Balance de un sexenio de muerte, guerra y traición
Pronunciamiento
México D.F., 28 de noviembre de 2012.- A
un año de la muerte de Nepomuceno Moreno, el MPJD, con el luto en el
corazón, continúa su marcha por la verdad, la justicia y la dignidad. La
larga e inútil guerra contra las drogas, impuesta hace décadas por los
Estados Unidos como una política global, ha desatado violencia,
corrupción y crisis humanitaria en diferentes latitudes del planeta. A
causa de ella, México, en los últimos seis años, se ha convertido en el
escenario de una confrontación armada de una intensa crueldad que ha
llenado de muerte, luto, dolor y desolación a nuestra patria.
A falta de
verdaderas acciones contra la corrupción, de una reforma profunda al
sistema de procuración de justicia, de combatir el lavado de dinero y
desarrollar la inteligencia policíaca para detener la acción del crimen
organizado y romper sus vínculos de complicidad y colaboración con las
instituciones públicas, sin programas efectivos para el desarrollo
social y la reconstrucción de los tejidos comunitarios y ciudadanos, y
en medio de una crisis de legitimidad del gobierno de la república, el
combate militar y policíaco a las bandas de traficantes enriquecidos por
el comercio de las drogas hacia los Estados Unidos provocó que las
organizaciones criminales respondieran de manara cada vez más violenta y
generaran una mayor desintegración de los organismos de seguridad y
justicia del estado mexicano.
El resultado
de esta guerra contra las drogas, emprendida por el presidente Felipe
Calderón, lejos de reducir la producción, el tráfico y el consumo de
drogas, los ha mantenido en los mismo niveles; lejos también de
debilitar a las bandas criminales, las ha fragmentado, lo que ha
multiplicado y diversificado sus formas de operar y de penetrar a la
sociedad y a la economía del país. Durante esta guerra no sólo ha
aumentado la corrupción a todos los niveles y ha crecido la disputa por
el control del territorio entre los diferentes cárteles, sino que a su
acción criminal y a su cartera de negocias se han sumado delitos que
lastiman a la sociedad mucho más que el tráfico de enervante, tales como
el tráfico de personas y órganos, la extorsión, el secuestro, la
desaparición y la desaparición forzada, el lavado de dinero, el robo de
empresas y propiedades, la venta de seguridad o el derecho de piso.
Gracias a la estrategia emprendida por el presidente Calderón, a sus
acciones y omisiones, una ola de muerte y destrucción ha cubierto a la
sociedad en su conjunto y ha dejado a los ciudadanos en una situación
extrema de vulnerabilidad e indefensión.
Mientras en
Brasil el presidente Ignacio Lula da Silva declaraba la guerra al hambre
—no a las drogas—; mientras en Uruguay, José Alberto Mújica impulsa la
legalización de la marihuana como reacción a una ola de ajustes de
cuentas que asciende a sesenta asesinatos; mientras la sociedad
norteamericana vive una transformación de los paradigmas culturales
heredados de su tradición puritana y ha legalizado el uso de la
marihuana (medicinal y en algunos casos incluso recreativo) en catorce
estados de la Unión Americana —asimilando así los criterios de salud y
derechos individuales que hace décadas avanzan en Europa hacia políticas
de tolerancia y mayores libertades—, Felipe Calderón reeditó las mismas
políticas que incendiaron antes a Colombia y ha provocado un
irreparable baño de sangre y de dolor en nuestro país:¬ más de 80 mil
muertos, más de 20 mil desaparecidos, más de 250 mil desplazados,
cientos de miles de familias rotas, y ciudades, pueblos y rancherías
sometidos al miedo, la violencia y la desolación.
En su torpe
intento por reducir la criminalidad, el presidente Felipe Calderón ha
descuidado las causas culturales y sociales que intervienen en el
consumo de las drogas y provocan el desarrollo de grandes industrias
criminales; no emprendió una verdadera y necesaria reforma del sistema
educativo y de las instituciones del Estado gravemente corrompidas y
penetradas por la criminalidad; provocó una escalada armamentista en
medio de una crisis económica que cerró para muchos el acceso a fuentes
de trabajo digno, y lanzó a otros tantos al desempleo; inició una
ofensiva bélica en un territorio civil donde el tejido social se
encontraba desgarrado por la marginación, la pobreza, la recesión
económica, la expansión de grandes empresas que destruyen las economías
locales y arrasan territorios, la falta de oportunidades y el éxodo de
miles de personas a los Estados Unidos.
