jueves, 29 de noviembre de 2012

Balance de un sexenio de muerte, guerra y traición

Balance de un sexenio de muerte, guerra y traición

Pronunciamiento
México D.F., 28 de noviembre de 2012.- A un año de la muerte de Nepomuceno Moreno, el MPJD, con el luto en el corazón, continúa su marcha por la verdad, la justicia y la dignidad. La larga e inútil guerra contra las drogas, impuesta hace décadas por los Estados Unidos como una política global, ha desatado violencia, corrupción y crisis humanitaria en diferentes latitudes del planeta. A causa de ella, México, en los últimos seis años, se ha convertido en el escenario de una confrontación armada de una intensa crueldad que ha llenado de muerte, luto, dolor y desolación a nuestra patria.
A falta de verdaderas acciones contra la corrupción, de una reforma profunda al sistema de procuración de justicia, de combatir el lavado de dinero y desarrollar la inteligencia policíaca para detener la acción del crimen organizado y romper sus vínculos de complicidad y colaboración con las instituciones públicas, sin programas efectivos para el desarrollo social y la reconstrucción de los tejidos comunitarios y ciudadanos, y en medio de una crisis de legitimidad del gobierno de la república, el combate militar y policíaco a las bandas de traficantes enriquecidos por el comercio de las drogas hacia los Estados Unidos provocó que las organizaciones criminales respondieran de manara cada vez más violenta y generaran una mayor desintegración de los organismos de seguridad y justicia del estado mexicano.
El resultado de esta guerra contra las drogas, emprendida por el presidente Felipe Calderón, lejos de reducir la producción, el tráfico y el consumo de drogas, los ha mantenido en los mismo niveles; lejos también de debilitar a las bandas criminales, las ha fragmentado, lo que ha multiplicado y diversificado sus formas de operar y de penetrar a la sociedad y a la economía del país. Durante esta guerra no sólo ha aumentado la corrupción a todos los niveles y ha crecido la disputa por el control del territorio entre los diferentes cárteles, sino que a su acción criminal y a su cartera de negocias se han sumado delitos que lastiman a la sociedad mucho más que el tráfico de enervante, tales como el tráfico de personas y órganos, la extorsión, el secuestro, la desaparición y la desaparición forzada, el lavado de dinero, el robo de empresas y propiedades, la venta de seguridad o el derecho de piso. Gracias a la estrategia emprendida por el presidente Calderón, a sus acciones y omisiones, una ola de muerte y destrucción ha cubierto a la sociedad en su conjunto y ha dejado a los ciudadanos en una situación extrema de vulnerabilidad e indefensión.
Mientras en Brasil el presidente Ignacio Lula da Silva declaraba la guerra al hambre —no a las drogas—; mientras en Uruguay, José Alberto Mújica impulsa la legalización de la marihuana como reacción a una ola de ajustes de cuentas que asciende a sesenta asesinatos; mientras la sociedad norteamericana vive una transformación de los paradigmas culturales heredados de su tradición puritana y ha legalizado el uso de la marihuana (medicinal y en algunos casos incluso recreativo) en catorce estados de la Unión Americana —asimilando así los criterios de salud y derechos individuales que hace décadas avanzan en Europa hacia políticas de tolerancia y mayores libertades—, Felipe Calderón reeditó las mismas políticas que incendiaron antes a Colombia y ha provocado un irreparable baño de sangre y de dolor en nuestro país:¬ más de 80 mil muertos, más de 20 mil desaparecidos, más de 250 mil desplazados, cientos de miles de familias rotas, y ciudades, pueblos y rancherías sometidos al miedo, la violencia y la desolación.
En su torpe intento por reducir la criminalidad, el presidente Felipe Calderón ha descuidado las causas culturales y sociales que intervienen en el consumo de las drogas y provocan el desarrollo de grandes industrias criminales; no emprendió una verdadera y necesaria reforma del sistema educativo y de las instituciones del Estado gravemente corrompidas y penetradas por la criminalidad; provocó una escalada armamentista en medio de una crisis económica que cerró para muchos el acceso a fuentes de trabajo digno, y lanzó a otros tantos al desempleo; inició una ofensiva bélica en un territorio civil donde el tejido social se encontraba desgarrado por la marginación, la pobreza, la recesión económica, la expansión de grandes empresas que destruyen las economías locales y arrasan territorios, la falta de oportunidades y el éxodo de miles de personas a los Estados Unidos.
