martes, 22 de agosto de 2017

El Profeta y las mujeres

Capitulo VII de El harén político

08/02/2002 - Autor: Fátima Mernissi - Fuente: Webislam
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Fátima Mernissi
Fátima Mernissi
El Dios musulmán es el único Dios monoteísta cuyo lugar sagrado, la mezquita, da a una alcoba; el único que eligió un Profeta que no callaba sus preocupaciones de hombre, sino que, por el contrario, reflexionó en voz alta sobre la sexualidad y el deseo.
Los imames, evidentemente, pueden aprovecharse de nuestro desconocimiento de los textos sagrados para tejer un hiyab —una cortina sobre la mezquita-hogar—, pero todos sabemos que «el recuerdo es útil para los creyentes» (1) y que basta con inclinarse hacia las páginas de los amarillecidos libros de nuestra historia para ver aparecer las risas de Aixa, los arrebatos y las múltiples preguntas de Um Salma, y asistir a sus reivindicaciones políticas en una ciudad musulmana fabulosa: Medina abierta al cielo.
Mujeres del Profeta: el período feliz
Cuando el Profeta pide la mano de Um Salma, en el año 4 de la hégira (626), Aixa se puso muy celosa, pues había oído hablar de su belleza. Cuando la vio por primera vez, se quedó sin aliento: «¡Es mucho más guapa de lo que me habían dicho!» (2) El autor de al‑Isaba nos describe a Um Salma como «una mujer de una belleza fuera de lo normal (yamal baari), poseedora de un penetrante juicio, un razonamiento rápido (fawra aq1iha) y una extraordinaria capacidad para formular opiniones justas.» (3)
Um Salma, como Muhámmad, pertenecía a la aristocracia de los Coraix y tenía cuatro hijos cuando el Profeta pidió su mano. Al principio lo rechazó, pues le dijo: «Tengo ya hijos y soy muy celosa.» (4) El Profeta, para convencerla, dijo que rogaría a Al-lâh para que la liberara de los celos y que, en cuanto a la edad, él era mucho más viejo que ella. (5) Fue el hijo de Um Salma quien la entregó en matrimonio al Profeta. La recién casada aún amamantaba a su hija pequeña, Zaynab, cuando llegó al hogar del Profeta, y éste cogió la costumbre de saludar al entrar en su casa diciendo: «¿Dónde está Zunab?», diminutivo cariñoso de Zaynab. (6)
Um Salma pertenecía a esa categoría de mujeres de la aristocracia Coraix en que, con la edad, la belleza física y la inteligencia aseguraban un particular ascendiente en su entorno y el privilegio de ser consultada cuando se trataba de asuntos vitales para la comunidad. (7) La primera mujer del Profeta, Jadiya, era muy representativa de esas mujeres llenas de iniciativa, tanto en la vida pública como en la privada. Jadiya había tenido dos maridos antes que el Profeta y les había dado un hijo a cada uno. Fue ella la que «pidió la mano» del Profeta, porque le parecía que tenía las cualidades que más apreciaba en un hombre. También era, como ya hemos visto, heredera de una gran fortuna que le había dejado su anterior marido, fortuna que hizo fructificar invirtiéndola en operaciones de comercio internacional. La tradición insiste en la diferencia de edad en el momento del matrimonio entre Muhámmad, veinticinco años, y Jadiya, cuarenta, pero podemos preguntamos si la edad de Jadiya no era, en realidad, menor, pues en quince años de vida en común le dio siete hijos.
