jueves, 23 de septiembre de 2021

Clásicos de VerIslam: Mitología y Cultura

 

Clásicos de VerIslam: Mitología y Cultura

Ponencia de  Hashim Cabrera dentro del encuentro “En busca del nuevo paradigma”, durante las jornadas celebradas en Barcelona sobre islam y progreso organizadas por la asociación Insha Allah en colaboración con la Concejalía de Derechos Civiles del Ayuntamiento de Barcelona. 27 de Febrero de 2000.

Mitología                                               Cultura

Alegoría                                                Símbolo

Imagen                                                 Forma

 

Racionalismo                                          Vida Intelectual y Racional

Materialismo                                          Vida Imaginal

Representación                                       Presentación

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Oponer ahora estos dos conceptos podría parecer impertinente a quienes piensan que en nuestro tiempo se han superado las viejas divisiones heredadas del pensamiento de las luces, como si se hubiesen cerrado las heridas que nos inflingió el racionalismo.

Hemos llegado a concebir la mitología como conjunto de representaciones que conforman una visión, acordada y consensuada por el poder e impuesta a la sociedad, a los individuos, como cultura. Una vez superada la concepción mítica, es decir, una vez el mito es vivido como tal, adquiere en este nuevo contexto una función didáctica que legitima su existencia, en tanto que propone una lectura de la realidad y una visión del mundo que se sustentan en una narración. Aunque nadie crea realmente que Júpiter está en el cielo con los rayos cogidos entre las manos, se reconoce la utilidad de los arquetipos para narrar y explicar el mundo.

A diferencia de la mitología, a la cultura la consideramos como conjunto de prácticas e ideas que son la consecuencia de una visión del mundo, pero en este caso, no sólo como fruto de una decisión desde el poder sino también como consecuencia de un consenso o, en los casos en que existan una creencia y una fe, como modo de vida resultante de una revelación o expresión de la divinidad.

En este sentido resulta pertinente mantener esta polaridad, puesto que una cultura desmitologizada, desiconizada, puede ayudar al ser humano en su proceso de conocimiento de la realidad, mientras que una cultura mitologizada —uno de cuyos casos particulares lo constituye la llamada Cultura de la Imagen— no nos ayuda a desvelar la realidad, sino que sólo nos sirve, todo lo más, para el ocio y el entretenimiento.

No resulta asombroso que una cultura racionalista, heredera del pensamiento de las luces, reivindique hoy la mitología como valor cultural, como soporte sintáctico de una visión del mundo. Como tampoco lo es que las culturas unitarias que han surgido, en diversos momentos, como resultado de una revelación, aquellas que están formadas por comunidades de creyentes, propongan un modelo o paradigma no icónico, no alegórico ni mitológico.

La Cultura de la Imagen es, a mi juicio, una de las más acertadas autodefiniciones del pensamiento posmoderno. Dicho pensamiento nos habla desde una contradicción esencial. Afirmando por una parte el fin de los relatos y de la historia mientras que paralelamente nos propone, revalorizados e investidos de legitimidad tecnológica, los viejos mitemas de los imperios: el culto a la personalidad, a la belleza física y al cuerpo proponiendo una vez más el canon, estableciendo una medida que se va incorporando a la cotidianeidad. La legitimidad del paradigma no reside ya en una redención por la vías del espíritu o de la emancipación de las clases oprimidas, sino en la eficacia.

Como cualquier propuesta icónica, ‘representacional’, la Cultura de la Imagen necesita de un cuerpo de catecúmenos que crean en un desvelamiento gradual de los misterios, en una solución de los problemas, de los arcanos, por parte de unos seres iniciados que tienen el conocimiento y el poder para ello. Pocos dudan hoy que el acceso a la información que nos proporcionan las nuevas tecnologías acabará por facilitarnos el conocimiento.  Tenemos la posibilidad de acceder a la información, pero ¿Son sinónimos información y conocimiento?

La Cultura de la Imagen, aún desde la laicidad y declarándose racionalista y epidérmicamente materialista, propone esencialmente un modelo mitológico, religioso y trascendentalista, que hace del darwinismo social un pilar ideológico necesario y que implica una visión de la realidad consensuada ‘desde’ el poder, en este caso desde un poder que se sustenta en los mitos científicos y tecnológicos.

Existe una tensión inevitable entre Mitología y Cultura porque la primera propone lecturas unívocas mientras que la segunda es marco necesario del librepensamiento.

Las ideas-fuerza de un nuevo paradigma

La cultura contemporánea es resultado de la tensión entre una serie de ideas-fuerza que están casi monopolizando la propuesta:

—El fin de las edades heroicas y de sus relatos.

—El fin de la Historia.

—La disgregación de la Razón Moderna y su sustitución por la Razón Tecnológica.

—La disolución de las culturas en el marco económico de la globalización.

¿Cómo puede ocurrir todo ello sin que cesen al mismo tiempo la cultura, sus prácticas e ideas, y ocupen su lugar las imágenes, ya sean sintéticas, artificiales o del tipo que sean?

