lunes, 3 de marzo de 2014

El misterioso enigma de Yabir Ibn Aflah, alquimista andalusí 

Función del mito en la astronomía y la alquimia

03/03/2014 - Autor: Ángel Alcalá Malavé - Fuente: Investigación del autor
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Yabir Ibn Aflah inventó un instrumento de observación conocido como torquetum
Yabir Ibn Aflah inventó un instrumento de observación conocido como torquetum
La Historia íntima de al-Ándalus está plagada de enigmas aún por resolver. Y cuando empleamos el término íntimo no nos referimos, evidentemente, a la historia de las intimidades en al arte amatorio practicada por sus habitantes, sino a una capa más profunda que ha acontecido siempre a lo largo de la historia de las naciones y las civilizaciones, hasta el punto de constituir la médula secreta de todo cuanto sucedía en el escenario de la realidad sensible. Es decir, su vida esotérica, que va más allá del concepto de “intrahistoria” introducido por Unamuno. Y de ella dieron cuenta cabal la inmensa mayor parte de los sabios andalusíes de primera fila –casi todos, a excepción de Ibn Hazm por razones que un día abordaremos-, y buena parte de aquellos otros de segundo orden, que como el caso de Yabir Ibn Aflah, no por ello dejaron de influir en las ciencias de su tiempo en Europa incluso siglos después de su muerte: ahí se ve su huella en la trigonometría esférica de Regiomontanus, que también copiaría no pocas soluciones de astronomía matemática en otro sabio andalusí  –y alquimista- poco conocido: Ibn Mu´ad de Jaén. Y a través de este puente llegarían a Copérnico.
Pero no vamos a abordar sus aportaciones astronómicas, ya estudiadas por arabistas de talla, como Julio Samsó o J. Bellver Martínez -por ceñirnos únicamente a España-, sino que trataremos de aportar alguna luz en el enigma que plantea este hakim sevillano de la primera mitad del siglo XII…desde la perspectiva hermética. Pues cuando lo estudiamos desde este foco, es indudable que se iluminan más aspectos de su rebelde propuesta contra el sistema tolemaico, mas como comprobará el lector, una vez resueltos se vuelven a colocar sobre la mesa nuevos misterios aún más inexplicables.
Porque Yabir Ibn Aflah es conocido como el primer astrónomo y matemático andalusí –inseparables una disciplina de otra en aquella época, y ambas ramas del tronco común de la ciencia divina, como vimos en Astronomía mística en al-Ándalus- que emprende una revolución en los estudios astronómicos hasta entonces aceptados por los astrónomos precedentes, pese a las críticas y sus consecuentes propuestas de cada cual. Y el enigma comienza aquí: ¿por qué se le continúa considerando únicamente astrónomo y matemático, cuando una lectura desde la perspectiva hermética evidencia que fue alquimista, y por consiguiente, hakim, es decir, un sabio integral que trató de florecer en las ramas del Saber más adecuadas a sus capacidades e intereses? Ya hemos respondido alguna vez a esta pregunta: porque la mirada actual ya ha perdido ese concepto unitario del Saber desde el que escribieron sus libros nuestros sabios andalusíes, a imagen y semejanza de sus espejos griegos. ¿Y qué empujó a este sabio a reivindicar la cosmología pitagórica y contradecir el orden de las esferas propuesto por Platón –y ya antes por los caldeos- pero definitivamente consignado por Tolomeo?
Desde la perspectiva terrenal, tras el mundo sublunar se ascendía por las esferas según el siguiente orden: Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter y Saturno, tras el cual se colocaba la esfera de las estrellas fijas, última percibida por los sentidos. Pero Yabir Ibn Aflah retoma en al-Ándalus una propuesta astronómica que fue aún válida hasta los tiempos de Aristóteles, la de la escuela pitagórica, definitivamente descartada por la Tradición a partir de Tolomeo, y que situaba a la esfera del Sol por debajo de la de Mercurio y Venus. ¿Por qué? Y además, formula su propuesta reivindicando en su búsqueda de la verdad, el derecho a desobedecer el argumento de autoridad propuesto por el Estagirita en su Ética a Nicómaco, con estas precisas palabras: “Cuando la verdad y Platón discuten, si bien ambos me son queridos, la verdad me es más querida”, reivindica Yabir Ibn Aflah. Un Aristóteles, que por cierto, pese a su connatural racionalismo especulativo, no abandonó el pitagorismo en su cosmología, toda vez que aumentó las treinta y siete esferas propuestas por Eudoxo hasta llegar a cincuenta y cinco –en ambos casos suman el pitagórico número diez-, el mismo número con el que el gran filósofo y alquimista Yabir Ibn Hayyán consignó la escala terrena de grados de ascensión mística (v. Ibn Arabí y el número del azufre rojo. Disculpe el lector que remita a mis escritos, pero apenas existen estudios sobre filosofía hermética en al-Ándalus, y los pocos existentes sólo han analizado la alquimia mineral).
