lunes, 28 de agosto de 2023

Temixtitan o el ocultamiento del nombre de la capital de la Nueva España

 

Temixtitan o el ocultamiento del nombre de la capital de la Nueva España

Felipe I. Echenique March, Una historia sepultada: México, la imposición de su nombre. Análisis documental, México, Bonilla Artigas Editores (Pública histórica, 13), 2019.

Lourdes Villafuerte García*

 

El libro de Felipe Echenique March es un compacto análisis documental acerca de un tema que a muchos les ha parecido nimio: cómo se forjó, a partir de la Conquista, el nombre México que ostenta la actual ciudad capital de los Estados Unidos Mexicanos. En realidad, constituye una historia apasionante que el autor reconstruyó basado en diversas y abundantes fuentes que documentan los actos nominativos respecto de la principal ciudad de la incipiente Nueva España.

 

El libro consta de una advertencia al lector, un estudio introductorio, cinco capítulos, un epílogo, la bibliografía y un colofón del autor, además de un disco compacto con un abundante material documental. A través de las 384 páginas y su soporte documental, el autor muestra la complejidad del tema por él estudiado. Darle nombre a un lugar puede considerarse un acto simple y arbitrario; como conquistador, Fernando Cortés[1] pudo designar como quisiera los lugares tomados por él y sus hombres, pero por alguna razón, los españoles se esforzaron por descubrir los nombres que los lugares ya tenían, y especialmente el de aquella ciudad tan grande e impresionante que encontraron en una cuenca rodeada de lagos.

 

Echenique empieza por elaborar un estado de la cuestión acerca de los principales trabajos que abordan el tema. Manifiesta su desacuerdo con los postulados de Ignacio Guzmán Betancourt y Gutierre Tibón, y sugiere un camino distinto: el de la consulta lo más exhaustiva posible de documentación histórica original, tratada mediante un método de análisis crítico. Las fuentes que utiliza comprenden las relaciones escritas por los propios conquistadores —ante todo el propio Fernando Cortés y su oponente Diego Velázquez—, las cartas y provisiones enviadas desde España, algunas crónicas religiosas, la obra Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería, los cedularios y recopilaciones documentales que datan del periodo colonial y el siglo XIX —reales cédulas, ordenanzas, mandamientos, nombramientos, correspondencia—, las actas de cabildo de la capital novohispana, libros de protocolos y diversas obras paleográficas de los siglos XX y XXI.

 

El primer capítulo aborda las Cartas de relación de Fernando Cortés y las vicisitudes que sufrieron, en especial la primera. A lo largo de los siglos, las cartas del conquistador han sufrido “correcciones” de parte de paleógrafos, editores y estudiosos que supusieron que el sustantivo Temixtitan —usado por Cortés para designar a la ciudad entre lagos situada en la provincia llamada Mexico— era una designación errada. Al parecer, se daba por hecho, sin preguntarse y mucho menos investigar, que la ciudad siempre se llamó Mexico o México y que los nombres Temextitán o Temestitán eran un error de Cortés y luego de sus editores. En diversas versiones de las Cartas de relación, tanto impresas como copias manuscritas, el autor examina la manera de referirse a la ciudad y la provincia, y demuestra que el nombre de la provincia era Mexico, y el de la ciudad, Temixtitan.

 

En el segundo capítulo Echenique documenta la lucha de Cortés para que a él y a sus hombres se les reconozca como conquistadores de los territorios ubicados al occidente de la isla de Cuba, a los que en principio se refirió como Culua o Coluacan. Con la mira de defender supuestos derechos, Cortés y Diego Velázquez se trenzan en una pugna por demostrar su conocimiento de los “secretos de la tierra”, aplicando cada uno su propia denominación a esos territorios. Cortés se apresuró a proponer el nombre de Nueva España, mientras que Velázquez los denominó Ulua o Uloa. Otro hecho que hay que resaltar es la importancia que ya había cobrado la imprenta, pues a los dos conquistadores les urgía que sus descripciones y nominaciones se publicaran.

 

El tercer capítulo se refiere a la obra Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería. Echenique estudia las diferentes ediciones de las Décadas y su relación con la obra conocida como Nvper (que corresponde a la Cuarta Década) y concluye que manos ajenas a las de Anglería escribieron ciertas partes de la obra que hoy conocemos. Señala inconsistencias en los trabajos de Edmundo O’Gorman y Agustín Millares Carlo, quienes pasaron por alto ciertos cambios, no atribuibles a la pluma de Anglería. En dichos pasajes, Anglería se refiere a los alegatos de Velázquez en favor del término Ulua mediante el artificio de presentarlo como alias de Coluacan, sabiendo que Martín Cortés luchaba por este último nombre a favor de su hijo don Fernando.