El ejemplo de tipo de mujer dinámica, influyente y llena de iniciativa, tanto en el plano privado como en la vida pública, sigue siendo Hind Bint Utba, que desempeñó un papel primordial en la oposición mecana a Muhámmad, hasta el punto de que, cuando el Profeta conquistó Meka, su nombre figuraba en la lista de los escasos mecanos para los que el Profeta solicitaba la pena de muerte. Éste no le perdonaba su ritual de cantos y bailes en el campo de batalla de Uhud entre los cadáveres de los musulmanes: «Las mujeres, que habían vuelto de la montaña, se mantenían detrás de la tropa tocando el pandero para animar a los soldados. Hind, mujer de Abu Sufiyan, brincaba y bailaba, cantando estos versos:
Somos hijas de la estrella matutina: Caminamos sobre cojines Tenemos los cuellos adornados de perlas: Y los cabellos, perfumados con almizcle. Os abrazamos, si lucháis: si retrocedéis, os abandonamos. Adiós al Amor. (8)
Uno de los papeles de las mujeres en la Arabia preislámica era incitar a los hombres a luchar hasta el final, a no rendirse, a afrontar la muerte en el campo de batalla. Papel que, evidentemente, no tiene nada que ver con la imagen de la mujer sanadora, la mujer que venda las heridas y socorre a los moribundos. Hind y su canto de guerra, al contrario, representan una imagen de la feminidad como impulso de muerte. Además, los historiadores musulmanes describen a Hind como una antropófaga, pues se supone que se comió el hígado de Hamza, el tío del Profeta, al que detestaba especialmente. (9) Ibn Hayyar justifica, por otra parte, los excesos de Hind en el campo de batalla de Uhud y recuerda que la tenía tomada con el tío del Profeta porque aquél había matado a su tío en Sheiba y había tomado parte en las intrigas que condujeron a la muerte de su padre, Utba. Su odio al Islam no sólo era conocido, sino reconocido como justo, puesto que estaba diezmando a su clan. Se comprende, pues, que el Profeta pidiera su cabeza tras su entrada triunfal en Meka, en el año 8 de la hégira (630). Como era la mujer de Abu Sufiyan, el jefe de la ciudad, éste abogó por ella ante Muhámmad. Cuando le fue acordada la gracia, debía presentarse ante Muhámmad con las delegaciones de las mujeres de Meka, para la bey’a (juramento de fidelidad), tras haber hecho su declaración de fe.
El juramento de fidelidad de Hind, que los historiadores han transcrito palabra por palabra, sigue siendo una obra maestra de humor e insolencia política por parte de una mujer forzada a someterse, pero que no renuncia a su derecho a expresarse. Cuando el Profeta le pidió que jurase que «no cometerá adulterio», Hind replicó: «Una mujer libre nunca comete adulterio.» Se supone que el Profeta lanzó una mirada divertida a ‘Umar, «pues conocía las aventuras de Hind y sus relaciones con ‘Umar antes del islamismo.» (11) La personalidad de Hind ha fascinado de tal forma a los historiadores que le han dedicado páginas enteras. (12) Y ¿Cómo hablan éstos de Hind, una mujer que recibió con tanta reticencia el Islam? Por muy raro que pueda parecer en nuestros días, y para mayor honra de los historiadores musulmanes, la personalidad de Hind aflora en su complejidad, con su odio excesivo y su antropofagia que la lleva a comer carne musulmana, por una parte, pero también con sus innegables dones, por otra: «Hind se convirtió en musulmana el día de la conquista de Meka. Se encontraba entre las mujeres más dotadas de juicio (ka nat min uqa1a an‑nisà’).» (13)
El Profeta no se sorprendió, pues, de ver a una mujer como Um Salma, a diferencia de Aixa, que era todavía una adolescente, plantear cuestiones eminentemente políticas que sólo las mujeres maduras son capaces de hacer: «¿Por qué —le preguntó un día al Profeta— se cita a los hombres en el Corán y a las mujeres no?» (14) Una vez planteada la cuestión, esperó la voz del cielo.
Un día en que se estaba peinando tranquilamente, preocupada porque su pregunta seguía sin respuesta —en aquel tiempo, no obstante, Al-lâh respondía cuando una mujer o un hombre preguntaban sobre su situación y su lugar en la nueva comunidad—, escuchó al Profeta recitar en la mezquita la ultima aleya que le había sido revelada y que tenía que ver con ella: «Le había preguntado al Profeta por qué el Corán no habla de nosotras como lo hace de los hombres. Y cuál no sería mi sorpresa cuando una tarde escuché su llamada de lo alto del almimbar, mientras estaba desenredándome el cabello. Me lo até apresuradamente, corrí hacia una de las estancias donde podía escuchar mejor, pegué el oído a la pared, y esto decía el Profeta:
¡Oh, gentes! Al-lâh dice en su libro: «Los hombres sumisos y las mujeres sumisas, los hombres creyentes y las mujeres creyentes, etc.» y así continuó hasta que llegó al pasaje final en que dice: «Para ellos Al-lâh ha preparado perdón y magnífica recompensa». (15)
La respuesta de Al-lâh a Um Salma era muy clara: Al-lâh habla para los dos sexos, que son rigurosamente iguales en cuanto creyentes, es decir, en su condición de miembros de la comunidad. Al-lâh identifica a quienes forman parte de su ciudad, que tienen derecho a su infinita recompensa, y no es el sexo el que determina sus gracias, sino la fe y el deseo de servirlo y obedecerlo. La aleya que escucha Um Salma es revolucionaria, y su lectura no deja ninguna duda al respecto:
Los hombres sumisos y las mujeres sumisas, Los hombres creyentes y las mujeres creyentes, Los hombres piadosos y las mujeres piadosas, Los hombres sinceros y las mujeres sinceras, Los hombres pacientes y las mujeres pacientes, Los hombres que temen a Al-lâh y las mujeres que temen a Al-lâh. Los hombres que dan limosna y las mujeres que dan limosna, Los hombres que ayunan y las mujeres que ayunan, Los que custodian y las que custodian sus partes pudendas, Los que invocan mucho a Al-lâh y las que hacen lo mismo, Para ellos Al-lâh ha preparado perdón y magnífica recompensa. (16)
¿Compartían las demás mujeres las preocupaciones de Um Salma, o se trataba de una iniciativa puramente individual, una excentricidad de una ambiciosa y arrogante aristócrata? ¿Era un capricho de Um Salma o, por el contrario, una corriente de opinión entre las mujeres de Medina?