No acaban ahí los enigmas. En la introducción a su Corrección del Almagesto (Islah al Mayisti), el sabio sevillano hace un guiño evidente al shiismo por su defensa de la filosofía profética. Y éste es el punto que ha sido pasado por alto de Yabir Ibn Aflah que, a nuestro juicio, explica toda su propuesta posterior, que desencadenaría lo que después ha sido denominada la “rebelión andalusí contra la astronomía tolemaica”, en la que estuvieron implicados sabios de la categoría de Ibn Rushd (Averroes) o al-Bitruyi (Alpetragio), entre otros. De modo que para entenderlo, hace falta comprender qué rompecabezas hermético-místico mascullaba en su interior, e inferir las lecturas que le influyeron para así, uniendo todos esos mimbres con la aguja de la perspectiva hermética, tratar de aunar todas las piezas del puzzle que dejó sin completar. Porque para más inri, este sabio que se atrevió a cuestionar al incuestionable Tolomeo, apenas sí dejó algunas obras matemáticas de menor importancia, tal vez algún tratado astronómico sobre la octava esfera atribuido hoy a otro autor, y desapareció sin dejar huella en la vida pública de su convulsa época, en pleno dominio almohade, cuando los anillos de una lectura excesivamente cerril por parte de la ortodoxia asfixió el clima de libertad de los sabios andalusíes.
No cabe duda de que constituye uno de los enigmas más apasionantes de la Historia de nuestros sabios andalusíes, y para desentrañarlo, tendremos que retrotraernos al autor que sin duda más le influyó: Filolao de Crotona. Desentrañar las claves de éste atendiendo a las claves hermético místicas de la mitología –eso tan despreciado por los astrónomos actuales y la mayoría de los estudiosos de la astronomía antigua y medieval, que se olvidan que los autores que analizan contemplaban el mundo desde dichas claves, aún actuales desde la perspectiva de la teoría arquetípica de Carl G. Jung y en otros campos herméticos-, comprobar cómo ese fuego central del universo vuelve a ser reformulado por Yabir Ibn Hayyán, y regresar de nuevo a este otro Yabir Ibn Aflah para comprender mejor su propuesta desde la óptica de la alquimia vegetal, es decir, la medicina. ¿Extraña que para explicar las andanzas de los alquimistas andalusíes tengamos que enfocar nuestra atención en ese volcán de luz inagotable que fue la Bagdad de los siglos VIII y IX, si era allí donde se dirigían los sedientos de sabiduría tras finalizar su peregrinación a La Meca?
De Filolao a Yabir Ibn Hayyán
Filolao de Crotona (aprox. 470 a.C.) es el primer sabio de la Antigüedad que pone en duda el geocentrismo, afirma que la Tierra es un cuerpo celeste más que gira sobre sí misma cada veinticuatro horas, y establece que en el centro del Universo existe un fuego central que irradia hacia el Sol, espejo de cristal que a su vez lo refleja sobre el mundo sublunar. A los siete planetas clásicos –Luna, Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno- añadirá la esfera de las estrellas fijas, pero como quiera que la suma de todos ellos, más la Tierra, proporcionaba el número nueve, denominó Anti-tierra a ese planeta invisible situado justo entre nuestro planeta y dicho fuego central. Esta cosmología asombró al mundo entero, y aún hoy sigue sin ser desentrañada por los estudiosos de la sabiduría del Mundo Antiguo –no digamos ya a los astrónomos- por una razón esencial: se olvidan que casi todos ellos estaban imbuidos en mayor o menor medida de la filosofía hermética y su llamada a la transformación del alma; de la filosofía hermética y su constante apelación a la ley de como es Arriba es Abajo; de la filosofía hermética y su ley de analogía, según la cual, el microcosmos humano debía ser una copia miniaturizada del Macrocosmos. Y no existe transformación sin ese fuego central que purifica al alma y a toda materia prima que sea sometida a él. Seguir la pista de este fuego en la Historia de la Filosofía Antigua y Medieval supone descifrar el secreto de dicha filosofía, es decir, comprender que existía una filosofía secreta que tras sus claves exponía su concepto del hombre, el mundo y el universo. Dicha filosofía secreta no es otra que la hermética, de donde surgirá la alquimia –mineral o vegetal- como mundo necesariamente secreto donde elaboraban sus estudios físicos como comprobaciones de sus especulaciones metafísicas. Y esto no es una hipótesis, sino una certidumbre que, por ejemplo, podemos leer en Filón de Alejandría, quien en De la Providencia explica cómo mezcló agua, arena y aceite para estudiar las naturalezas de los respectivos componentes de dicha mezcla.