 

Echenique lleva a cabo un estudio minucioso de los términos Culua de Cortés y Ulua de Velázquez, para después establecer que, de acuerdo con Anglería, Cortés llamó a esa ciudad Temixtitan, mientras que Velázquez se refirió a ella en sus litigios como Tenusatam o Teneztutan, en muchas ocasiones seguido de un /o mexico, y otras referida como cibdad de mexico. Queda claro que tanto Cortés como Velázquez restaban importancia a los nombres prehispánicos de los sitios conquistados; lo realmente importante era cómo los designaban ellos, cristianos españoles, al momento de reclamar derechos de conquista.

 

El capítulo IV trata específicamente acerca del nombre de la principal ciudad rodeada de lagos descubierta por Cortés. Las fuentes primarias consultadas por Echenique muestran que hasta los años treinta del siglo XVI a la ciudad se le denominaba Temextitan Temestitan, y a veces sólo México, pero nunca Mexico Temextitan o Mexico Temestitan, y mucho menos México Tenochtitlán. Paleógrafos, editores y estudiosos como Charles Gibson, Eulalia Guzmán, Ignacio López Rayón y otros eligieron la grafía que consideraron correcta, lo que trajo como consecuencia el olvido del nombre Temixtitan que Cortés usó hasta 1532. A historiadores tan serios como Jorge Gurría Lacroix y Edmundo O’Gorman quizá les parecían extraños los términos Temistitan o TemistytanTenuxtitanTenoxtitlanTenochtitlan, TenuxtitlanTenustitan, Temixtitan, y automáticamente lo convertían en Tenochtitlán o simplemente en ciudad de México.

 

Después de una década, Cortés abandona Temixtitan y adopta Mexico. Para ello, Echenique aduce dos razones: la primera es que en abril de 1529 Cortés recibe dos bulas expedidas por el papa Clemente VII, una para reconocer la legitimidad de sus hijos y la otra para ordenar la fundación del Hospital de Jesús. En ambas, el papa reconoce la existencia de la Nueva España y de la diócesis de Mexico. Fue a partir de entonces que Cortés abandonó casi por completo el término Temixtitan.

 

En el último capítulo, el autor identifica en otras fuentes nuevas formas de referirse a la capital de la Nueva España: TenuxtitanTenustitanTenuxtitlanTenuztitlanTemutitlanTemuxtitlan. Entre ellas destaca la denominación Tenustitan, que con el tiempo se impone como la forma “correcta” de referirse a la principal ciudad novohispana. Cuando el propio Fernando Cortés deja de usar Temixtitan para usar Mexico, se abre el camino para generalizar el uso de este nombre, también aceptado por la Corona. En cuanto a las actas de cabildo, a partir de 1531 consignaron sólo Mexico.

 

El epílogo ofrece un recuento de las denominaciones utilizadas en los primeros cincuenta años después de la conquista y de cómo fueron abandonadas paulatinamente para imponerse Mexico y después México. El autor abre perspectivas de investigación para historiadores y filólogos acerca de la manera como se formaron los nombres de muchos lugares de nuestro país, lo cual seguramente dará pie a nuevas investigaciones de carácter lingüístico que contribuirán al conocimiento de nuestra historia.

 

Una aportación importante de esta investigación es la revelación de un hecho cultural al que se le ha puesto poca atención: la acción de nominar como acto de poder. ¿Qué hay detrás de la imposición de un nombre? ¿Cómo se representa una realidad territorial en el acto de nombrarla? ¿Busca el nominador la gloria para sí al nombrar algo? Muchas preguntas esperan ser planteadas y contestadas con estudios rigurosos. Este conocimiento no resulta nada baladí para la sociedad mexicana, pues las vicisitudes continúan hasta el presente. El nombre Ciudad de México designaba lo que hasta principios del siglo XX era la capital del país; es decir, el casco antiguo de la ciudad, enmarcado al norte por La Lagunilla, al sur por Tlaxcoaque y el inicio de la calzada San Antonio Abad, al oriente por lo que hoy se llama Anillo de Circunvalación (que era prácticamente la orilla del lago) y al poniente por la parte final de la Alameda y el inicio de la Calzada México-Tacuba. Con la creación del Distrito Federal (1824-1836), la ciudad vista por Cortés quedó comprendida dentro de él. Poco a poco la mancha urbana invadió lo que fueran pueblos y zonas de descanso, que se integraron de hecho a la ciudad, con lo que se comenzó a confundir el Distrito Federal con la ciudad de México. La puntilla fue la designación en 2016 como Ciudad de México a lo que fuera durante muchos años el Distrito Federal, mientras que las demarcaciones, que fueron “delegaciones” y antes, pueblos, se convirtieron en “alcaldías”.

 

Para terminar, cabe lamentar que esta obra haya sido rechazada para su publicación por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, institución a la que pertenece el autor. Quedó así privado su prestigioso catálogo de este novedoso e importante trabajo, y en entredicho el cumplimiento de su cometido de divulgar el conocimiento, con lo cual se lesiona también al pueblo de México, al que el INAH se debe.

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