Sin una reforma, no sólo de los sistemas de seguridad y justicia, sino de las instituciones todas del Estado; en un país donde el 98% de los delitos permanece impune y los cuerpos policíacos se encuentran profundamente descompuestos, donde las instituciones garantes de los derechos humanos son incipientes y en su gran mayoría carecen de la capacidad operativa y autónoma para defender los derechos de las personas, el presidente Calderón tuvo la irresponsabilidad de convertir el suelo de la nación en zona de conflicto, y envió a las calles, a los pueblos y a los campos de México a las tropas de nuestro Ejército y de la Marina a cumplir tareas que no les corresponden y para las que no están preparadas. De ahí el alarmante aumento de las violaciones de los derechos humanos.
La expresión más clara del dolor que recorre la nación está en el rostro de (nosotros) las víctimas que han (hemos) sido las primeras en reaccionar.
Cuando en marzo de 2011, tras el asesinato de los jóvenes Juan Francisco Sicilia Ortega, de Luis Antonio y Julio César Romero Jaime, y de Gabriel Alejo Escalera, el poeta Javier Sicilia, padre de Juan Francisco, exclamó ¡Estamos hasta la madre!, a su voz se unieron las de cientos de víctimas de todo el país que encontraron y continúan encontrando justo el reclamo que el poeta hizo y continúa haciendo a los políticos y los criminales, a quienes señala como responsables del dolor de la nación. A este coro de pena e indignación se sumaron también ciudadanos solidarios, gente de buen corazón, defensores de los derechos humanos, académicos y profesionistas, comerciantes y oficinistas, artistas y poetas.
Así, bajo la aparición pública de (nosotras) las víctimas y de sus desgarradoras expresiones, nació el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) que dio la voz de alarma en un país cansado de múltiples sufrimientos, al que el derecho a la información le es escamoteado por un modelo que concentra los medios e inhibe la propagación objetiva, libre e independiente de la información.
Nuestro llamado de atención consistió en visibilizar y dar voz a las víctimas y en declarar la emergencia nacional que el gobierno se ha negado a asumir y ha intentado simular detrás de un discurso bélico y triunfalista, un discurso que ha relativizado el valor de las vidas perdidas y menosprecia el dolor de las víctimas, a quienes las autoridades civiles ignoran o maltratan en las corruptas, ineficientes e indiferentes instituciones responsables de la procuración de la justicia en México.
El gobierno federal, pero también los gobiernos locales, han insistido en promover una percepción de normalidad y en simular que esta guerra no es más que un fenómeno acotado de ajuste de cuentas entre delincuentes, criminales abatidos y algunas “víctimas colaterales”.
Pese a ello, la declaratoria de emergencia nacional puso en su justa dimensión las consecuencias de la estrategia de seguridad de Calderón y de su gobierno, y reveló la crisis humanitaria que enfrenta el país y que, salvo algunas excepciones, ninguna autoridad, partido político, jerarquía religiosa o medio de comunicación, ha querido reconocer en su verdadera dimensión.
Por eso, en los Diálogos por la Paz que se desprendieron de nuestras movilizaciones, marchas y caravanas, y que hemos mantenido con los poderes ejecutivo y legislativo de la nación, así como con los candidatos a la presidencia de México, expresamos que el país necesita una Ley General de Víctimas que obligue al estado mexicano a atender a todas y cada una de las víctimas. No sólo a las víctimas que se han incorporado a la lucha civil por la paz, a la defensa de los derechos humanos, y que forman parte de nuestro movimiento, sino a las decenas de miles de huérfanos, viudas, madres y padres de desaparecidos, familiares de policías y militares heridos o caídos en combate, y familiares también de aquellos ciudadanos de México que han muerto como consecuencia de las luchas por el control de los territorio y los combates entre cárteles del crimen organizado y las fuerzas armadas.