Hay muchos indicios que nos conducen a creer que se trataba de un verdadero movimiento de protesta de mujeres. La pregunta de Um Salma era el resultado de una agitación reivindicativa y no el capricho de una esposa adulada. En primer lugar, algunas versiones dicen que la iniciativa procedía de las mujeres de la comunidad: «Unas mujeres vinieron donde las mujeres del Profeta y les dijeron: "Al-lâh ha hablado especialmente de vosotras las esposas del Profeta en el Corán, pero no ha dicho nada que tenga que ver con nosotras. ¿No hay nada en nosotras que merezca ser mencionado?" » (17)
Las mujeres no sólo compartían las preocupaciones de Um Salma, sino que tomaron la respuesta del cielo por lo que representaba: una ruptura con las prácticas preislámicas, poner en tela de juicio las costumbres que regían las relaciones entre los sexos. Fueran cuales fueran sus tradiciones, las mujeres parece ser que estaban contentas con el cambio y aspiraban a ver cambiar las cosas con el nuevo Al-lâh. Es tal su triunfo que una azora llevará su nombre, la azora 4, an‑Nisâ’ (las mujeres), que contiene las nuevas leyes sobre la herencia, que despojan a los hombres de sus privilegios. La mujer no solo dejará de ser «heredada» como los camellos y las palmeras, sino que heredará. Competirá con el hombre en el reparto de las fortunas:
Entregad a los hombres una parte de lo que sus padres y sus parientes han dejado, y a las mujeres una parte de lo que sus padres y sus parientes han dejado, ya sea esto poco o mucho. (18)
Esa breve aleya tuvo el efecto de una bomba entre la población masculina de Medina, que se encontraba por primera vez en conflicto directo y personal con el Dios musulmán. Antes de esta aleya, los hombres eran los únicos que tenían derecho a la herencia en Arabia, y las mujeres formaban parte de los bienes heredados: «Cuando moría un hombre, su hijo mayor heredaba a su viuda. Éste podía, si no era su propia madre, casarse con ella o pasarle sus derechos sobre ella a su hermano o su sobrino, si así lo deseaba. Éstos podían casarse con ella en su lugar.» (19)
La nueva reglamentación sobre la herencia, según los nombres, tocaba un terreno, sus relaciones con las mujeres, en que no tenía por qué intervenir el Islam. Éste, según muchos de sus discípulos, debía cambiarlo todo salvo sus privilegios con las mujeres. Se veían afectados por partida doble: los bienes heredados se reducían, ya que la mujer, que era una parte importante de la herencia, no estaba incluida, y, además, lo poco que quedaba para heredar debían compartirlo con ella.
La mujer en la tradición preislámica no tenía ningún derecho a la herencia, que se reducía, en todos los casos, a un asunto de hombres, los del clan del marido o los del suyo: «Antes del Islam, cuando un hombre perdía a su padre, a su hermano o a su hijo, y éste había dejado una viuda, el heredero, aprovechándose de los privilegios de la dote pagada por el difunto, acudía a la casa de la viuda, la tapaba con su jaíque y se arrogaba el derecho exclusivo de casarse con ella. Cuando así lo hacía, la despojaba de su derecho a la parte de la herencia constituida por la dote. Pero si la viuda conseguía llegar hasta su propio clan antes de que llegara el nuevo heredero, éste quedaba desposeído de sus derechos a favor del clan de ella.» (20) La mujer, en el momento de la sucesión, sólo aparecía como un objeto sobre el que se afirmaban las pretensiones de los herederos masculinos, ya fueran los que pertenecían al clan del difunto o los que pertenecían al clan de la mujer.
