lunes, 28 de agosto de 2017

17A: entre ISIS y Columbine

La ‘seguridad’ es un tema tan políticamente jugoso que nadie quiere arriesgarse a perder los votos que aportan las promesas de mano dura y el teatro securitario para apostar por la investigación, el análisis complejo y las políticas a largo plazo
GEMMA GALDON CLAVELL

<p>Homenaje a las víctimas del atentado de Barcelona.</p>
Homenaje a las víctimas del atentado de Barcelona.
ELISE GAZENGEL
28 DE AGOSTO DE 2017
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Lo mejor que podemos hacer después del 17A es reflexionar sobre el cómo y el por qué de lo que pasó. El cómo para diseñar las medidas a corto plazo  orientadas a la obstaculización del terror, el por qué para aspirar a que no se repita a medio y largo plazo.
Esto suena a sentido común, pero no ocurrirá. No ha ocurrido en los últimos 10 años de atentados terroristas en Europa, y tanto la cobertura mediática como la desorientación institucional ante el 17A hacen presagiar que esta vez tampoco será diferente. La ‘seguridad’ es un tema tan políticamente jugoso que nadie quiere arriesgarse a perder los votos que aportan las promesas de mano dura y el teatro securitario (¡bolardos! ¡controles! ¡policía en las calles!) para apostar por la investigación, el análisis complejo y las políticas a largo plazo.
Y sin embargo, esa reflexión sosegada y la investigación rigurosa son más necesarios que nunca. El 17A ha reafirmado algunas de las cosas que ya llevamos tiempo sabiendo (aunque no abordando) pero a la vez ha introducido cambios cualitativos significativos en las dinámicas terroristas de los últimos tiempos. La juventud y las particularidades del proceso de radicalización de los jóvenes que perpetraron el 17A obligan a empezar a plantear el fenómeno de la radicalización como algo más generacional que religioso, y a desarrollar una sociología de la violencia juvenil que nos aleja un poco del ISIS para acercarnos a fenómenos como los tiroteos tipo Columbine en los institutos de Estados Unidos.
JAMÁS HABÍAMOS VISTO A CHAVALES TAN JÓVENES PROTAGONIZAR ESTE TIPO DE ATENTADOS NI UNA DINÁMICA TAN CLARA EN LA QUE UN YIHADISTA DE MANUAL CONVENCE A UNA DECENA DE JÓVENES QUE NO COMPARTEN SU TRAYECTORIA PARA PERDER LA VIDA ASESINANDO A OTROS
Empecemos repasando algunas de las cosas que ya sabíamos. Sabemos que el terrorismo yihadista ha cambiado mucho desde los tiempos de Al-Qaeda. De redes más o menos organizadas, con objetivos político-religiosos ambiciosos y con financiación externa, como el 11S, hemos pasado, en la era del ISIS, a nodos autónomos que funcionan más por contagio que por contacto, que se reconocen como parte de un movimiento del que, en general, tienen poca información y que, sin grandes recursos, buscan objetivos sencillos y próximos.
Sabemos también que el proceso de radicalización de las personas que protagonizan estos ataques es rapidísimo: es decir, que no existía un compromiso religioso previo a la radicalización, lo que ha llevado a algunos especialistas a afirmar que lo que estamos viviendo no es la radicalización del islam, sino la islamización de la radicalización. Esta radicalización, además, sigue una trayectoria tremendamente similar en muchos casos, y tiene como pieza fundamental el paso por la cárcel. El retrato tipo del yihadista europeo es el de un hombre joven (pero no adolescente) socializado en la pequeña delincuencia que le acaba llevando a la cárcel; allí entra en contacto con la religión y sale de ella con un plan que acaba llevando a cabo solo o con otras personas de su entorno, con recursos limitados y dispuesto a morir en el acto, pero sin inmolarse.
Hay una parte de este relato que encaja a la perfección con el 17A. Abdelbaki Es Satty, el imán de Ripoll, responde al arquetipo, y sorprende que con una trayectoria de radicalización de manual no hubiera ningún tipo de seguimiento sobre su trayectoria.
