Rahim era alegre y el sustento de su familia, dice su tío. Tener un pariente policía le condenó
En Afganistán los terroristas del IS han decapitado a más de una decena de menores acusados de asistir al "enemigo"
Imagine a un niño en el centro del bazar de una pequeña aldea pastoral afgana, en este caso Mughul, rodeado de gente a la que conoce. Sus vecinos lo observan mientras se arrodilla ante el verdugo, a la vez que el juez del tribunal inquisitivo yihadista siguiendo la implacable ley sharia, recita los crímenes por los que el menor va a morir. Entonces, la hoja afilada del cuchillo, sable o espada cae inexorablemente sobre su cuello, y el cuerpo del adolescente se tiñe de rojo. Así es como, el pasado lunes, el Estado Islámico ejecutó a Rahim Dad, de 13 años. La última víctima en la larga lista de menores ejecutados en Afganistán. Una historia que se repite, pero que pronto cae en el olvido.
Rahim era un niño «trabajador» y «fuerte». Cuando su padre, Barakat, «murió asesinado por un vecino», el chiquillo, entonces con sólo cinco años, se convirtió en el cabeza de familia. «Desde entonces vivía con su madre y su hermana. Era un muchacho alegre, lleno de vida», explica el tío del menor, Abdullah, con el que Crónica ha conseguido contactar en el infierno que es el distrito de Darzab, donde vive la familia, en la provincia de Jawzan, donde el Estado Islámico de Khorasan (ISK) tiene uno de sus bastiones y combate a dos bandas contra los talibán y las tropas de Kabul.
«Hace un mes los combatientes del ISK lo secuestraron cerca de su casa, en la aldea de Batao», según informó el portavoz gubernamental, Mohammed Reza. «No era la primera vez que Rahim había sido abducido por los milicianos. En la última, hace menos de un año, su madre se plantó ante ellos y consiguió que lo liberaran. Pero esta vez lo han ejecutado», añade Abdullah.
La madre de Rahim -que ha pedido ocultar su nombre- intentó salvarlo, pero fue en vano. «Los milicianos exigían 50.000 afganis» (unos 581 euros) «por su liberación», cuenta el tío. La familia del pequeño apenas puede vivir de lo que dan la tierra y el ganado y tampoco puede pagar esa cantidad de dinero. Fue la sentencia de muerte para Rahim.
La ejecución fue brutal. La fotografía del cadáver del niño, conseguida en exclusiva por Crónica a través de la productora afgana NANA Media, muestra cómo los yihadistas no lo decapitaron del todo, por lo que utilizaron un cuchillo pequeño para cortar la cabeza desde atrás haciendo un movimiento de sierra. Por respeto a la víctima, la instantánea en la que el niño yace en un colchón no muestra al menor con la cabeza separada del cuerpo, pero casi lo está. La familia la ha colocado sobre el cuello después de que un médico la fijase al cuerpo con grandes puntos de sutura para prepararlo para el sepelio. Una práctica común en estos casos.
Práctica muy extendida
Hikmatullah Aminzada, el portavoz de la Policía en Jawzan consultado por este suplemento, confirmó que Rahim fue víctima de una práctica muy extendida en las provincias en las que existe una gran presencia insurgente -los últimos datos del Gobierno indican que, de facto, controlan más del 60% del país-, donde apenas hay fuerzas de seguridad afganas y se combate entre aldeas, entre milicianos financiados por clanes familiares con ataduras al Gobierno o a los grupos insurgentes.
Esto significa que si un familiar tuyo es policía o está en el ejército, si eres un combatiente talibán o te has pasado a las filas que enarbolan la bandera negra del Califato, tú y el resto de tu familia estáis afiliados a esa parte contratante de la guerra. Consecuentemente, los civiles, sobre todo los menores, se convierten en moneda de cambio. El secuestro es una medida de presión y chantaje. Pero también una medida de castigo.
«El marido de su hermana trabaja para la Policía local afgana», formada por combatientes irregulares y milicianos que apoyan al Gobierno de Kabul. «Por eso lo han matado. Una vez por semana, Rahim visitaba a su cuñado en el control donde está estacionado para llevarle ropa limpia. Ese fue su crimen», añade Abdullah. Para el subjefe de la Policía provincial, el Coronel Abdul Hafiz Khashi, «este es el peor acto criminal cometido por el ISK en la provincia». El tribunal yihadista justificó la ejecución pública acusándolo de «asistir al enemigo con avituallamiento» y de «estar relacionado con la Policía», indicó.
Desde Jawzan, el tío de Rahim ha declinado mostrar algún retrato familiar por «seguridad». Abdullah y la viuda y ahora madre sin hijo -él era su único sustento y literalmente el pilar para su futuro- tienen que seguir con sus vidas en el distrito de Darzab, donde el miedo y las represalias no acabarán con la muerte del pequeño. La guerra no se ha marchado de sus vidas. En Jawzan la matanza continúa.
Esta provincia al norte del país es un lugar árido donde la vida sucede lentamente en pequeñas aldeas que se extienden a lo largo de la autopista hacia Maimana, la única vía que cruza el territorio, antaño una de las regiones paraíso de la milenaria Ruta de la Seda. Sin embargo, ahora los yihadistas florecen sin apenas oposición. La excepción es la capital provincial, Sibirgan, que recuerda a uno de los pueblos de los westerns, pero con burkas azules por todas partes y hombres vistiendo al estilo tribal afgano.
