jueves, 4 de abril de 2019

 Simbolismo de los volcanes. Los volcanes en la cosmovisión mesoamericana
Los volcanes, las altas cumbres nevadas y el fuego que contienen en su interior, han desempeñado un papel importante en la cosmovisión de los pueblos indígenas que han habitado en el Altiplano Central de México desde tiempos inmemoriales. Así, se ha sugerido que la primera deidad importante que los pueblos de la Cuenca de México representaron en esculturas e incensarios fue Xiuhtecuhtli-Huehuetéotl, el anciano dios del fuego, en clara referencia al vulcanismo como fuerza amenazante de la naturaleza.

Al estudiar la cosmovisión como visión estructurada en la cual los antiguos mesoamericanos combinaban de manera coherente sus nociones sobre el medio ambiente en que vivían, y sobre el cosmos en que situaban la vida del hombre, partimos de la ubicación de estas creencias en el mundo real. Aquí se propone estudiar la cosmovisión a partir del entorno geográfico y aplicar un enfoque histórico que reivindica los numerosos y sofisticados conocimientos y observaciones acerca de la naturaleza que desarrollaron los pueblos mesoamericanos. Simultáneamente, en la construcción de su cosmovisión, estos pueblos mezclaron conocimientos exactos con creencias mágicas acerca de la existencia y la actuación de los cerros que eran concebidos como seres vivos. Los más poderosos entre ellos eran los grandes volcanes que dominan el paisaje del Altiplano Central.

Los volcanes eran concebidos como personas claramente diferenciadas en cuanto a su sexo, eran hombres o mujeres. A los conos volcánicos se les atribuía el género masculino: Popocatépetl, “el cerro que humea” (5 465 msnm); Pico de Orizaba, Poyauhtécatl, “el [habitante] de la neblina de humo”, o Citlaltépetl, “Cerro de la Estrella” (5 610 msnm); Cofre de Perote, Nappatecuhtli, “el cuatro veces señor” (4 220 msnm). De este último señala Torquemada que tenía “la virtud y poderío de cuatro dioses”. Por otra parte, la Íztac Cíhuatl (Iztaccíhuatl), “la mujer blanca” (5 230 msnm), y la Malinche o Matlalcueye, “la de la falda azul-verde” (4 430 msnm), ambas con su ancho perfil, tenían un carácter femenino, de mujeres seductoras que sucumben ante el poder del Popocatépetl. No faltan los amoríos entre ellas y otros cerros menores que tratan de quitarle la pareja al Popocatépetl. Sin embargo, este último siempre resulta vencedor en esas contiendas.

En esta reinterpretación simbólica del papel de los volcanes personificados se reflejan también las relaciones de poder que existían entre los diferentes grupos étnicos que habitaron el Altiplano Central en el Posclásico, de modo que el papel ideológico de la religión prehispánica se manifestó igualmente en las conquistas del Estado mexica. Los mexicas se apropiaron simbólicamente en los siglos XV y XVI del culto local a los volcanes y, al conquistar nuevos territorios, imprimieron su presencia en esos lugares de culto como manifestación de su dominio político. Una situación de este tipo, aunque no desde la perspectiva mexica, se ve reflejada en la cartografía indígena del Mapa de Cuauhtinchan 2 que comentaremos más adelante.


Por las condiciones geológicas del territorio de la República Mexicana, es decir, a causa del vulcanismo, resulta que el Eje Volcánico Transversal Mexicano (EVTM) se encuentra en una franja del territorio cercana al paralelo de los 19 grados de latitud norte. La ubicación de algunos de los principales volcanes llama la atención en este sentido, dado que en el Altiplano Central, el Nevado de Toluca, el Popocatépetl y el Pico de Orizaba se encuentran casi exactamente alineados sobre el eje de la latitud geográfica de 19°N, circunstancia geológica que implica una serie de relaciones materiales que se establecen entre los volcanes y que no pasó inadvertida a los pobladores prehispánicos. Además, es de notar que en varios casos se localizan sobre una misma falla un volcán antiguo y otro posterior, formando sistemas binarios como ocurre en los casos del Nevado y el Volcán de Colima, la Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, o la Montaña Negra y el Pico de Orizaba. En este sentido, se entiende que algunos de estos pares fueran interpretados por las culturas indígenas como parejas de montañas deificadas.


En la cosmovisión de los pueblos del Altiplano Central se mezclaron conocimientos precisos con creencias mágicas acerca de la existencia y la actuación de los cerros, que eran concebidos como seres vivos. Los más poderosos eran los grandes volcanes que dominan el paisaje del altiplano.