A partir de aquí, no obstante, el caso del 17A se aleja de lo que ya sabíamos. Jamás habíamos visto a chavales tan jóvenes protagonizar este tipo de atentados (hasta ahora, estas franjas de edad en el contexto del terror yihadista sólo se encontraban entre personas captadas para irse a luchar con ISIS, nunca para atentar en suelo europeo) ni una dinámica tan clara en la que un yihadista de manual convence a una decena de jóvenes que no comparten su trayectoria para perder la vida asesinando a otros. Y lo que es quizás más preocupante: jamás habíamos visto un terreno tan fértil para la radicalización como ha resultado ser el de los jóvenes musulmanes de segunda generación.
Columbine
Alejémonos ahora un momento del 17A para poner sobre la mesa otras formas de violencia juvenil. En EEUU se contabilizaron unos 50 ataques protagonizados por jovencísimos asesinos suicidas entre 1996 y 2016. El retrato tipo de esta figura es la de un joven que un día asiste a la escuela (muchas veces su escuela) con un arsenal y mata de forma más o menos indiscriminada al máximo posible de personas para después suicidarse o dejarse matar por la policía. Típicamente, antes ha dejado mensajes en las redes sociales y es habitual que busque de forma premeditada alcanzar la popularidad post-mortem. En el contexto estadounidense se ha hablado mucho ya del impacto de las enfermedades mentales no diagnosticadas, los efectos del bullying o el papel de entornos de socialización juvenil donde domina una estética de la violencia que va desde los videojuegos a las armas como elemento recreativo.
Las diferencias entre estos asesinos suicidas y los yihadistas no siempre son fáciles de trazar. El terrorista de Niza, por ejemplo, sufría una enfermedad mental y estaba medicado por ello, por lo que en un principio se desvinculó su acto del terrorismo yihadista. Pero parece evidente que son muchos los condicionantes que pueden participar en la decisión de morir matando, y que ninguno excluye a otro. Elementos como la brecha generacional, la voluntad de autodestrucción, la ruptura con la sociedad, la estética de la violencia y una cierta visión apocalíptica del mundo coinciden hoy en diferentes expresiones de violencia juvenil. Quizás sea pues hora de poner el foco sobre éstos factores y no sobre una religión que parece tener más de elemento justificador a posteriori que de verdadero desencadenante.
Aprender a hacer preguntas
En la historia de la lucha contra el terrorismo hemos cometido muchos errores. En estos 10 años de prioridad política del terrorismo yihadista se nos ha animado a cerrar fronteras porque el ‘enemigo’ venía, teóricamente, de fuera. Cuando los datos revelaron que los terroristas eran nacidos en Europa, seguimos con los muros, por si acaso nuestra profecía se autocumplía. Añadimos entonces el elemento psicológico, y se nos alentó a investigar cuál era el ‘algoritmo’ de la radicalización, como si los procesos sociales complejos pudieran reducirse a un cálculo fijo de factores cuantitativos sociales, económicos y culturales. Desechado este atajo, nos llevamos las manos a la cabeza por el papel de las redes sociales, pero hoy ya sabemos que éstas juegan un papel más propagandístico que de reclutamiento, y que éste último sigue ocurriendo a través del contacto físico. Y en medio de todas estas hipótesis de pacotilla (en las que no obstante hemos invertido millones y han configurado la imagen popular del ‘yihadista’, extranjero, loco, adicto a los vídeos de decapitaciones), una constante: el problema es la religión. No importa que los mismos documentos del ISIS digan que menos del 30% de sus 4.000 combatientes extranjeros tiene conocimientos avanzados del Islam, que hayamos constatado una y otra vez que las mezquitas no son espacio de radicalización (al contrario, el imán de Ripoll tuvo que esconderse de sus feligreses), ni que en los actos de terror no se diferencie entre víctimas musulmanas y no musulmanas. Es más fácil movilizar contra un enemigo exterior y diferente que enfrentarse a las propias debilidades y problemas.
El único llamamiento a la autocrítica de estos días, de hecho, lo realizó una de las hermanas de dos de los jóvenes que protagonizaron el 17-A, Haifa Ouakbir. Desde la portalada del Monasterio de Ripoll, la muchacha se instó y nos instó a pensar qué ha fallado para que tantos jóvenes hayan preferido morir matando a formarse, enamorarse y divertirse.
