martes, 6 de septiembre de 2011

Sexualidad y Sociedad

Sexualidad y Sociedad
Pensamiento - 15/12/2000 0:00 - Autor: Abdelmumin Aya - Fuente: Verde Islam 15
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Etiquetas: sexualidad, sociedad, hombre, mujer, intuye, momento, vida, coito, placer

Sexualidad y Sociedad
El hombre era poseedor de un secreto, y la mujer era poseedora de un secreto. El secreto del orgasmo: ese lugar en el origen de sí mismos donde se recupera todo el poder perdido en la sensación exterior, allí donde se encuentra uno con su Señor Oculto.

Desde el comienzo de las edades históricas, el hombre no supo preservar la interioridad del secreto y su orgasmo pasó a no valer nada. Así que, desde antiguo, tan sólo la mujer acertó a guardar el misterio de su orgasmo. La mujer volvía a su centro en cada acto sexual, al lugar del poder, al tiempo que el hombre —desconectado de su propio sentir y progresivamente más carente de sí mismo— fue privado del descanso que da a la criatura el retorno a la matriz de las cosas. Miró a la mujer y decidió guiarse por ella. Se puso en clave del orgasmo de la mujer y comenzó a sentirse frustrado. Hombre y mujer son dos realidades sin posible fusión —dos unidades inencontrables— salvo en el orgasmo (que expresa el amor ontológico de uno por otro); pero ni el hombre ni la mujer pueden estar en clave del otro. La mujer debe buscar su orgasmo y así producir el del hombre; el hombre debe buscar su orgasmo y así producir el de la mujer.

La frustración sexual del hombre —incapaz de eyacular tantas veces como orgasmos tenía la mujer— produjo en él un innegable complejo de inferioridad y un progresivo debilitamiento de su virilidad. Tan sólo en los mejores casos, trató de suplirse con sensibilidad la falta de virilidad; cuando sabemos que ambas cosas son necesarias. Recientemente, la mujer ha acabado reaccionando ante esta falta de virilidad, mostrando el tesoro de su conocimiento ancestral: el modo propio de su orgasmo. Ha tratado de enseñar al hombre a hacerla sentir, ya que el hombre cada vez más va careciendo de dicho saber, y con ello ha quedado expuesta, indefensa, vacía. Porque el orgasmo de una mujer fue siempre su fortaleza; y desde estas fortalezas se pudo construir la sociedad humana. Una vez perdido su misterio, el acto sexual no es el encuentro en el origen ni restauración del estado de necesidad primordial, sino mero intercambio de flujos.

El hombre perdió el valor de su orgasmo cuando se pasó del matriarcado primitivo al patriarcado. La constitución del patriarcado no es más que la manifestación evidente de una “huida hacia adelante”, el modo en que intentó sublimar su frustración sexual. La mujer lo perdió con la invención de la “la mujer casta” durante el puritanismo inglés del siglo XIX; fue entonces cuando la mujer comenzó a canjear “el secreto de su orgasmo” —su necesidad de él como momento de reintegración con su naturaleza original— por posición social, lo cual produjo en ella un desconocimiento total de sí misma que le llevó a evidenciarse ante el hombre cuando llegó al punto álgido su neurosis por falta de satisfacción sexual. Para conocer su propia sexualidad debió explicársela al hombre, y al hurgar en ella juntos, la mujer dejó de ser un misterio para el hombre: éste la vio como a un animal y la trató como tal, y ella reaccionó despreciándolo y tratándolo como a un inferior, una vez que fue desvelado el enigma del secreto poder que residía en el orgasmo de la mujer. La falta de experiencia de ese poder que la mujer encontraba en el orgasmo la llevó en el siglo XX —como milenios antes había sucedido al hombre— a buscar en la sociedad el poder que necesitaba experimentar, imitando el rol social masculino que nunca fue otra cosa más que el resultado de una frustración sexual, con lo que la mujer hoy día se ha convertido en la sombra de una sombra, en la imitación de un mimo, y su sexualidad en un hecho fisiológico sin contenido ni significado espiritual alguno.

A finales del segundo milenio —desde el nacimiento de Isa, ‘alaihi as-salâm— el hombre no puede dejar de reconocer su falta de poder real, como ya acertara a comprender Lao Tse, pero tampoco la mujer tiene ya el control del poder que tuvo durante las edades históricas. Careciendo de poder auténtico tanto el hombre como la mujer, la sociedad humana se ha transformado en una masa manejable y amorfa en manos de los intereses del capital internacional.