LOS ALINEAMIENTOS ASTRONÓMICOS DE LOS VOLCANES

La arqueoastronomía investiga los fenómenos solares que se presentan en ciertas fechas del año a la salida o la puesta del sol en el horizonte, fenómenos que fueron observados desde puntos escogidos del paisaje, desde cerros o desde estructuras prehispánicas deliberadamente construidas en ciertos lugares. Estos alineamientos entre los volcanes fueron establecidos en términos del calendario mesoamericano. Se derivaban de la observación de los astros, lo que a su vez permitió la construcción del calendario. En estas observaciones los volcanes, como marcadores conspicuos del paisaje, desempeñaban un papel protagónico. Existen ya numerosos estudios especializados acerca de los fenómenos que se observaban sobre el Popocatépetl, la Iztaccíhuatl, la Malinche y el Nevado de Toluca; entre ellos podemos mencionar las aportaciones de Franz Tichy, Arturo Ponce de León, Rubén Morante, Stanislaw Iwaniszewski, Jesús Galindo, Ivan Sprajc, Arturo Montero, Tim Tucker y Johanna Broda. Sin embargo, falta aún integrar esos estudios monográficos en una sola perspectiva de interpretación.

En años recientes ha habido un avance en el registro y el estudio de los sitios arqueológicos de Alta Montaña en esta misma región; los datos se han registrado en el Atlas arqueológico de la alta montaña mexicana, publicado por Arturo Montero. En 2008 un grupo multidisciplinario del Instituto Nacional de Antropología e Historia, coordinado por Pilar Luna, Arturo Montero y Roberto Junco, exploró los sitios ubicados en el Nevado de Toluca e incluyó el buceo en las lagunas del Sol y la Luna que forman el paisaje espectacular del cráter del Chiucnauhtécatl. Las grandes cantidades de ofrendas de copal, los fragmentos de turquesa y los rayos-serpientes de madera que se han recuperado en esa exploración, indican que esas lagunas en lo alto de la “montaña de las nueve cumbres” eran un centro de peregrinación muy antiguo; se ubicaba en la región matlatzinca que en el siglo xv fue conquistada por los mexicas.

El mayor santuario de alta montaña se encontraba en la cumbre del Monte Tláloc, a 4 125 m de altura. Al igual que en el Nevado de Toluca, los mexicas, al llegar a dominar políticamente la Cuenca de México, establecieron ahí un templo en un antiguo lugar de culto que se remontaba por lo menos a tiempos teotihuacanos, es decir, a más de 1 000 años antes de los mexicas. A este santuario ascendían los gobernantes de la Triple Alianza a fines de abril, durante la época más seca del año, para pedir la lluvia a los dioses de las montañas. Tláloc, el dios de la lluvia, la tierra, la tormenta y el rayo, residía en lo alto de ese cerro, la deidad era el cerro mismo, y se identificaba con los fenómenos meteorológicos que producen los volcanes.

En las faldas de la Íztac Cíhuatl, la “mujer blanca”, existían asimismo numerosos lugares de culto a los que acudían los sacerdotes mexicas, y había otros en menor cantidad en el Popocatépetl. Otro volcán importante, a 3 930 msnm, es el Ajusco (Axochco, “en el lugar de la flor de agua”), donde también se han hallado vestigios de lugares de culto prehispánicos y donde se conserva hasta hoy la creencia de que en su cumbre se encuentran unas lagunas cuyos sumideros conectan con el mar. Pero no sólo en las altas montañas de la cuenca construyeron los mexicas sus adoratorios. Algunas formaciones volcánicas de menor tamaño, como el Zacatépetl (“Cerro del Zacate”), el Mazatépetl (“Cerro del Venado” o del Judío), el Huixachtécatl (Cerro de la Estrella), Chapultepec y la Sierra de Guadalupe, fueron igualmente integradas por los mexicas a un circuito ritual a orillas del lago en cuyo centro se encontraba la isla de Tenochtitlan. El Templo Mayor era el centro simbólico de esta región nuclear del imperio mexica, en el cual se integraban las montañas y sus lugares de culto en una geografía sagrada que daba sustento ideológico al poder político.
CHOLULA Y EL VALLE DE PUEBLA-TLAXCALA

