EL ETERNO ADÁN
Jules Verne
Sinopsis
El zartog Sofr-Ai-Sr (es decir el doctor, tercer representante masculino de la centésima primera generación de la estirpe de los Sofr), caminaba despacio por la calle principal de Basidra, capital de Hars-Iten-Schu (llamado también «El Imperio de los Cuatro Mares»). Efectivamente, cuatro mares, el Tubelone o Septentrional, el Ebone o Austral, el Spone u Oriental, y el Mérone u Occidental, limitaban esta región enorme, de forma muy irregular cuyos puntos, cuyos puntos extremos (contando según las medidas que el lector conoce) llegaban al cuarto grado de longitud Este y el grado cincuenta y dos de longitud Oeste, y al grado cincuenta y cuatro Norte y el grado cincuenta y cinco Sur de latitud. En cuanto a la extensión respectiva de dichos mares, ¿cómo calcularla, siquiera de manera aproximada, si todos se entremezclaban, y un navegante que partiera de cualquiera de sus costas y siempre avanzara, llegaría necesariamente a la costa diametralmente opuesta? Porque en toda la superficie del globo no existía ninguna otra tierra que la de Hars-Iten-Schu.
Sofr caminaba lentamente, en primer lugar porque hacía mucho calor; comenzaba la estación ardiente, y sobre Basidra, ubicada a orillas del Spone-Schu, o más oriental, a menos de veinte grados al Norte de Ecuador, una tremenda catarata de rayos caía del Sol, cercano al cenit en ese momento.
Pero más aún que el cansancio o el calor, era el peso de sus pensamientos lo que volvía zozobrante el andar de Sofr, el sabio zartog. Enjugándose la frente con mano distraída, evocó la sesión que acababa de terminar, donde tantos oradores elocuentes, entre los que se encontraba con orgullo, habían celebrado esplendorosamente los ciento noventa y cinco años del imperio.
Algunos habían delineado toda su historia, es decir, la de la humanidad entera. Habían mostrado a Mahart-Item-Schu, la Tierra de los Cuatro Mares, dividida originariamente en una inmensa cantidad de poblaciones salvajes que se ignoraban entre sí. Las tradiciones más antiguas se remontaban a esas poblaciones. En cuanto a los acontecimientos anteriores, nadie los conocía, y las ciencias naturales apenas empezaban a vislumbrar un tenue resplandor en medio de las impenetrables tinieblas del pasado. En todo caso, aquéllas edades remotas escapaban a la crítica histórica cuyos primeros rudimentos estaban compuestos por nociones vagas, todas referidas a las antiguas poblaciones dispersas.
Por más de ocho mil años, la historia cada vez más completa y exacta de Mahart-Iten-Schu narraba solamente combates y guerras, al principio entre individuos, luego entre familias, y por último entre tribus, ya que cada ser viviente, cada comunidad grande o pequeña, tenía como único objetivo, a través de los siglos, asegurar su supremacía sobre sus enemigos, y se había esforzado, con distinta suerte, por someterlos a sus leyes.
A partir de esos ocho mil años, los recuerdos de los hombres se fueron precisando poco a poco. Al principio del segundo de los cuatro períodos en que se dividían comúnmente los anales de Mahart-Iten-Schu, la leyenda comenzaba a merecer con creciente justicia el calificativo de historia. Además, ya fuera historia o leyenda, la materia de los relatos casi no variaba. Siempre eran masacres o matanza, no ya entre tribus, por cierto, si no entre pueblos, a tal punto que este segundo período no era, después de todo, muy diferente del primero.
Sofr caminaba lentamente, en primer lugar porque hacía mucho calor; comenzaba la estación ardiente, y sobre Basidra, ubicada a orillas del Spone-Schu, o más oriental, a menos de veinte grados al Norte de Ecuador, una tremenda catarata de rayos caía del Sol, cercano al cenit en ese momento.
Pero más aún que el cansancio o el calor, era el peso de sus pensamientos lo que volvía zozobrante el andar de Sofr, el sabio zartog. Enjugándose la frente con mano distraída, evocó la sesión que acababa de terminar, donde tantos oradores elocuentes, entre los que se encontraba con orgullo, habían celebrado esplendorosamente los ciento noventa y cinco años del imperio.
Algunos habían delineado toda su historia, es decir, la de la humanidad entera. Habían mostrado a Mahart-Item-Schu, la Tierra de los Cuatro Mares, dividida originariamente en una inmensa cantidad de poblaciones salvajes que se ignoraban entre sí. Las tradiciones más antiguas se remontaban a esas poblaciones. En cuanto a los acontecimientos anteriores, nadie los conocía, y las ciencias naturales apenas empezaban a vislumbrar un tenue resplandor en medio de las impenetrables tinieblas del pasado. En todo caso, aquéllas edades remotas escapaban a la crítica histórica cuyos primeros rudimentos estaban compuestos por nociones vagas, todas referidas a las antiguas poblaciones dispersas.
Por más de ocho mil años, la historia cada vez más completa y exacta de Mahart-Iten-Schu narraba solamente combates y guerras, al principio entre individuos, luego entre familias, y por último entre tribus, ya que cada ser viviente, cada comunidad grande o pequeña, tenía como único objetivo, a través de los siglos, asegurar su supremacía sobre sus enemigos, y se había esforzado, con distinta suerte, por someterlos a sus leyes.
A partir de esos ocho mil años, los recuerdos de los hombres se fueron precisando poco a poco. Al principio del segundo de los cuatro períodos en que se dividían comúnmente los anales de Mahart-Iten-Schu, la leyenda comenzaba a merecer con creciente justicia el calificativo de historia. Además, ya fuera historia o leyenda, la materia de los relatos casi no variaba. Siempre eran masacres o matanza, no ya entre tribus, por cierto, si no entre pueblos, a tal punto que este segundo período no era, después de todo, muy diferente del primero.
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