Crímenes de guerra
Sibirgan fue en su día uno de los feudos del todavía intocable señor de la guerra, azote de los talibanes y acusado de crímenes de guerra, el ex vicepresidente caído en desgracia pero amparado por Turquía y Estados Unidos, el general Abdul Rashid Dostum, cuyo exilio ha propiciado la entrada y el asentamiento del ISK en la provincia, sin valor estratégico, motivo por el que el ISK ha conseguido echar raíces con facilidad en el distrito de Darzab. Tantas que sus tribunales están administrando el tipo de justicia demencial que ha acabado con la vida del joven Rahim decapitado.
Esta no es la primera vez que los yihadistas afganos utilizan la decapitación pública como medida para mandar su mensaje de terror y fortalecer su presencia a través del miedo. En 2013, los talibanes secuestraron y cortaron las cabezas a Khan y Hameedullah -de 10 y 16 años, respectivamente- por la misma razón que a Rahim: «Ayudar al enemigo con avituallamiento», según la sentencia del tribunal. La realidad, sin embargo, era otra muy diferente. Los niños malvivían en los aledaños de una base policial en Kandahar realizando trabajos de poca monta y mendigando.
Kandahar, la provincia donde nació el movimiento talibán, es tristemente famosa por dar rienda suelta a la crueldad de la cimitarra de los extremistas. Dos de los casos más cruentos sucedieron un año antes, en agosto de 2012, cuando otro niño de 12 años fue decapitado por «colaboracionismo» en el distrito de Panjwai.
La última semana de ese verano fue una de las peores que se recuerdan en el país. Ese mismo día una niña de seis años era decapitada en la aldea de Jalukhil, en la provincia de Kapisa, donde la Policía no mandó a ningún agente «porque tememos por su seguridad», explicó el entonces jefe policial, Abdul Hamed.
Ayudar a las fuerzas de seguridad afganas es un crimen que los yihadistas no perdonan, como quedó patente en septiembre de 2014, cuando los talibanes le cortaron la cabeza a 15 civiles -entre ellos niñas y niños- en el distrito de Arjistan, en Ghazni, «por ser familiares de los agentes de la Policía operando en la región», según un portavoz de los terroristas.
Uno de los casos más inenarrables es el de Amanullah, el padre que, en diciembre de 2016, le cortó la cabeza a su recién nacido de siete meses «para castigar a la madre, que le había pedido el divorcio», contó a la policía afgana el padre de la joven, Dawa Jan, que presenció los hechos en una aldea del distrito de Achin, en Nangarhar, donde el ISK tiene su primer bastión militar en el país. Este es uno de los pocos casos en los que el perpetrador fue aprehendido y sentenciado a varios años de prisión.
Rehusar una propuesta de matrimonio en el Afganistán rural también puede ser motivo para decapitar a una niña. Eso le sucedió en febrero de 2012 a Gastina, de 14 años, asesinada brutalmente con un cuchillo de caza en Kunduz por dos hermanos, Sadeq y Masood, cuando su padre se negó a que se casara con uno de ellos.
En agosto del mismo año, la provincia de Helmand fue escenario de otra decapitación múltiple a manos de los talibán. Diecisiete civiles, quince hombres -entre ellos varios menores- y dos mujeres, fueron ajusticiados en el distrito de Musa Qala «por atender a una fiesta mixta», según la policía. La última ejecución de un menor en Helmand sucedió en septiembre del año pasado en la aldea de Naqil Abad, en el distrito de Nad'Ali, donde una niña de 10 años fue «violada por seis hombres y luego decapitada», según el gobierno provincial.
Shukria y otros seis
Uno de los casos que más controversia han causado fue el de la pequeña Shukria, de 9 años, a la que el ISK le cortó la cabeza junto a otros seis pasajeros, cuatro hombres y tres mujeres, con los que viajaba en un autobús en la provincial de Khost, al sur del país. Su crimen: pertenecer a la comunidad Hazara, una de las minorías étnicas afganas chiíes que los radicales suníes del ISK considera como «herejes». Los pasajeros pastunes fueron perdonados.
El jefe de la ONU en el país entonces, Nicholas Haysom, lo llamó «una aberración», mientras la comunidad Hazara se alzó en protesta y se manifestó por todo Afganistán mientras miles se reunieron para acompañar a los féretros de Shukria y los otros seis asesinados. Fue un escándalo a nivel nacional. Pero desde entonces los culpables todavía no han sido llevados a la justicia, a pesar de que Khost es una de las pocas provincias en el sur razonablemente estables y controladas por el Gobierno.
A propósito de la muerte de Rahim, el mulá Maulvi Hamidullah, uno de los clérigos más importantes de Sibirgan, declaró el martes que «no existe justificación para el asesinato, especialmente cuando se trata de niños. Matar a un inocente es matar a la humanidad entera».
Unas palabras que, lamentablemente, en la guerra que tiene lugar en Jawzan, se perderán rápidamente como gotas de agua sobre la arena rojiza de esta provincia de paisajes inmensos, casi marcianos, donde los que se niegan a colaborar con los yihadistas continúan viviendo bajo la dictadura de la cimitarra teñida de rojo del ISK, los talibán y sus propios demonios.
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