Fitra, satisfacción y matriarcado

El retorno a la fitra tiene como consecuencia la recuperación de la satisfacción sexual, devolviendo a la criatura su poder natural, al tiempo que la individualiza; desde la individualización, y sólo desde ella, uno puede oponerse a los juegos de opinión general que sirven a los intereses económicos de unos pocos.

El hombre debe ostentar plenamente el poder que le ha dado la naturaleza, y la mujer debe tener el suyo. Si sólo la mujer tiene el poder, de ese tipo de sociedades resultan civilizaciones afanosas de hacer historia al precio que sea, de ‘progresar’ aunque no se sepa bien si hacia adelante o hacia atrás, de crear cultura por separarse del estado de naturaleza que pone de manifiesto la falta de poder masculino, proyecto social absurdo que como ha podido comprobarse no conduce a felicidad alguna. Cuando el poder lo tiene sólo el hombre, el resultado son sociedades inmovilistas, temerosas de todo cambio, rígidas, miserablemente animales, a menudo poliándricas.

Una vez más “lo que parece” difiere de “lo que realmente es”: Con la poliandria —tipo de sociedad inusual con el que sueñan las mujeres que son herederas de generaciones de mujeres insatisfechas— la mujer es sólo un animal que está continuamente expuesto a la satisfacción sexual masculina, de modo que dista tanto como pueda imaginarse de ser la sexualidad propia del matriarcado. El matriarcado se da como una forma monogámica de relación hombre-mujer.

La monogamia es el terreno propio del poder de la mujer, en el que el hombre incapaz de satisfacerla y viéndose utilizado para la manutención de la ‘prole’, acaba saliendo de la familia a buscar en la sociedad —que tiene que contribuir a construir para ello— el poder de que carece junto a la mujer. Poliandria no se opone a poligamia más que en un planteamiento ideológico. Considerando las cosas desde el punto de vista de la naturaleza, lo contrario de la poliandria es la monogamia; el primero es un caso extremo de poder masculino, y el segundo de poder femenino.

La poligamia, al contrario que los dos anteriores modelos, no es un planteamiento social sino un recurso individual. Una sociedad no puede ser poligámica sino, en todo caso, admitir la poligamia, lo cual es completamente diferente. La poligamia nunca podrá ser la vía de todos sino un mecanismo sólo utilizable por individuos cuya profunda experiencia de las realidades trascendentes así lo aconseje; todo lo más una solución in extremis para una sociedad que agoniza por falta de hombres, y —en este caso— con un carácter temporal, efímero, fuera de toda duda. Por lo general, la poligamia es el modo natural de sexualidad del “ser humano universal”, del Insan al Kamil, no algo al alcance del hombre corriente, que lo ve desde su estrecha mente como un modo legal de concubinato cuando es algo esencialmente diferente: la poligamia “hace sociedad” mientras el adulterio o/y concubinato destruye la sociedad.

Para que la monogamia, caso extremo de poder femenino, no sea una cárcel —desde luego para el hombre, pero a fin de cuentas (con un hombre ansioso de adulterio a su lado) también para la mujer— deben establecerse ciertas limitaciones en su aplicación, tal y como hace la sociedad tradicional islámica:

1º. Debe existir el divorcio, desde luego por causa que lo justifique. El matrimonio “hasta que la muerte os separe” es una aberración más del cristianismo.

2º. Debe existir la posibilidad de matrimonio mut’a (matrimonio temporal), como mínimo en casos como los de tropas en campaña militar, estudiantes fuera de su tierra o viajeros establecidos por cierto tiempo en tierra extraña.

3º. Debería admitirse la posibilidad puntual de uso de la poligamia para situaciones sociales o individuales especiales.

A estas tres posibilidades bendecidas por Allah, siempre que se den ciertas condiciones (divorcio, matrimonio temporal, poligamia), la tolerante armonía interna de la sociedad islámica ha añadido la permisividad —que no incentivo, justificación, ni siquiera aceptación formal— de ciertos comportamientos tan antiguos como la propia especie humana, como son la prostitución y la homosexualidad adolescente, vistas ambas simplemente como tanteos con los que hombres y mujeres experimentan, se ubican y descubren su propia idiosincrasia sexual.