Hablamos de redes de comunicación e información, de Internet, de virtualidad e inteligencia artificial, de vida transgénica.

Ahora es la omnipresente tecnología la que ocupa los lugares del mito. Existe una inevitable sacralización de la tecnología, una consagración ritual de los técnicos. Ellos han de resolver los problemas, aportar soluciones… La tecnología es el hardware de la globalización que impone el sistema que no es —utilizando la nueva terminología, la nueva jerga de los iniciados— sino el software, el modelo referencial o paradigmático. Éste ha sido definido como neoliberal, neoclásico, posmoderno y postindustrial, pero entre sus cualidades está sin duda el hecho de que no admite o admite mal la disidencia, las diferencias, y que produce, como una de sus más evidentes consecuencias culturales, mediante un proceso de exclusión, una creciente homogeneización o ‘normalización’.

Así vemos cómo, efectivamente, van desapareciendo muchas culturas, señas de identidad que ya no dicen nada por obsoletas, visiones del mundo que no sobreviven, por mágicas o por simples o quizás incluso por demasiado bellas… en medio, es verdad, de llamadas constantes, a veces dramáticas, a la solidaridad con las minorías, contra el racismo y la xenofobia, por la participación ciudadana y la democracia, por una sociedad multiétnica, multicultural y multiconfesional, es cierto.

Pero desde una actitud digna que no quiera someterse a ningún mito, a ningún velo, a ninguna mentira, es decir, desde una cultura genuina, se conforman visiones apasionadas de una vida en la que habrán de ser posibles el sosiego, la dignidad, el reconocimiento y la unión entre los seres humanos juntamente con el desarrollo tecnológico. Esa visión, la de la Cultura que se sitúa más allá de toda Mitología, no nos exige una renuncia a nuestro intelecto ni a nuestra sensibilidad. Pero ¿Cómo vivir una opción unitaria e integradora en una sociedad y una cultura que tienden a la especialización, a la división y a lo fragmentario?

La Mitología en la Cultura

Nuestra experiencia ‘cultural’ tiene lugar en diferentes ámbitos: geográfico, lingüístico, artístico, histórico-literario, gastronómico, ideológico, religioso, etc…

Las huellas de la Mitología se advierten en muchos de esos ámbitos de cultura. Como han advertido algunos analistas, la capacidad de establecer el tiempo, el cómputo, el calendario, tiene una profunda significación ideológica y política. En el calendario vigente en las culturas de occidente —que es, además el calendario que se le presupone al proyecto global— están presentes la mayoría de los mitos indoeuropeos. También la publicidad se sirve de estos mitemas para construir su discurso. Nuestro lenguaje está plagado de referencias mitológicas. Unas más evidentes que otras. También en las artes, en la Arquitectura y en las relaciones humanas se advierte su influencia. Básicamente, estas huellas de las diversas mitologías históricas tienen una cualidad común: nos recuerdan la existencia de una realidad misteriosa que nos es explicada y desvelada por medio de una narración, de un discurso que sólo es conocido por los iniciados, los sacerdotes especialistas, los que saben. Estas huellas mitológicas nos hablan del valor que posee toda información, todo conocimiento.

El mito tecnológico es uno de los mitos que conforman la realidad contemporánea. Podemos considerar a la tecnología desde diversas perspectivas: en oposición a las culturas o como herramienta de aquellas, como arma de alienación y control desplegada desde el poder, o como medio de resolver los problemas reales que la propia cultura industrial ha generado.

Si el desarrollo de la tecnología no va acompañado de un esfuerzo en el sentido de promover el diálogo y el encuentro interpersonal, si la comunicación ‘virtual’ desplaza y sustituye al contacto, aislando a los seres humanos, si la tecnología nos aliena, si es vivida como ‘vía única’, como remedio universal, la supervivencia del ser humano, espiritual y culturalmente, del ser humano libre en sus decisiones, estará más amenazada que nunca.

¿Quién puede hoy discutir sobre la necesidad de la tecnología, sobre su pertinencia?

Aún podemos situarnos en esferas existenciales en las que la tecnología no es el elemento sobresaliente, pero esa posibilidad será cada vez más rara, porque en realidad ya domina en casi todos los sectores productivos, incluido el de la producción intelectual.

La nueva cultura tecnológica propone a la vez una Ética y una Estética que participan ampliamente de la mitología. Existe una estética de la personalidad, un panteón de personalidades: políticos, artistas, deportistas, famosos… Se llega a propiciar la confusión entre el ser humano y su imagen, o en un sentido más general, entre el ser y la imagen. La estética de las nuevas tecnologías tiene algo de aquella fórmula tradicional de “cabezas parlantes” que se usaba en los templos griegos y egipcios de la antigüedad.

Propone una simultaneidad que tampoco se logra en la que denominamos realidad cotidiana, normal (la que Castaneda denomina con tanto acierto ‘realidad ordinaria’ para diferenciarla de otras realidades).

