Son muchos los “malquerientes” de López Obrador que aplaudieron que, los primeros minutos del 2022, manos anónimas derribaran la efigie del presidente mexicano, develada horas antes por el saliente alcalde de Atlacomulco.
Está claro que se trata de un acto de vandalismo intolerable, por donde se le quiera ver.
Pero también es cierto que asistimos al resultado de la polarización social que, desde Palacio, manos interesadas se han empeñado en propagar entre todos los mexicanos.
Es decir, que en respuesta a la lambisconería del saliente alcalde de Morena en Atlacomulco –quien pretende ganar el favor presidencial para aspirar al gobierno estatal mediante la exaltación del culto al ego de AMLO–, asistimos al vandalismo propio del fin de una dictadura.
Y es que para nadie es nuevo que en toda sociedad van de la mano las conductas gemelas de la lambisconería para alcanzar el favor del rey, por un lado y, por el otro, la indignidad propia de quien sólo consigue posiciones políticas a través del halago al rey.
Por eso, más que cuestionar el vandalismo al monumento de Obrador, debemos preguntar por la estulticia de quienes ofendieron a los habitantes de Atlacomulco, en particular, y a los mexicanos todos, en general, con una talla presidencial, de tamaño natural, en la plaza central de Atlacomulco.
Pero no, que nadie se engañe. ¿Por qué?
Porque en el Partido Morena, en sus gobiernos y en Palacio no se mueve una hoja del árbol del partido oficial, sin el aval del tirano López.
En otras palabras, todos en Palacio sabían que en Atlacomulco –asiento de una de los más poderosos grupos políticos del PRI–, se colocaría una estatua del presidente Obrador.
Todos en Palacio avalaron la construcción, con dinero público, de tal monumento ya que lo vieron como un experimento más en dirección a la tiranía de López.
Es decir, que así como el Veracruz se experimentó la cárcel para opositores, adversarios y críticos; así como en el caso Rosario Robles se experimentan los presos políticos, en Atlacomulco se experimentó con el culto sin freno al dictador López Obrador.
Pero valen las preguntas.
¿De quién fue la idea?
¿De verdad el alcalde Roberto Téllez Monroy se manda solo?
¿Qué esperaban los autores intelectuales del ofensivo culto a la personalidad del tirano López?
Lo cierto es que cualquiera que haya sido el fondo “del experimento” llevado a cabo en Atlacomulco, el resultado fue un desastre para sus creadores y, sobre todo, para el presidente.
Un desastre político, de imagen y de propaganda, que la estatua haya sido derribada y que las manos criminales le hayan arrancado la cabeza para desaparecerla.
¿Lo dudan?
1.- Fue un desastre porque se trata de un formidable termómetro para medir el talante de una sociedad que, por más que respalde al tirano López, no parece dispuesta a excesos dictatoriales como sembrar el país de estatuas.
2.- Porque confirmó que es falso –una mentira más–, que López Obrador rechaza el culto a la personalidad, cuando todos saben que estimuló la develación de su estatua en Atlacomulco.
3.- Porque es la confirmación de que en los 36 meses restantes del gobierno de López, un importante sector social parece dispuesto a cobrar agravios, por los métodos que sean; incluso el vandalismo.
4.- Y es desastroso no sólo develar una estatua presidencial a mitad del sexenio sino probar que, horas después, la sociedad la destruye de forma poco amigable.
Pero, sobre todo, destruir la estatua de AMLO es la confirmación de que, tarde o temprano, López Obrador estará en prisión como resultado de los crímenes de Estado que ha cometido.
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