Para desgracia de México, la Ley General de Víctimas impulsada por el MPJD, que el propio Calderón pidió durante esos diálogos, y que fue creada con las aportaciones de muchos de los más destacados especialistas en la materia, y aun aprobada por los legisladores de la nación, ha sido vetada por el mismo presidente Calderón. Junto a ese veto se suma el agravio a nuestros compañeros que, después de los Diálogos por la Paz en el Castillo de Chapultepec, fueron asesinados o desaparecidos por parte de bandas delictivas y de fuerzas del orden asociadas con el crimen.
Pese a que el Presidente y los gobernadores de los estados a los que nuestros compañeros pertenecían sabían de sus circunstancias, nunca se les brindó protección, y sus muertes y desapariciones permanecen, como las de miles de mexicanos: impunes. Recordamos sus nombres con un profundo dolor, una profunda indignación y un inmenso clamor de justicia: Nepomuceno Moreno, Trinidad de la Cruz Crisóstomo (Don Trino), Eva Alarcón, Miguel Marcial Bautista y Pedro Leyva.
Tanto estas muertes y desapariciones como el veto a la Ley General de Víctimas son una muestra clara de la insensibilidad humana del presidente Calderón con las víctimas de México, una muestra de su incapacidad para asumir la responsabilidad de sus actos, una deshonra a su palabra y una traición a los diálogos del Castillo de Chapultepec y a nuestro movimiento.
La creación de una Procuraduría para la Atención de Víctimas (ProVíctima), a espaldas del MPJD y sin recursos ni capacidad operativa, y su intento de dividir la causa de las víctimas —sustituyendo las demandas del Movimiento con el reconocimiento, como únicos interlocutores válidos y exclusivos del gobierno, de ciudadanos que, aun padeciendo los efectos de la inseguridad y los desaciertos de las políticas implementadas desde el Estado acompañan el discurso del Presidente— son muestra de que Felipe Calderón optó también por darle la espalda a la realidad de la nación y por engañar y traicionar el reclamo de la gran mayoría de las víctimas de su política.
Además de todos los agravios enumerados, el Presidente Calderón decidió traicionar otra palabra empeñada en el Castillo de Chapultepec: intercambió la creación de un auténtico memorial para las víctimas de la guerra —un memorial que implica un proceso de recuperación de los nombres de cada uno de los muertos, un proceso de verdad y justicia, y una pedagogía de la paz y la reconciliación—, por un monumento construido sobre un terreno que lleva el nombre del dios latino de la guerra, Marte, a partir de un concurso simulado, sin consenso alguno y de espaldas a los mínimos criterios de transparencia, ética y profesionalismo. El memorial de Calderón, avalado por dos o tres víctimas, es un monumento a la barbarie, a la fosa común y al olvido, donde su gobierno ha pretendido arrojar los cuerpos y la memoria que su guerra produjo.
Felipe Calderón se va como un traidor a la patria, como el Presidente de la devastación y el desprecio. Sobre su conciencia, y a pesar de lo que, contra toda evidencia, no ha dejado de declarar para exculparse, pesará el clamor de las víctimas que, como alguna vez dijo Javier Sicilia, parafraseando al poeta Giorgos Séferis, “no lo dejaremos dormir en ningún sitio”.
Deja con ellas un país devastado y en guerra que se ha convertido en una deuda de Estado que Enrique Peña Nieto deberá asumir. Él, no sólo, como se comprometió en los Diálogos por la Paz en el Alcázar del Castillo de Chapultepec cuando aún era candidato a la Presidencia de la República, deberá publicar y promulgar la Ley General de Víctimas en los primeros días de su mandato, sino también asumir una Ley de Seguridad Humana y Ciudadana que el propio Movimiento propuso en los diálogos con el Ejecutivo, y que se presenta como una alternativa a la Ley de Seguridad Nacional de Felipe Calderón, además de los seis puntos que el mismo Movimiento leyó en su declaración del 8 de mayo de 2011 en el zócalo de la Ciudad de México. Todo ello, frente a las traiciones de Calderón, continúa siendo una demanda absoluta del MPJD y un camino fundamental hacia la paz, la justicia, la memoria y la reconciliación que tanto necesita México, y sin los cuales la vida de la patria se hundirá en el abismo.
Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad

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