Las nuevas leyes ponían todo en tela de juicio: el Islam afirmaba la noción del individuo como sujeto, una voluntad siempre presente en el mundo y una consciencia soberana que no puede desaparecer mientras la persona esté con vida. Los hombres se opondrán a esas leyes, al comprender que si las pasan por alto, Muhámmad y Al-lâh apoyarán enseguida otras reivindicaciones de las mujeres, especialmente el derecho a hacer la guerra y participar en el botín.
En caso de guerra, las mujeres permanecían pasivas, fuera del conflicto; en caso de derrota, se veían reducidas al estado de sabaya (cautiva de guerra), mientras que los hombres eran liquidados físicamente. Arabia era una sociedad esclavista, en donde los individuos pertenecían a dos categorías: los libres (ahrar) y los esclavos (‘abid). Esto era válido para los dos sexos, pero, mientras que la voluntad soberana de un hombre libre no podía nunca quedar en suspenso —en el caso en que fuera prisionero, lo mataban—, la de la mujer desaparecía en caso de herencia y de derrota militar: las mujeres libres podían ser «heredadas» y reducidas al estado de cautivas, si no eran redimidas. Y el estatuto de cautiva era muy similar al de esclava. (21)
«Es bueno acordarse», nos dice el Corán (azora 87, aleya 9). A la luz del pasado, el presente se manifiesta con una claridad meridiana: la manera como reaccionaron los contemporáneos del Profeta ante esas leyes la conocemos bien. Al principio, empezaron rechazando las nuevas leyes y continuaron aplicando la tradición de la Yahiliya, a pesar de su conversión al Islam. Después, trataron de ejercer presiones sobre el Profeta para que Al-lâh cambiara esas leyes. Y finalmente, desesperados, se volcaron en la interpretación del texto como medio de escapar de él, todo ello en vida del Profeta. Pero las mujeres no los dejaron, acudían a la casa del Profeta cuando los hombres se obstinaban en aplicar la tradición, es decir, las prácticas preislámicas.
Tal fue el caso de Um Kayya, una mujer ansâr que fue a quejarse al Profeta: «Mi marido ha muerto —le dijo—, y no me dejan heredar.» El hermano de su marido le había dicho, para justificar su decisión, que se atuviera a la tradición y se olvidara de las leyes nuevas: «Las mujeres no montan a caballo ni combaten ... » (22) Um Kayya tenía cinco hijas que fueron totalmente descartadas de la herencia por los hombres del clan. En ese momento, «sólo heredaban los hombres. El niño de sexo masculino y la mujer estaban excluidos de la herencia». (23) Se los consideraba ciudadanos de segunda, porque no tomaban parte en la guerra, acto que permitía a la tribu, en una sociedad de escasez, tener derecho al botín, una de las maneras más corrientes, junto con el comercio y la herencia, de acceder a la riqueza. Pero Um Kayya no fue la única en quejarse, el Profeta asistía a un incesante desfile de mujeres que llegaban a pedirle la aplicación de la nueva ley. El caso de Kubaixa Bint Ma’an tendrá importantes repercusiones, pues Al-lâh tuvo que decidir.
El yerno de Kubaixa quería heredar de ella a la manera tradicional. «Profeta de Al-lâh —dijo—, ni he heredado de mi esposo ni he conservado mi libertad de casarme con quien quiera.» (24) Su hijastro, Abu Qais b. al‑Aslat, se negaba a aplicar la nueva ley y se empeñaba en heredar de la mujer de su padre, quien, por lo que parece, tenía otros proyectos en la cabeza. El conflicto que enfrentaba a los hombres contra las mujeres volvía a. desgarrar una vez más la comunidad. Pero, también en esta ocasión, van a ganar las mujeres, pues Al-lâh responderá a su llamada, y la aleya 19 de la azora «Las mujeres» caerá como un hachazo: Qais pierde las prerrogativas de la virilidad que le permitían montar a caballo y manejar el sable y el arco:
¡Creyentes! No os es permitido recibir en herencia contra su voluntad a las mujeres, ni impedirles que vuelvan a casarse, para quedaros con una parte de lo que les disteis, a menos que hayan cometido manifiestamente una acción infamante. (25)
La población masculina de Medina, sobre todo los ansâr, estaba especialmente afligida por esa aleya. Kubaixa no pedía ni más ni menos que poner fin a las costumbres de esa ciudad: «La herencia entre los de Yatrib (antiguo nombre de Medina) era así: cuando moría un hombre, su hijo heredaba de su madrastra. Ésta no podía negarse a esa apropiación. Si quería, podía casarse con ella y entonces podía tener las mismas relaciones que su padre antes que él, o separarse de ella, si ya no la quería. Cuando el heredero era demasiado joven, no dejaban que la madrastra se casara, y ésta se veía obligada a esperar que aquél se hiciera mayor para poder tomar una decisión al respecto. (26)
