domingo, 22 de enero de 2012

Sierra Tarahumara: páramo en el olvido

Sierra Tarahumara: páramo en el olvido
Bocoyna.- La casa de Quirino Cruz Rentería se encuentra en la parte noroeste del pequeño claro que comprende el vallecillo de Repechique, un lugar que solía contar con agua del río Otero, suficiente para garantizar la cosecha de maíz y frijol del que comía durante ocho meses. Es una pieza de madera, de unos cuatro por cuatro, piso de tierra y un mobiliario austero, del que lo único valioso es un tambo de 200 litros partido por la mitad al que se habilitó como calentón y estufa de leña.



Por: Redacción I
22/enero/2012
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Foto: eluniversal
Quirino es un rarámuri de casi 90 años, ciego por las cataratas, sordo del oído izquierdo, incapaz de alejarse de su vivienda desde hace un año. Ha sobrevivido todo ese tiempo de lo poco que le dan sus vecinos, igual de pobres aunque más jóvenes. Come al día dos tortillas y un plato de frijoles con mucha agua para estirar al máximo los 10 kilos de maseca y siete de frijol con los que pretende sobrevivir al invierno.

“No sé si viva mucho, pero mientras, yo sólo aguanto”, musita.

Hace años quedó viudo y no tiene hijos. Alrededor está su parcela, devastada por la falta de lluvias. Sobre la tierra hay olotes secos que suele tragarse su perro flaco. Al comienzo del otoño, dice, una vecina suya de toda la vida murió (de hambre) al quedarse sola e inmóvil. Quirino fue artesano. Antes que comenzara la sequía, en 2008, tallaba pequeños troncos de pino que convertía en cucharones, bateas y machucadores de frijol. La producción de un mes la vendía en Creel, el centro turístico de la sierra Tarahumara, al que llegaba caminando por cañadas después de tres horas. Por un cucharón le daban 10 pesos y 40 por una batea mediana. Con eso compraba café y azúcar para 30 días.

“Cada semana procuro venir y traerle algo de frijoles, o hervirlos aquí, o para hacerle tortillas”, dice Eva Pérez, su ahijada de 37 años. Ella tiene una pequeña vivienda en Oteros —una pequeña aldea distante una hora a paso de tarahumara— río abajo, pero vive temporalmente en Creel, donde cursa segundo año de preparatoria. Quiere terminar y estudiar enfermería. Su idea es clara: alguien debe brindarle atención constante a los 100 rarámuris esparcidos en Repechique y Oteros. “Es que nadie se preocupa por nosotros. La comunidad está olvidada. La última ayuda que recibimos fue en 2002, cuando el padre de Creel nos regaló unos costales de papa”.

Juana Torres Perea, una rarámuri de 43 años que vive con su único hijo de ocho años, dice que “desde hace un año nadie aquí tiene para comer. El año que pasó apenas llovió cinco veces, y bien poquito. Y luego el año anterior tampoco llovió y una plaga barrió con el poco frijol que salió. Este año no levanté ni para un saquito de maíz. Ahí va uno, batallando para comer”. Como todos en la comunidad tiene su pequeña parcela abatida. Vive a unos 200 metros de donde Quirino, y de vez en cuando acude para ver si necesita ayuda.

Es poco lo que puede hacer. La mayor parte del tiempo lo dedica a coser enaguas y faldas que batalla para vender porque a los intermediarios de Creel les parece excesivo pagar 600 pesos por cada pieza. Así que cuando vuelve del pueblo, en un viaje a pie en el que invierte ocho horas de caminata, regresa apenas con 10 kilos de maseca y tres de frijol. Con ello se alimentan ella, su hijo y los dos perros que no dejaría por nada. En 2011, su padre, Crescencio Torres, murió a los 82 años por desnutrición severa.

Víctimas de robo

Los perros son importantes para los tarahumaras, sobre todo en esa comunidad, donde viven atemorizados desde hace tres años. Hombres armados les han robado frijol y maíz de sus bodegas, y en más de una ocasión han bajado para llevarse chivas. Los indígenas de Repechique de hecho viven amenazados. Muchos han denunciado judicialmente los atracos y las amenazas, pero la autoridad los ignora.

El más reciente robo sucedió el 24 de diciembre. Los delincuentes destrozaron la ventana del cuarto en el que se almacenan víveres para alimentar por dos meses a los 30 alumnos de la primaria comunal Guadalupe Victoria. De la dotación que otorga al plantel la Coordinadora Estatal de la Tarahumara los sujetos dejaron siete latas de sardina, dos de grano de elote y unos tres kilos de frijol que quedó tirado en el piso.

“Eso se nos terminará en una semana, si mucho, y deberemos de esperar hasta marzo para que nos vuelvan a dar la ayuda”, dice Velma Estrada, la maestra y única mestiza de la comunidad.

Los infantes acuden a la primaria básicamente para comer. Los que viven en los alrededores hacen una comida a mediodía y con eso regresan a casa, donde raramente vuelven a probar alimento porque no hay. Aquellos provenientes de otras aldeas duermen en la escuela y hacen sus tres comidas. Las veces que se acaba la despensa, la escuela queda sin alumnos.

Caminos secos

Para llegar a la carretera que desde Repechique, un vehículo de doble tracción demora unos cuarenta minutos si el camino es bueno. Estando sobre la carretera se llega a Creel en 15 minutos y casi el mismo tiempo para llegar a San Ignacio Arareko, el ejido en el que la comunidad local de tarahumaras administra un lago artificial de belleza impactante. Con ellos acudió el gobernador César Duarte, el miércoles, tres días después de que los efectos de la hambruna tuvieran su propio efecto multiplicador en las redes sociales.

Duarte habló de programas para sacarlos de la miseria y repartió algunas despensas. La información oficial dijo que la ayuda fue para todos, pero eso no fue cierto, de acuerdo con Corpus Sebastián, uno de los mil rarámuris locales que no recibieron nada.

Los funcionarios llegaron en una camioneta nueva, con Tablet en mano. Uno de los enviados de la Secretaría de Economía les dijo que estaban allí para “mejorar sus instalaciones productivas”, lo cual, a largo plazo, mejoraría su nivel de vida. Al final, los proyectos que fueron a anunciarles no prosperaron. Para que eso suceda, dijo otra funcionaria de Economía, necesitaban saber cuántos habitantes hay en la comunidad. Ninguno pudo ver el dato del Inegi en la Tablet.

Arareko suele ser el lugar seguro y bonito al que llegan autoridades para prometer a los rarámuris que los sacarán del hoyo miserable en el que históricamente han estado. A sitios como Repechique, a unos cuantos kilómetros de distancia, y a decenas de comunidades más remotas, jamás se han parado.

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