La naturaleza es vivida hoy a través de su imagen, una imagen digitalizada y ubicua. La vida individual sigue reduciéndose a un yo que es fundamentalmente un alma que sufre y goza, una herida abierta entre ella y el mundo. Antaño, dicha herida podía ser restañada por quienes conocían los misterios, por unos sacerdotes intermediarios que establecían, valga la redundancia, una ‘mediación’ entre el alma sufriente y la divinidad, entre el yo y el mundo. Creían aquellos catecúmenos que la herida sólo podría cerrarse a través de esta mediación. Los nuevos mediadores son hoy los técnicos, que son quienes conocen los nuevos protocolos mediadores, la nueva liturgia. En ellos confiamos ciegamente, creyendo que su mediación cerrará las viejas heridas.

Cierto es que poco nos queda hoy de aquella Fe en el Progreso que alentó la primitiva Religión Industrial, también es cierto que no es precisamente la Fe en la Tecnología lo que hoy nos impulsa a usar de ella constantemente, a convivir de manera creciente con las máquinas —esos ‘ingenios’ que siempre interesaron a los humanos— sino la necesidad. A pesar de todo, la fascinación que estos ingenios ejercen sobre nosotros roza en ocasiones la locura, provocando síndromes y enfermedades más o menos agresivas.

Si pudiésemos entender la función icónica, mitológica —política, en definitiva— que lleva aparejada la tecnología como propuesta cultural, quizás podríamos asumirla, vivir en esa ‘Cultura de la Imagen’ sin perder básicamente nuestra naturaleza ‘cultural’, sea ésta la que sea, ahora ya redefinida y calificada con la nueva herramienta.

Pero para ello sería necesario contemplar la realidad desde otros ángulos, dar cabida a otras visiones. Y es ahí donde cobran sentido las culturas que proponen una lectura y una experiencia unitaria de la realidad, las visiones que superan el pensamiento alegórico, las actitudes que no implican una rendición ante la imagen, sea ésta la que sea.

Contradicciones

La sociedad postindustrial, además de como ‘tecnológica’, se define de manera creciente como ‘multicultural, multiétnica y multiconfesional’, pero siempre y cuando esa diversidad no ponga en peligro a la ideología única que, en este caso es el darwinismo social, es decir, la creencia en que existe una regulación natural de la sociedad a través de las leyes del mercado. Sobreviven los fuertes, los precios se regulan según sea la relación entre oferta y demanda. Básicamente, la ideología subyacente es una forma bastante clara de liberalismo económico.

Por su parte, la cultura posmoderna se autodefine como una cultura que supera los viejos relatos y da cabida en su seno a todas las tendencias, filosofías y religiones. Propone el relativismo como uno de sus valores. Pero, curiosamente, en ese arca de Noé que presumiblemente salvará a todas las culturas de la tierra, en ese nuevo orden o nuevo paradigma, parece ser que algunas opciones no tienen cabida. Es el caso del islam, que aparece hoy descrito en la propaganda como el nuevo enemigo de la cultura del hombre blanco.

Orientalistas de la linea dura como Bassam Tibi o Bernard Lewis acuden a los encuentros sobre el futuro de las culturas y de las religiones, a pesar de que ellos representan a la más acendrada ideología totalitaria. Sus opiniones son tenidas en cuenta a la hora de hacer una redefinición de la cultura y de elaborar las nuevas estrategias de globalización.

Se habla de biodiversidad y de diversidad cultural, mientras la consecuencia más evidente del modelo vigente de globalización quizás sea la homogeneización de prácticas e imágenes a través de la propaganda que ejercen los medios de comunicación y la homogeneización de las especies biológicas en orden a su rendimiento en la agricultura, la ganadería o la medicina.

Pero lo que hoy nos aparece como riqueza, como diversidad, es sólo la imagen de esas culturas históricas que aún quedan sobre la tierra, la imagen de las especies animales y vegetales que aún sobreviven, mientras el soporte a través del cual se articulan esas imágenes de la diversidad es casi siempre el mismo. Las más de las veces, esa diversidad que ahora la cultura nos propone como riqueza, no son sino fragmentos, ruptura de toda coherencia, negación de la experiencia unitaria, desde el momento en que cualquier visión del mundo que presuponga una armonía, una sinfonía de lo diverso, se considera superada, como otro más de los grandes relatos de una historia cuyo final ha sido ya decretado. Como también lo es postular hoy una recuperación de la unidad y de la coherencia en tanto que el pensamiento posmoderno no sólo nos ha negado una forma de vivir basada en el sentido sino que nos propone como única razón legitimadora el criterio de eficiencia.

Cualquier intento de explicar la realidad y el mundo de una manera integradora es considerado absurdo y anticuado. La fragmentación del pensamiento humano parece estar ganando la batalla a la sensatez.

Se habla hasta la saciedad de los derechos humanos, pero la vara de medir no es la misma según de quien se trate.

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