Lo que interesaba al clan y a los herederos varones no eran tanto los encantos físicos de la madrastra como su derecho a la herencia. En principio, el heredero debía devolver la parte de la herencia de su madrastra a los hombres de su clan, en el caso de que no se casara con ella, la «obscenidad» del interés material se enmascaraba con el ceremonial del acto conyugal. En cuanto a los de Meka, que en muchos aspectos eran menos refinados con sus mujeres que los medinenses, no se molestaban con tantas formalidades como necesitaban los hombres ansâr. En Meka, por ejemplo, se practicaba el ‘adl, la prisión por deudas en el sentido más fuerte del término. Se trataba de verdaderas operaciones de chantaje, consignadas por contrato, y que podían tener lugar al margen incluso de la herencia: «El ‘adl existía entre los Coraix, en Meka. Un hombre se casaba con una mujer noble (xarifa). Si ya no le gustaba, se separaba de ella, tras haber convenido que ella no podía volver a casarse sin su permiso. El marido traía unos testigos y establecía ante ellos un contrato por escrito en que se consignaban los términos del acuerdo. Cuando un pretendiente pedía la mano de la mujer, ella no podía tomar ninguna decisión sin contar con el permiso de su antiguo marido. Y para conseguir el permiso, se veía obligada a entregarle una suma de dinero suficiente para indemnizarlo y satisfacerlo, de lo contrario, éste se oponía (adalaha). » (27)
La práctica del ‘adl y la de la herencia de la mujer por el heredero de su marido fueron objeto de varias aleyas que las condenaron por inmorales. Las mujeres casadas no eran las únicas en sufrir coacciones y chantajes; en caso de muerte del jefe de familia, la joven las sufría igualmente. De hecho, su situación era peor. A ellas debemos la serie de aleyas consagradas a las huérfanas. Por ejemplo, en la azora «Las mujeres», las aleyas 2, 3, 6, 10, 36 y 127; en la azora 2 («La becerra»), las aleyas 177, 215, etc. Muchos árabes encontraban incomprensibles esas aleyas, era de todo punto absurdo que la joven reclamara una parte de la herencia. La aleya 2 de la azora «Las mujeres», por ejemplo, da la siguiente orden a los hombres con relación a las jóvenes herederas:
Dad a los huérfanos los bienes que les pertenecen... No os comáis sus bienes al mismo tiempo que el vuestro: En verdad que eso sería un pecado enorme. (28)
A las jóvenes, según las costumbres preislámicas, no sólo se las despojaba de su herencia, sino que eran objeto de sevicias y abusos sexuales de todas clases. El tutor forzaba a veces a las más guapas a casarse con él, controlando a la vez su parte de herencia y evitando pagar una dote. Cuando las huérfanas tenían la desgracia de no ser bastante guapas para gustar a su tutor, éste podía invocar su fealdad para justificarse y oponerse a su matrimonio. De ese modo no tenía que desembolsar su parte de herencia: «Cuando la huérfana era fea, no le devolvía su parte. Impedía que se casara y esperaba que se muriera para poder recuperar su herencia. » (29) El admitir a los niños de ambos sexos como partes en el derecho de sucesión encontró una viva resistencia, tanto es así que Al-lâh decidió incluir entre los siete pecados capitales (al‑kabâ’ir as‑sab’a) el de no dar a los huérfanos lo debido. (30)
Que una huérfana fea, para el gusto del jefe del clan, pudiera heredar indignaba muchísimo. Yabir b. AbdAl-lâh tenía una prima ciega, que era fea y había heredado de su padre una importante fortuna. Yabir no tenía ninguna intención de casarse con ella, pero se oponía a su matrimonio por miedo a que un marido dispusiera de su fortuna. Fue a consultar al Profeta sobre esa cuestión, y no fue el único en hacerlo. Muchos hombres que eran responsables de huérfanas, como Yabir, no veían por qué Muhámmad quería cambiar el antiguo estado de cosas.
«"¿Una joven fea y ciega tiene derecho a heredar?", exclamó delante del Profeta. Éste le respondió: "Claro que sí" y se puso a recitar: "Si te piden una decisión sobre las mujeres, di: Al-lâh os ha comunicado una decisión, se os ha leído en el libro relativo a las huérfanas a las que no habéis dado lo que está prescrito".» (31) Esta aleya hizo comprender a los hombres que Muhámmad y Al-lâh no actuaban siempre con arreglo a sus intereses, y que la nueva religión no se reducía a promesas de conquistas, sino que era un sistema ético que imponía ciertos sacrificios. El conflicto entre Al-lâh y sus discípulos musulmanes se hacía abierto y oficial.