Sin una
reforma, no sólo de los sistemas de seguridad y justicia, sino de las
instituciones todas del Estado; en un país donde el 98% de los delitos
permanece impune y los cuerpos policíacos se encuentran profundamente
descompuestos, donde las instituciones garantes de los derechos humanos
son incipientes y en su gran mayoría carecen de la capacidad operativa y
autónoma para defender los derechos de las personas, el presidente
Calderón tuvo la irresponsabilidad de convertir el suelo de la nación en
zona de conflicto, y envió a las calles, a los pueblos y a los campos
de México a las tropas de nuestro Ejército y de la Marina a cumplir
tareas que no les corresponden y para las que no están preparadas. De
ahí el alarmante aumento de las violaciones de los derechos humanos.
La expresión
más clara del dolor que recorre la nación está en el rostro de
(nosotros) las víctimas que han (hemos) sido las primeras en reaccionar.
Cuando en marzo de 2011, tras el asesinato de los jóvenes Juan Francisco
Sicilia Ortega, de Luis Antonio y Julio César Romero Jaime, y de
Gabriel Alejo Escalera, el poeta Javier Sicilia, padre de Juan
Francisco, exclamó ¡Estamos hasta la madre!, a su voz se unieron las de
cientos de víctimas de todo el país que encontraron y continúan
encontrando justo el reclamo que el poeta hizo y continúa haciendo a los
políticos y los criminales, a quienes señala como responsables del
dolor de la nación. A este coro de pena e indignación se sumaron también
ciudadanos solidarios, gente de buen corazón, defensores de los
derechos humanos, académicos y profesionistas, comerciantes y
oficinistas, artistas y poetas.
Así, bajo la
aparición pública de (nosotras) las víctimas y de sus desgarradoras
expresiones, nació el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad
(MPJD) que dio la voz de alarma en un país cansado de múltiples
sufrimientos, al que el derecho a la información le es escamoteado por
un modelo que concentra los medios e inhibe la propagación objetiva,
libre e independiente de la información.
Nuestro
llamado de atención consistió en visibilizar y dar voz a las víctimas y
en declarar la emergencia nacional que el gobierno se ha negado a asumir
y ha intentado simular detrás de un discurso bélico y triunfalista, un
discurso que ha relativizado el valor de las vidas perdidas y
menosprecia el dolor de las víctimas, a quienes las autoridades civiles
ignoran o maltratan en las corruptas, ineficientes e indiferentes
instituciones responsables de la procuración de la justicia en México.
El gobierno
federal, pero también los gobiernos locales, han insistido en promover
una percepción de normalidad y en simular que esta guerra no es más que
un fenómeno acotado de ajuste de cuentas entre delincuentes, criminales
abatidos y algunas “víctimas colaterales”.
Pese a ello,
la declaratoria de emergencia nacional puso en su justa dimensión las
consecuencias de la estrategia de seguridad de Calderón y de su
gobierno, y reveló la crisis humanitaria que enfrenta el país y que,
salvo algunas excepciones, ninguna autoridad, partido político,
jerarquía religiosa o medio de comunicación, ha querido reconocer en su
verdadera dimensión.
Por eso, en
los Diálogos por la Paz que se desprendieron de nuestras movilizaciones,
marchas y caravanas, y que hemos mantenido con los poderes ejecutivo y
legislativo de la nación, así como con los candidatos a la presidencia
de México, expresamos que el país necesita una Ley General de Víctimas
que obligue al estado mexicano a atender a todas y cada una de las
víctimas. No sólo a las víctimas que se han incorporado a la lucha civil
por la paz, a la defensa de los derechos humanos, y que forman parte de
nuestro movimiento, sino a las decenas de miles de huérfanos, viudas,
madres y padres de desaparecidos, familiares de policías y militares
heridos o caídos en combate, y familiares también de aquellos ciudadanos
de México que han muerto como consecuencia de las luchas por el control
de los territorio y los combates entre cárteles del crimen organizado y
las fuerzas armadas.