SI UNA SOLA PERSONA PUEDE ENCONTRAR EN UN MUNICIPIO DE 10.000 HABITANTES A UNA DOCENA DE PERSONAS CON MÁS RABIA QUE GANAS DE VIVIR, ¿EN QUÉ CAMPO DE MINAS ESTAMOS CONSTRUYENDO NUESTRO ESPEJISMO DE RECUPERACIÓN ECONÓMICA?
Porque si el problema es nuestro, si son nuestros jóvenes los que se envuelven en cartuchos de dinamita, culpar al ISIS, Arabia Saudita, al Rey o a la política no es suficiente. Como bien dice Olivier Roy, “los que perpetran los ataques en Europa no son habitantes de Gaza, Libia o Afganistán. No son necesariamente los más pobres, los más humillados ni los menos integrados”. Entramos, pues, en el terreno de las expectativas vinculadas a la inserción social, a la calidad de nuestras redes de apoyo y a la capacidad de nuestras sociedades para crear futuros que valga la pena vivir.
Si una sola persona puede encontrar en un municipio de 10.000 habitantes a una docena de personas con más rabia que ganas de vivir, ¿en qué campo de minas estamos construyendo nuestro espejismo de recuperación económica? Si nuestra única vara para medir la integración es el nivel de comprensión del catalán (o del castellano), ¿no es que hemos internalizado que un musulmán no puede tener nuestras mismas aspiraciones? Dicen los medios que  Younes Abouyaaqoub, el joven que condujo la furgoneta en las ramblas, utilizó uno de sus primeros sueldos para comprarse un BMW. Quizás no sea verdad (el nivel del periodismo de estos días no es el objeto de esta pieza), pero si lo fuera indicaría expectativas de ascenso social –un ascenso social que este modelo de integración que sacamos a pasear sin hacerle apenas preguntas no permite. Porque quizás hablar catalán pero seguir siendo ‘moro’ y levantarse a las 3 de la mañana para cobrar 50 euros en negro no sea el sueño de los adolescentes de nuestro país. Quizás no es lo mismo ser emigrante de primera generación y aspirar a paz, casa y trabajo que ser segunda generación y criarte con expectativas de ascenso social para después darte con el techo de cristal una y otra vez.
Los poquísimos estudios que tenemos nos alertan, por ejemplo, de que las jóvenes musulmanas licenciadas tienen enormes dificultades para encontrar trabajo debido a su religión. De los chicos sabemos poco, porque la mejor manera de no tener que cuestionarnos cómo funcionamos como sociedad es precisamente no saber qué pasa más allá de nuestras narices.
Volviendo a la imagen de Columbine, hay elementos para un cierto optimismo. El nivel de anomia social de los jóvenes europeos parece estar aún lejos del de los estadounidenses. Los yihadistas europeos siguen atentando en espacios alejados de su cotidianeidad. Pueden matar porque atentan contra un enemigo abstracto, caricaturizado en su proceso de radicalización. El odio y la rabia, pues, no tienen una forma concreta, y la ruptura con la sociedad no es total. Por las declaraciones de sus amigos y conocidos, parece poco probable que los jóvenes de Ripoll hubieran podido atentar en su propio pueblo, lo que refuerza la teoría del papel del imán como clave en el proceso.
Los hechos del 17A nos obligan a enfrentarnos con algunos de los peores rasgos de nuestra sociedad y las dinámicas sociales que hemos creado. Nos dan, también, la posibilidad de abordarlos para cambiarlos. Dejemos pues de gastar el dinero en teorías que no se sustentan en hechos, dejemos de invertir fondos públicos en tecnologías de control, en muros y bolardos y empecemos a construir políticas policiales y de seguridad orientadas al seguimiento efectivo de aquellos que responden a un perfil de radicalización. Investiguemos mucho a unos pocos, y no poco a muchos como hacemos ahora. Y despleguemos en paralelo políticas de integración basadas en los hechos y no en fantasías fruto de estereotipos.

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