Lejos estamos de escribir esta lista líneas desde posturas victimistas (“Las prostitutas usadas por los hombres”), de fáciles condenas (“degenerados homosexuales”), tanto como de exhibicionismo de falsa liberalidad (“La prostituta como mujer sin prejuicios”, “la homosexualidad como expresión sexual perfectamente natural”). Simplemente constatamos el hecho de que desde siempre en las sociedades islámicas se ha dejado que las cosas fueran como iban surgiendo, mientras no hubiera una clara provocación social; y que esta actitud no castrante de la sociedad islámica —frecuentemente acusada por el orientalismo de libertina— no sólo no va en contra de sí misma, sino que hace posible todo tipo de reajustes internos que permiten que la sociedad islámica sea sólida, sea un modelo humano firmemente establecido.

La sociedad ideal

Para concluir, mi propuesta es la siguiente: irnos dirigiendo poco a poco, en la medida de santidad de la especie humana, a un modelo social en el que el hombre y la mujer sean los propietarios de los respectivos misterios de sus orgasmos; una sociedad de santos: hombres y mujeres sexualmente satisfechos porque han obtenido de su Señor el conocimiento del secreto de la satisfacción sexual.

Para llegar a esta sociedad ideal, puede usarse el menos malo de los dos modelos existentes en materia sexual, la monogamia, con las limitaciones establecidas para él en la sociedad tradicional islámica; pero dicho modelo no podrá ser operativo —ni ningún otro, en realidad— si las mujeres y los hombres no se ponen en qibla y conectan con la fitra que los rigen ocultamente, único modo de eliminar el estrés con el que ninguna sexualidad sana puede convivir.

Si se quiere que la sexualidad no sea tan sólo una válvula de escape, ni la demostración de nada, sino que simplemente se la deja ocupar su función esencial en la mente del hombre y la mujer de “poner el contador a cero” cada cierto tiempo, de poder saber por vía de la experiencia cómo uno es creado de nuevo en cada instante, es imprescindible el volver a vivir el orgasmo en su originalidad, es decir en su carácter de rito de adoración, de acto de ‘ibada, que no es por otra razón que por ésta el que comencemos el acto sexual con un “bismillahi rahmani rahim” igual que hacemos al dar el zakat, al empezar la salat o al romper el ayuno.

Si bien, debe ‘blindarse’ este modelo islámico de “monogamia moderada”, modelo de transición según hemos dicho, contra dos mortales enemigos que ha tenido hasta ahora y que hacen presa uno en el hombre y otro en la mujer:

a) El hombre ha tenido su principal enemigo en la incontinencia de la eyaculación en el acto sexual. Esta incontinencia lo ha dejado en una débil posición ante la mujer, con la que ha empezado su complejo de inferioridad y sus extravagantes experimentos de una sexualidad desencajada de la fitra.

b) La mujer ha tenido su principal enemigo en la idea cristiana de “pecado de la carne”, el combate sistemático en pro del pudor y en contra de la relación sexual placentera tenido desde el planteamiento neurótico de Pablo de Tarso.

El matrimonio no deberá ser un peso muerto para los cónyuges, ni una condena, sino la “la mitad del din”, basándose para ello en un contrato de convivencia pactado por ambas partes, más o menos duradero, y finalizable por cualquiera de las partes con causa justificada, siempre regido por el principio de la generosidad y la comprensión mutua; donde el hombre trate a la mujer con ternura y virilidad, mientras que la mujer da rienda suelta a su sabia naturaleza (sensual, valiente a la busca del orgasmo, delicada, protectora, preceptiva, telúrica...)
Hombres y mujeres deben buscar su esencia y recuperar el camino que les llevaba a sus respectivos orgasmos. Sin que exista la intimidad entre la criatura y su fundamento, cada uno de nosotros es sólo la muda de algo que fue, un títere movido por su pasado, y las relaciones sexuales —cuando estamos desposeídos de nuestro propio presente— dejan de tener sentido, son teatrales, insustanciales. Si la sexualidad no es presente absoluto, no forma parte de la Vía ; y, si no forma parte de ese camino espiritual que somos, uno no es más que algo muerto que hace amagos de estar vivo. Porque no sentir es no existir, visto desde el punto de vista del universo de Allah; el único punto de vista, el único universo.

Pero Allah es el único que sabe.

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