«Dicen los hombres, "¿cómo vamos a darles a la mujer y al niño, que no trabajan ni se ganan la vida, el derecho a heredar? ¿Van ahora a empezar a heredar como el hombre que trabaja para ganar dinero?" Esperaban que el cielo rectificase. Entonces se dijeron: "Hay que pedir explicaciones", y se presentaron ante el Profeta y le preguntaron sobre ese tema.» (32)
El Profeta no se dejó intimidar y mantuvo su postura: Al-lâh les había hecho partícipes de su decisión relativa a ese tema, a ellos sólo les quedaba plegarse ante ella. Pero éstos, al verse confrontados a unas leyes que los disgustaban, tratarán de soslayarlas recurriendo a la interpretación. Intentarán manipular los textos para mantener sus privilegios.
Las mujeres y los insensatos
Dada la resistencia a las leyes nuevas sobre la herencia, el Al-lâh musulmán va a extremar las precauciones. La azora de «Las mujeres» consagra una buena parte de sus aleyas a detallar minuciosamente la parte que le toca a cada uno en todos los casos imaginables. La mujer en su calidad de madre tendrá derecho a tanto, de esposa le corresponderá tanto, si hija única, tanto, si con hermanos... Se fijan todos los casos con minuciosidad, a fin de evitar cualquier ambigüedad:
Si vuestras mujeres no tienen hijos, será para vosotros la mitad de lo que os dejaron Si tienen un hijo, será para vosotros el cuarto de lo que os dejaron... (33)
A pesar de todas esas precauciones y aclaraciones, los hombres continuaban queriendo ahogar la dimensión igualitaria del Islam, dimensión que les causaba sorpresa, pues habían llegado al Islam para enriquecerse y tener una vida mejor. Y he ahí que se los despojaba de sus privilegios más íntimos. Y, a diferencia de la esclavitud que sólo afectaba a los ricos, el cambio de estatuto de las mujeres afectaba a todo el mundo, ningún hombre se libraba, fuera cual fuese su clase y condición. Una aleya que utiliza un término bastante ambiguo, el de safih, insensato, va a servirles de trampolín para anular las leyes nuevas.
La aleya dice: «No confiéis a los sufaha’ plural de safih los bienes que Al-lâh os ha concedido para que podáis subsistir. » (34) Era la aleya que estaban esperando: puesto que se excluye a los sufaha’, las mujeres son sufaha’, así de sencillo. «Los sufaha’ son los niños y las mujeres, dicen algunos, y ambos deben excluirse de la herencia.» (35) Lo que, evidentemente, significaba la vuelta a las prácticas de la época preislámica de la Yahiliya, época de la ignorancia en que el criterio del bien y del mal no había sido revelado todavía: si se insiste suficientemente para que el concepto de safih incluya a la mujer, todos los seres del sexo masculino estarán contentos, y el Dios musulmán y su Profeta podrán seguir con sus extravagantes leyes sobre la herencia. Se estableció una entente cordial entre los hombres en torno al término providencial de safih.
Los más conservadores no cabían en sí de gozo: para ellos, el término safih designaba a «las mujeres y los niños», pero, lo que es totalmente seguro es que «los más insensatos de los insensatos son, sin lugar a dudas, las mujeres (an‑nisâ’ asfaha as‑sufaha’).» (36) ¿Cómo, varios siglos después, reaccionará Tabari, en su calidad de guardián del texto sagrado, frente a ese conflicto que oponía al Dios musulmán con los creyentes del sexo masculino?