Más allá de la cadena montañosa que delimitaba la cuenca en su horizonte oriental –formado por el Popocatépetl, Íztac Cíhuatl, Papayo, Telapon y Cerro Tláloc (todos ellos de origen volcánico)–, se extendía el valle de Puebla-Tlaxcala, con Cholula como su gran centro religioso. Se trataba de la ciudad sagrada más antigua de Mesoamérica que seguía funcionando en el momento de la conquista. Su monumental pirámide, conformada por muchas superposiciones, yace hoy convertida ella misma en un cerro en cuya cumbre se construyó el santuario católico dedicado a la Virgen de los Remedios. La ciudad sagrada de Cholula se ubicaba en el centro de un paisaje dominado por los mismos volcanes que vistos desde Cholula forman el horizonte occidental. Además, la montaña Matlalcueye es una presencia imponente al noreste de esa cuenca. Mientras que la Pirámide de Cholula y el actual santuario católico tienen una orientación solsticial hacia la puesta del Sol sobre la Sierra Nevada en el solsticio de verano, La Malinche se ubica hacia el noreste y mantiene una serie de alineamientos significativos a lo largo de su amplio perfil (Tucker y Montero, 2008). En las cercanías de La Malinche se encontraban además los importantes centros religiosos de Cacaxtla y Xochitécatl; este último cerro artificial era también una deidad de montaña sagrada venerada por los mexicas.

En la parte suroriental del valle de Puebla-Tlaxcala hay una serie de códices que, aunque fueron producidos durante las primeras décadas de la época colonial, reflejan fielmente la tradición de la cartografía prehispánica: se trata de la Historia Tolteca-Chichimeca, texto en náhuatl acompañado de imágenes tipo códice, y de los Mapas de Cuauhtinchan núms. 1-4, documentos provenientes del pueblo de Cuauhtinchan, Puebla. Varios estudios pioneros de Paul Kirchhoff, Luis Reyes, Bente B. Simons y Keiko Yoneda se han ocupado de esos importantes documentos, así como dos excelentes publicaciones colectivas recientes. Aquí sólo me referiré a las representaciones de los volcanes que aparecen en el Mapa de Cuauh-tinchan 2, que hemos escogido para ilustrar el presente texto. Si bien el señorío de Cuauhtinchan ocupa el centro de interés del relato de esos documentos, y se cuentan en ellos varias historias reales o míticas acerca de los chichimecas y otros grupos étnicos que se establecieron en Cuauhtinchan a partir del siglo XII, existen al mismo tiempo otros varios niveles de representación gráfica y simbólica en el documento que permiten lecturas e interpretaciones complementarias. Aquí nos interesa destacar el aspecto cartográfico indígena. Los grandes volcanes delimitan un espacio geográfico real, son los principales marcadores de este territorio. Vemos la Sierra Nevada con el Popocatépetl y la Íztac Cíhuatl representados al occidente, La Malinche hacia el norte y el Pico de Orizaba y el Cofre de Perote al este y noreste, respectivamente. En el centro se encuentran el pueblo de Cuauhtinchan y la ciudad sagrada de Cholula. Aunque el espacio no se representa a escala, se refiere a un paisaje real, escenario de acontecimientos históricos, pues además de las características geográficas naturales, se evocan en él elementos de importancia política (Yoneda, 1991).

Al mismo tiempo, en estos mapas se plasmó la cosmovisión, hecho que se refleja en innumerables detalles que aún estamos lejos de poder descifrar en su totalidad. Los topónimos referidos a cerros, pueblos e infinidad de lugares sagrados del paisaje demuestran esa íntima fusión entre la percepción mítica y el paisaje real. Otro elemento religioso importante son los diez “glifos escalonados” del Mapa de Cuauhtinchan 2. Según Medina y Tucker (en Tucker y Montero, 2008 ), estos glifos remiten a unos templos que los chichimecas-cuauhtinchantlacas construían con tule, material perecedero, para llevar a cabo rituales con los envoltorios sagrados; éstos contenían las reliquias mágicas que simbolizaban la identidad del grupo. Se trataba no sólo de templos, sino que el glifo representa en numerosos casos la entrada, “el umbral” para acceder al interior del cerro, de los cerros que abarcaban tanto a las aguas subterráneas como a los símbolos de la fertilidad agrícola. En cierta manera era la entrada a las fauces abiertas del “monstruo de la tierra”, un antiguo símbolo de origen olmeca que era representado en la última época mexica como Tláloc-Tlaltecuhtli, el Señor de la Tierra.
LA COSMOVISIÓN DE LOS VOLCANES

En este sentido, la cosmovisión indígena se construye a partir del paisaje y del entorno real, los volcanes son los puntos de referencia fundamentales del territorio. Al mismo tiempo, son actores de la historia mítica, personas cuyas voluntades y albedrío, amoríos y pasiones recíprocas constituyen un peligro para los hombres. El paisaje forma parte del orden cósmico, el cual se expresa por medio de los alineamientos astronómicos deliberadamente orientados hacia las salidas y puestas del Sol sobre el perfil de los volcanes. En el sur de la Cuenca de México, Cuicuilco fue el primer sitio con una pirámide monumental que mostraba alineamientos con propiedades calendáricas, lo que quizá constituye los inicios de la construcción del calendario en Mesoamérica. Como parte de un universo dinámico, los volcanes eran deidades controladoras de los fenómenos meteorológicos imprescindibles para la producción agrícola.