Para desgracia
de México, la Ley General de Víctimas impulsada por el MPJD, que el
propio Calderón pidió durante esos diálogos, y que fue creada con las
aportaciones de muchos de los más destacados especialistas en la
materia, y aun aprobada por los legisladores de la nación, ha sido
vetada por el mismo presidente Calderón. Junto a ese veto se suma el
agravio a nuestros compañeros que, después de los Diálogos por la Paz en
el Castillo de Chapultepec, fueron asesinados o desaparecidos por parte
de bandas delictivas y de fuerzas del orden asociadas con el crimen.
Pese a que el
Presidente y los gobernadores de los estados a los que nuestros
compañeros pertenecían sabían de sus circunstancias, nunca se les brindó
protección, y sus muertes y desapariciones permanecen, como las de
miles de mexicanos: impunes. Recordamos sus nombres con un profundo
dolor, una profunda indignación y un inmenso clamor de justicia:
Nepomuceno Moreno, Trinidad de la Cruz Crisóstomo (Don Trino), Eva
Alarcón, Miguel Marcial Bautista y Pedro Leyva.
Tanto estas
muertes y desapariciones como el veto a la Ley General de Víctimas son
una muestra clara de la insensibilidad humana del presidente Calderón
con las víctimas de México, una muestra de su incapacidad para asumir la
responsabilidad de sus actos, una deshonra a su palabra y una traición a
los diálogos del Castillo de Chapultepec y a nuestro movimiento.
La creación de
una Procuraduría para la Atención de Víctimas (ProVíctima), a espaldas
del MPJD y sin recursos ni capacidad operativa, y su intento de dividir
la causa de las víctimas —sustituyendo las demandas del Movimiento con
el reconocimiento, como únicos interlocutores válidos y exclusivos del
gobierno, de ciudadanos que, aun padeciendo los efectos de la
inseguridad y los desaciertos de las políticas implementadas desde el
Estado acompañan el discurso del Presidente— son muestra de que Felipe
Calderón optó también por darle la espalda a la realidad de la nación y
por engañar y traicionar el reclamo de la gran mayoría de las víctimas
de su política.
Además de
todos los agravios enumerados, el Presidente Calderón decidió traicionar
otra palabra empeñada en el Castillo de Chapultepec: intercambió la
creación de un auténtico memorial para las víctimas de la guerra —un
memorial que implica un proceso de recuperación de los nombres de cada
uno de los muertos, un proceso de verdad y justicia, y una pedagogía de
la paz y la reconciliación—, por un monumento construido sobre un
terreno que lleva el nombre del dios latino de la guerra, Marte, a
partir de un concurso simulado, sin consenso alguno y de espaldas a los
mínimos criterios de transparencia, ética y profesionalismo. El memorial
de Calderón, avalado por dos o tres víctimas, es un monumento a la
barbarie, a la fosa común y al olvido, donde su gobierno ha pretendido
arrojar los cuerpos y la memoria que su guerra produjo.
Felipe
Calderón se va como un traidor a la patria, como el Presidente de la
devastación y el desprecio. Sobre su conciencia, y a pesar de lo que,
contra toda evidencia, no ha dejado de declarar para exculparse, pesará
el clamor de las víctimas que, como alguna vez dijo Javier Sicilia,
parafraseando al poeta Giorgos Séferis, “no lo dejaremos dormir en
ningún sitio”.
Deja con ellas
un país devastado y en guerra que se ha convertido en una deuda de
Estado que Enrique Peña Nieto deberá asumir. Él, no sólo, como se
comprometió en los Diálogos por la Paz en el Alcázar del Castillo de
Chapultepec cuando aún era candidato a la Presidencia de la República,
deberá publicar y promulgar la Ley General de Víctimas en los primeros
días de su mandato, sino también asumir una Ley de Seguridad Humana y
Ciudadana que el propio Movimiento propuso en los diálogos con el
Ejecutivo, y que se presenta como una alternativa a la Ley de Seguridad
Nacional de Felipe Calderón, además de los seis puntos que el mismo
Movimiento leyó en su declaración del 8 de mayo de 2011 en el zócalo de
la Ciudad de México. Todo ello, frente a las traiciones de Calderón,
continúa siendo una demanda absoluta del MPJD y un camino fundamental
hacia la paz, la justicia, la memoria y la reconciliación que tanto
necesita México, y sin los cuales la vida de la patria se hundirá en el
abismo.
Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad
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