lunes, 31 de agosto de 2020

Aprender a morir Preguntar a los viejos

Aprender a morir
Preguntar a los viejos
V
iernes 28 de agosto. Algunos determinaron que esa fecha celebra el día de los abuelos, sobre todo para que se vea que son tomados en cuenta incluso en el calendario; efeméride que no se debe confundir con el Día Internacional de las Personas de Edad, el primero de octubre, establecido por la ONU, o lo que de ella va quedando.
Es el sistema, cínico pero tierno, al menos en apariencia, hoy como nunca preocupado por preservar la salud de las personas a como dé lugar y al costo que sea, incluido el encarnizamiento terapéutico, la distanasia, la obstinación médica, o como usted quiera llamarle al hecho de preservar la vida, tenga o no caso y, desde luego, por encima de la autonomía del paciente, de su derecho inalienable a tener una muerte digna, voluntaria y oportuna.
En vez de preguntar a los ancianos, terminales o no, si quieren quedarse o irse, mejor se les celebra en su día, en otro despliegue de apoyo seudocompasivo, como si el ser humano nunca alcanzara la edad para decidir el cómo y el cuándo descansar definitivamente, imponiendo un humanismo deshumanizado, tener que durar hasta que Dios quiera, a diferencia del animal, que sin conciencia de muerte permanece mientras su organismo lo permite o sus amos deciden evitarle sufrimientos innecesarios. No existen estadísticas, porque el sistema nunca previó el costo-beneficio de prolongagar la vida humana sin ton ni son, aunque, después de los 50 años, las personas estén casi desahuciadas laboralmente. Tampoco previeron el riesgo financiero de que la gente viva más de lo razonable según bancos y aseguradoras, ni la incapacidad de los Estados para garantizar pensiones y los mínimos de salud pública.
Por ello, es imperativo informar a las personas, sobre todo de la tercera edad (65 o más) y a los ancianos del mundo, que además de prolongar la existencia incluso en condiciones de deterioro irreversible, maltrato, o con padecimientos sin un sentido trascendente, urge la opción legal y moral de darle a su existencia un final con libertad y dignidad, no sólo con agonías sin sentido, salvo las creencias de cada quien, o en las que ha creído creer. Mientras a los viejos no se les pregunte sobre su final, difícilmente podrán responder, pero, sin duda, entre los 600 millones de adultos mayores del planeta, bastantes ya estarán hartos de esperar a que llegue la anhelada muerte permitida.

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