Los nombres de los grandes volcanes hacen alusión al fuego en su interior: Popocatépetl, “el cerro que humea” (popoca, “echar humo”, de poctli, “humo”) (Molina, 1977); pero aluden también a la “neblina de humo o de nubes oscuras” (poyauh-). El Poyauhtécatl (Pico de Orizaba), por lo tanto, era “el [habitante] de la neblina de humo” o “el que habita entre la niebla de nubes oscuras”. Así, la etimología establece el vínculo entre el fuego volcánico del interior de la tierra y las calidades meteorológicas de los volcanes, que en mayor grado que los demás cerros eran concebidos como vasos grandes que contenían las aguas subterráneas y también eran considerados “brazos de mar”.

Esta última expresión la siguen usando los habitantes del Valle de Toluca al referirse a las lagunas del Nevado; la misma creencia ha perdurado también en el suroeste de la Cuenca de México hasta la actualidad. La montaña del Ajusco-Axochco, “en el lugar de la flor de agua”, se concibe igualmente como “brazo de mar”, y se dice que en su cumbre había unas lagunas que contenían unos remolinos que conectaban con el océano. En esta perspectiva, la palabra náhuatl axoxouilli, “abismo de agua profunda” (Molina, 1977), evoca quizás esta conexión subterránea con el mar. Esta conceptualización de las aguas del interior de los cerros que comunican con el mar era muy importante en la cosmovisión mesoamericana, ya que el mar constituía el símbolo absoluto de la fertilidad. Del mar surgen, de hecho, los vientos que conducen a la formación de las nubes cargadas de agua que se precipitan sobre la tierra en época de lluvias.

Después de la conquista española, la cultura de los pueblos indígenas cambió radicalmente, fueron eliminadas las expresiones de la cultura de la elite, el culto público del Estado y los conocimientos complejos de los sacerdotes-astrónomos y especialistas rituales. La cosmovisión de los cerros y los paisajes rituales perdieron su articulación con el culto público y la especulación filosófica de los grandes templos. La astronomía, las matemáticas, la arquitectura y la ingeniería formaron parte de esos conocimientos especializados de la elite que fueron destruidos de manera violenta a raíz de la conquista.
Sin embargo, en las comunidades campesinas indígenas sobrevivieron muchos conocimientos ligados a la observación del medio ambiente y los ciclos naturales, la geografía, la botánica y la agricultura. La vida campesina seguía dependiendo de estas manifestaciones locales y de su manejo adecuado.
Tales prácticas han permitido también la reproducción de muchos elementos de la cosmovisión, aunque en la actualidad, por el avance de la tecnología, el crecimiento urbano y la destrucción del medio ambiente, se han visto seriamente amenazados y cerca de desaparecer. Se trata de la tradición mesoamericana de los especialistas rituales que controlan “el tiempo”, es decir la meteorología, y que durante siglos han actuado en beneficio de sus comunidades. Mediante la ejecución de ritos en los lugares sagrados de los volcanes, los tiemperos o graniceros procuran atraer la lluvia benéfica para las milpas y protegerlas de los peligros de las tormentas, el rayo, la lluvia excesiva y el granizo. Las fechas más importantes para estos ritos son la fiesta de la Santa Cruz (3 de mayo), cuando “se abre el temporal”, y el día de muertos a principios de noviembre, cuando ese ciclo se cierra. Estos ritos siguen practicándose en el entorno de los volcanes del Altiplano Central y constituyen una tradición cultural milenaria anclada en su integración con el paisaje de las montañas. Johanna Broda. Doctora en etnología. Investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la unam y profesora de posgrado en la unam y la enah. Estudia temas de cosmovisión y ritualidad de los pueblos indígenas en la historia de México.

Fuente: Arqueología Mexicana. # 25, enero febrero de 2009
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• Johanna Broda. Doctora en etnología. Investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM y profesora de posgrado en la UNAM y la ENAH. Estudia temas de cosmovisión y ritualidad de los pueblos indígenas en la historia de México.

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