lunes, 8 de agosto de 2011

La digestión del Sultán

La digestión del SultánUna parodia de los cuentos sufíes, sobre las relaciones entre el poder y la renuncia
Cultura -
La comilona del SultánEl orondo sultán heredó su reino siendo todavía joven. No había conocido ni la escasez ni los padecimientos. Ávido de riquezas y nuevos territorios, había aumentado los impuestos sobre el pueblo, y decretado el reclutamiento obligatorio. Aunque muchos dijeron que ambas medidas iban en contra de los principios del islam, el sultán se rodeó de ulemas que, mediante doctas exégesis, justificasen estas y otras medidas convenientes para su buen gobierno. ¡Para eso están los doctores de la ley! Y Al-lâh, en su infinita sabiduría, crea cuanto quiere.

Un día, el sultán oyó la noticia de que un santón había penetrado en sus dominios, y andaba predicando la renuncia. Alarmado por el efecto que esto podía tener entre sus súbditos, pero también lleno de curiosidad por la figura del santón, lo hizo traer entre cadenas al palacio. Una vez lo tuvo frente a él, le preguntó: “Yo soy el sultán y tengo inmensas riquezas y poder sobre las gentes. Dicen que tú eres un sabio visionario, pero eres pobre y vagas indefenso. ¿Cuál es, según tú, la mayor de las bendiciones que un hombre puede alcanzar en esta vida?”

El santón contestó: “Beber y hacer las necesidades después de comer, esta es la bendición más grande”. Airado por la respuesta, y pensando que le tomaba el pelo, el sultán ordenó que fuera encarcelado. Los doctores de la ley elaboraron la sentencia, en la que se demostraba de forma minuciosa que la respuesta del santón constituía una blasfemia que debía ser castigada con la muerte. La sentencia se cumpliría tras un viaje que el sultán debía realizar a una provincia sediciosa, en la que el santón había predicado la renuncia con especial celo y eficacia. Los sediciosos exigían al sultán que renunciase a las ambiciones mundanas y gobernase en conformidad con los ideales de la santidad y la renuncia a las pompas de este mundo. En caso contrario, los sediciosos afirmaban su deber islámico de rebelarse. Con el Corán en la mano, los doctos ulemas le recordaron al sultán su deber de exterminar a los rebeldes.

El sultán partió con sus tropas. Pero al llegar a su destino, una tormenta de arena los aisló durante días. Mientras esperaba que amainase la tormenta, el sultán comió copiosamente. Al tercer día, el agua se acabó y el sultán dejó de poder hacer sus necesidades. Un gran dolor de vientre lo asaltó, mientras la sed se hacía insoportable. Cuando hubo pasado la tormenta, incapaz de hacer de nuevo sus necesidades, el sultán volvió a palacio, sin haber podido sofocar la revuelta. Allí fue tratado por los más grandes médicos del sultanato. Pero ninguno de ellos logró aliviar sus padecimientos.

Durante toda su dolencia, el sultán no dejó de recordar las palabras del santón. Finalmente, lo hizo traer a su presencia, y le dijo: “¡Oh venerable sabio! Ahora puedo calibrar la sensatez de tus palabras. Sin duda no hay bendición mayor que la de beber y defecar tras haber comido. Reboco pues la pena sobre ti. Pero aún necesito de tu sabiduría. ¿Qué puede hacer para ir de vientre?”. El sabio le dijo: “Lo que te sucede es la expresión del modo en que gobiernas. Baja los impuestos y liberarás los excrementos. Deja de engullir nuevos territorios y tu digestión será normal”. Incapaz de soportar más el dolor, y aunque la respuesta del santón le resultó sumamente impertinente, el sultán le hizo caso. Las gentes recibieron alborozadas las noticias. El sultán hizo construir un inodoro de dimensiones descomunales, donde vertió con sumo placer toda la podredumbre acumulada. Dicen que se pasó cuarenta días sin salir del inodoro. Cada nueva cagada era celebrada con vítores por las gentes. En una de ellas, dicen que defecó a los doctores de la ley, que desaparecieron del sultanato para siempre.

Feliz y vacío, sintiéndose por primera vez en su vida espejo de su pueblo, el sultán hizo traer ante sí al santón y le dijo: “¡Oh venerable santo! Reconozco tu sabiduría. Los dolores me han hecho meditar. Si no soy capaz de dominar mi propio vientre, ¿cómo pretendo dominar un vasto territorio?. Por eso, he decidido entregarte el sultanato. Sin duda tu sabrás como debe gobernarse”. Pero el santón contestó: “Un sultanato que no vale más que una buena cagada, no lo quiero. Hace mucho que no tengo problemas con el vientre. Tu has nacido sultán y yo derviche. Que cada uno cumpla su destino. Y cada uno tendrá su recompensa”. El sultán comprendió el sentido del deber y la renuncia y jamás volvió a pensar en aumentar sus riquezas ni en hacer la guerra. Se contentó con administrar sus dominios con prudencia, de modo que todos sus miembros quedasen satisfechos, con el permiso de Al-lâh. Los sediciosos habrían abandonado la revuelta, y sus cabecillas juraron fidelidad al sultán, en un acto público que pasó a los anales de la historia. Con el tiempo, llegaron a sustituir a los doctores de la ley.

En cuanto al santón, unos dicen que en realidad nunca existió más que en el imaginario del sultán. Otros afirman (y existen pruebas al respecto) que era un agente secreto del sultán, del cual éste se sirvió para librarse de los poderosos doctores de la ley, y al mismo tiempo controlar la sedición en curso.

Otros dicen que en realidad el sultán es sólo una metáfora del ego dominante en cada uno de nosotros. Dicen incluso que el sultanato es nuestro cuerpo, el santón es la conciencia religiosa y los cuarenta días de defenación son el retiro espiritual de purificación de nuestro ego.

Aún hay otros que dicen que la última parte del cuento es como sigue: el sultán y el santón intercambiaron sus papeles, sin que nadie lo supiese, y el sultán se pasó el resto de sus días predicando la renuncia, mientras el santón conquistaba nuevos territorios, en los que impuso por la fuerza la santidad y la renuncia, ayudado por los sediciosos.

Otros, en fin, cuentan que el santón (¿o era el sultán?) fue deborado por las fieras, mientras predicaba entre los sediciosos la obediencia.

Pero sólo Al-lâh sabe lo que realmente sucedió y lo que no ha sucedido todavía, como sólo Él sabe lo que sucede y ha de suceder en el interior y en el exterior de cada uno de nosotros.


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