad de la comunidad internacional para frenar una guerra cuyo desenlace es crucial en la geopolítica de Oriente Medio y Asia.
Ningún grupo, incluidos los talibán, reivindicó la autoría de la masacre. Sin embargo, lo cierto es que se trata de uno de los peores de los últimos años en una república islámica que fue intervenida por la URSS en 1979 y que luego se ha visto castigada tanto por el salvajismo aberrante de los talibán, la violencia de la insurgencia y, más recientemente, por el precario equilibrio de unas autoridades cuya posición sigue siendo débil. El Gobierno de Kabul es una coalición de pastunes moderados y de tayikos, la comunidad a la que tradicionalmente ha pertenecido la intelectualidad afgana y que, además, ejerció el peso de la guerra contra los talibán cuando EEUU apoyaba a éstos.
Ahora, cuando se han cumplido 15 años de la invasión de Afganistán por parte de Estados Unidos, cabe consignar que ni la intervención militar de las potencias aliadas, ni la cuantiosa ayuda económica que ha recibido el Gobierno afgano, ni tampoco los medios empleados para combatir el terrorismo yihadista han permitido mitigar la escalada de sangre. Los combates entre las fuerzas de seguridad y los talibán -bajo cuyo sometimiento vive un tercio de la población afgana, según la ONU- son constantes en la mayoría de las 34 provincias de este país, a lo que hay que sumar la lucha contra el Estado Islámico. La invasión de Afganistán arrancó en 2001, tras los atentados del 11-S, con la operación Libertad Duradera ordenada por George W. Bush con el doble fin de derrocar el régimen talibán y capturar a Bin Laden. El primer objetivo se cumplió, mientras el terrorista saudí murió en 2011, tras una operación militar de EEUU, ya durante el mandato de Obama.
A pesar de estas acciones y del contingente desplegado por la coalición internacional, Afganistán sigue siendo un polvorín. La OTAN concluyó su misión militar en enero de 2015, aunque EEUU mantiene allí 8.400 uniformados, cuya salida ha ido retrasando por la cruenta intensificación del conflicto. El Pentágono ha presentado a Trump varias opciones, incluido un aumento del número de soldados estadounidenses en Afganistán de entre 3.000 y 5.000. Trump dijo en campaña que estaba en contra de la reconstrucción de países porque primero tenía que reconstruir EEUU. Ahora, en cambio, parece decidido a lo contrario. Y no hay margen ya para ambigüedades dado el cúmulo de víctimas y de atrocidades después de tres lustros de conflicto. Urge una actuación eficaz y contundente que ponga fin a la guerra de Afganistán, lo que exige no sólo reforzar la presencia de tropas internacionales en este país sino que el disfuncional Gobierno afgano alcance al fin una estabilidad y autoridad plenas.
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