Tabari llevará a cabo un trabajo de experto: nos transmitirá veintinueve testimonios concernientes a las diversas interpretaciones de esa aleya, recordándonos de paso que ya consagró abundantes comentarios sobre la palabra safih, que se encuentra repetidas veces en el texto coránico. (37) Cuando estudiamos las demás apariciones del término safih nos encontramos peor que al principio. Safih se refiere en un texto a los ignorantes, en otro, a los niños, o, mejor todavía, alude a veces a los judíos y, a veces, a los politeístas. (38) En fin, safih puede referirse a una persona carente de discernimiento, es decir, de la capacidad de distinguir el bien del mal. (39) Sólo nos resta entonces aclaramos como creyentes sobre la forma más adecuada de comprender la palabra safih. Son posibles dos categorías de interpretaciones: las que dicen que la palabra safih no tiene nada que ver con el sexo, sino que se refiere a la falta de discernimiento y al despilfarro de la fortuna en futilidades, (40) y las que asocian mujeres e insensatos, lo que anula su derecho a la herencia. Tabari, que emprendió la redacción de los volúmenes del Tafsir (Explicaciones) precisamente para esclarecer a las generaciones futuras sobre el «verdadero» sentido del texto coránico, se encuentra ante un importante problema, ya que esa aleya fue causa de controversia en vida misma del Profeta, problema fundamental del fiqh (literatura religiosa), que explica en parte la facilidad con que se puede manipular lo sagrado dada la falta de síntesis y el exceso de empirismo. El alfaquí musulmán trata de no interponerse entre el texto sagrado y su lector; como pretende ser lo más objetivo posible, se contenta con presentamos las múltiples opiniones y añadir la suya. Por miedo a que aparezca su subjetividad, va a negarse a sí mismo toda iniciativa en materia de síntesis. Se nos descubre una serie de casos, una multiplicidad de opiniones, pero ninguna tentativa de extraer de toda esa materia empírica principios, leyes, ejes que permitan distinguir lo estructural de la coyuntural.
Tabari se contenta con añadir su opinión tras haber expuesto las de los demás, no se propone inferir un principio, a saber, el de la igualdad, en lo concerniente a la relación entre los sexos: «Desde nuestro punto de vista, la manera correcta de interpretar las palabras de Al-lâh: "No confiéis a los sufaha’ insensatos los bienes que Al-lâh os ha concedido", es que Al-lâh ha mantenido el sentido genérico de la palabra safih, no lo ha limitado a una categoría precisa de insensatos. Así pues, la aleya quiere decir que no hay que devolver su fortuna a un insensato, sea cual sea su edad o su sexo. Safih designa aquí a la persona incapaz de administrar su fortuna, que derrocha sus bienes, esa persona debe estar bajo tutela, y el tutor debe controlar la utilización de sus bienes. » (41)
Nunca, en ningún momento, Tabari se sitúa en el terreno de los principios. ¿Qué argumento expondrá para resolver el fondo del debate?, Ciñéndose al texto, expone como argumento de peso la gramática, insistiendo en el hecho de que el término es general: safih únicamente excluye a quienes han alcanzado la madurez del discernimiento, y, en cambio, añade, excluir a las mujeres de la herencia es introducir una especificación por sexo que no existe en el texto coránico: «Quien dice que en esa aleya sufaha’ designa específicamente a las mujeres quiere sencillamente deformar la lengua. Pues los árabes sólo utilizan la forma fu’ala’ para el plural masculino o para el plural masculino y femenino», y acaba haciendo una demostración sobre los plurales en la lengua árabe. Según él, si Al-lâh hubiera querido decir que las mujeres eran insensatas, habría podido utilizar el plural adecuado. (42)
No existe ninguna elaboración teórica que extraiga los principios‑ejes del Islam como filosofía y visión‑civilización. A fuerza de querer estrangular su subjetividad, los alfaquíes se vieron reducidos a acumular casos y opiniones diversas sobre los mismos. Dado que a cada cual se le concede derecho a expresar su opinión, tendremos una literatura de yuxtaposición de opiniones. La literatura religiosa quería ser científica y lo será. Pero una ciencia empírica, en la que cada redactor se limitará a examinar sin extraer síntesis que nos ayudarían a «discernir» lo esencial de lo secundario. El imam humildemente se retira delante de lo real. Y, haciéndolo, abre la vía a las manipulaciones por el sesgo de las interpretaciones, como lo demuestra el debate en tomo a la palabra safih. Cada cual va a elegir y apoyarse en la opinión que le convenga de la multitud de ellas que acumula el fiqh cuando se trata de una aleya controvertida.
Podemos pensar, o soñar, que una elaboración de un sistema de principios fundamentales probablemente habría permitido al Islam, en su calidad de civilización de lo escrito, desembocar con cierta lógica en una especie de declaración de derechos del hombre, similar en líneas generales a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que es contestada, incluso en nuestros días, como extraña a nuestra cultura e importada de Occidente. La posición del Islam moderno, como sociedad, sobre la cuestión de la mujer y de la esclavitud, ilustra muy bien esa amnesia en materia de principios, esa incapacidad del Islam político, del Islam como vivencia que gobierna las relaciones cotidianas, de vivir la igualdad como una característica endógena. Por otra parte, a pesar de la posición de principio del Islam contra la esclavitud, que veremos enseguida, ésta desaparecerá de los países musulmanes bajo la presión y la intervención de las potencias coloniales (véase, en la Enciclopedia del Islam, el artículo ‘Abd).
Para evaluar la profundidad de esa amnesia en la memoria de los musulmanes contemporáneos que viven la igualdad de sexos como un fenómeno extranjero, es preciso que volvamos a Medina, a sus calles donde el debate sobre la igualdad de sexos hacía furor y donde los hombres se veían obligados a discutirlo si no a admitirlo dado que Al-lâh y su Profeta lo exigían.
 
Notas
(1) El Corán, traducción de Masson, aleya 9, azora 87.
(2) B. Hayyar, al-Isaba, op. cit. Vol. VIII, p.224
(3) Íbidem
(4) íd. p. 223.
(5) Ibidem.
(6) Ibid,
(7) Ibíd.
(8) Tabari, Muhámmad... op. cit., p. 198.
(9) Hisham, Sira, op. cit., vol. III, p. 96.
(10) B. Hayyar, Fat al‑barî, op. cit., vol. VIII, p. 141.
(11) Tabari, Muhámmad... op. cit., p. 286.
(12) Hisham, Sira, op. cit., vol. VII, p. 96.
(13) B. Hayyar, Fat al‑barî, op. cit., ibidem.
(14) Tabari, Tafsir op. cit., volXXII, p. 10.
(15) Ibidem.
(16) Traducción de la autora. R. Blachére (p. 449) y D. Masson (p. 556) traducen por «casta» —que no recoge todos los matices— al-hafidin furuyahun, literalmente «los que custodian sus partes pudendas».
(17) Tabari, Tafsir op. cit., vol XXII, p. 10.
(18) El Corán, traduc. de Masson, p. 99, aleya 7 de la azora «Las mujeres».
(19) Tabari, Tafsir op. cit., vol. VIII, p. 107.
(20) Ibidem.
(21) Sobre los esclavos y las cautivas de guerra: Tabari, Muhsan, ed. Dar al‑Ma’rif, presentada por Shakir, vol. VIII, p. 151 y ss.; Áhmed Mohámmed al‑Hufi: «as‑sabaya wa al‑imá’» («Cautivas de guerra y esclavas»), en Al mar’a fi ash‑shi’r al yahili (La mujer en la literatura preislámica), Dar an‑Nahda, El Cairo, r ed. 1970, p. 464; Los capítulos 9, 10, 11 y 12 de Saleh Áhmed al Ali dedicados al análisis de las «Estructuras de la sociedad beduina preislámica», en Mahadaratfi tarij al ‘arab (Conferencias sobre la historia árabe), Maktabat al Mutanna, Bagdad, 6ª ed., 1960,vol. 1; el libro de Georgi Zaydan, Tary attammaddun al‑islami (Historia de la civilización musulmana), s.d.; Fuad ‘Abd al‑Mum’im Áhmed, «El problema de la esclavitud y el principio de igualdad en el Islam», en Mabdaa almusawat fi‑l‑Islam (El principio de igualdad en el Islam), Muasasat at‑Taqala al‑Yamiya, Alejandría, 1972.
(22) B. Hayyar, al‑Isaba, op. cit., vol. VIII, p. 258.
(23) Tabari, Tafsir, op. cit., vol. IX, p. 255.
(24) ídem, vol. VIII, p. 235.
(25) El Corán, trad. de Masson, p. 102.
(26) Tabari, Tafsir, op. cit., vol. VIII, p. 107.
(27) ídem, p. 113. Una reminiscencia de esta obligación sigue existiendo en la legislación musulmana sobre la familia, a saber, la opción Jul, que se ofrece a la mujer que quiere divorciarse: ésta acuerda una suma que pagará a su marido si éste consiente en concederle la libertad.
(28) El Corán, trad. de Masson, p. 98.
(29) Tabari, Tafsir, op. cit., vol. IX, p. 255.
(30) ídem, vol. VIII, p. 235.
(31) Ibidem.
(32) id, vol. IX, p. 255.
(33) El Corán, trad. de Masson, p. 101.
(34) dem, p. 99.
(35) Tabari, Tafsir, op. cit., vol. VII, p. 561.
(36) ídem, pp. 562‑563.
(37) ídem, vol. I, pp. 293 a 295; vol. III, pp. 90 y 129; y vol. VI, pp. 57 a 60
(38) íd., vol. III, pp. 90 y 129.
(39) íd., vol. VI, p. 57.
(40) íd., vol. VII, p. 507 y ss.
(41) Íd., p. 565.
(42) íd., p. 567.
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