Y en la mente de Filolao existía precisamente esa preocupación: determinar dónde se hallaba el origen del fuego en el Macrocosmos. De ahí su propuesta ingeniosa. En cuanto al orden planetario, respetó ese mismo orden que propuso la Escuela pitagórica del siglo V a.C., pero como quiera que la filosofía debía preceder a su cosmología, determinó la necesidad de una armonía entre las esferas, una armonía necesaria que vendría de la mano del concepto de límite (péras) frente a lo ilimitado (ápeiron), ese áperion de donde Anaximandro –que no fue alquimista- sacó los racimos de su pensamiento. Esta dualidad de principios fue común a todos los pitagóricos antiguos, como consigna Aristóteles en su Metafísica (Libro I, 10-30), donde hablando de los pitagóricos afirma:
“que basándose en que el número diez parece ser perfecto y abarcar la naturaleza toda de los números, afirman también que son diez los cuerpos que se mueven en el firmamento, y puesto que son visibles solamente nueve, hacen de la antitierra el décimo (…) Pues bien, también ellos parece que piensan que el número es principio que constituye no sólo la materia de las cosas que son, sino también sus propiedades y disposiciones, y que los elementos del número son lo Par e Impar, limitado aquél e ilimitado éste, y que el Uno se compone de ambos (en efecto, es par e impar), y que el Número deriva del Uno, y que los números, como queda dicho, constituyen el firmamento entero.  Otros, entre ellos mismos, dicen que los principios son diez, los enumerados según la serie (de los opuestos):
Límite e ilimitado
Impar y par
Uno y múltiple
Derecho e izquierdo
Masculino y femenino
Estático y dinámico
Derecho y curvo
Luz y oscuridad
Bueno y malo
Cuadrado y oblongo”.
Pero Aristóteles, que sabía perfectamente que los presocráticos  manejaban conceptos de la Filosofía hermética, se jactó desde la atalaya de su inteligencia privilegiada de todos ellos, incluido el concepto de fuego central (y no sólo por esta razón, es menospreciado por el autor de la Turba philosophorum, el libro de alquimia medieval que tanto influiría en Oriente y Occidente). El hecho es constatado por todos los estudiosos del hermetismo desde época bien temprana, y también en la moderna, como por ejemplo hace Francesco Patrizzi –editor de autores herméticos- en 1581 en el tomo cuarto de su Discussionum Peripateticarum, donde realiza una crítica al Estagirita precisamente por este motivo.
Sin embargo, ese fuego central tenía una importancia en todos los niveles del Saber, pues es evidente que Filolao lo equipara al Tártaro mitológico, ese fuego que arde en las entrañas de la Tierra al que Zeus ordena que sean arrojados los Titanes. ¿Por qué? Porque han de cumplir un castigo por su rebelión contra el orden celeste: por eso los pitagóricos consideraron que ése, y no otro, era el destino de las almas de los condenados. Pero ese lugar, el Zeus Phylaké (es decir, prisión de Zeus) ya había perdido dicho sentido en tiempos de Aristóteles, pues sospecho que Platón sí supo qué sentido escatológico encerraba, como deja inferir en el Critias, en el que efectúa claramente una reinterpretación de la cosmología de Filolao: “Y reunió Zeus a todos los dioses en su morada más honorable que se alza en el centro del universo y vela por todo aquello que pertenece al mundo del devenir”. Hesíodo, en su Teogonía, también designa esa prisión como el lugar donde son encadenados los Titanes. Y en ese mismo lugar donde naciera Yabir Ibn Hayyán muchos siglos después, en la Babilonia del siglo II a.C., también era notorio que Madruk había arrojado a los “dioses encadenados” a dicha prisión. ¿Se refiere el Libro de Enoch –es decir, el primer Hermes según la tradición islámica- a esos mismos titanes cuando afirma que los ángeles caídos fueron encerrados en una prisión? Todo apunta a que sí. Y todo apunta a que ese lugar mitológico fue sustituido por los términos “fuego del infierno” ya por los primeros cristianos. Por eso no extraña que, tras la debida relectura efectuada por Yabir Ibn Hayyán –y después por el gran Ibn Sina- y transmitida a Europa por nuestros sabios andalusíes –tras lectura atenta del Noble Corán, que lógicamente recoge todos los matices de este fuego-, hallemos esa misma relectura en Santo Tomás o en su maestro, el filósofo y alquimista San Alberto Magno, quien literalmente afirma:
“Y los pitagóricos compararon el centro del mundo con una cárcel totalmente cerrada. Y decían que se trata del lugar de los castigos del infierno, en el que permanecen cautivos aquellos a los que hay que vigilar mientras sufren el castigo en el reino de los condenados, tal como Pitágoras explica en sus preceptos. Es allí donde permanecen cautivos, porque ése es el lugar del fuego donde arden aquellos que han sido condenados por Zeus” (Alberto Magno, De Caelo et mundo 2.4.1. = Opera omnia; V/I, ed. P. Hossfeld, Munster / Westfallen, 1971; 180 • 59-65). ¿Era consciente de todo ello el sevillano Yabir Ibn Aflah cuando propone su sistema cosmológico frente al de Tolomeo? Todo apunta a que sí. Porque también él era consciente del sentido alegórico del mito en el esquema de Filolao, y que éste había afirmado que el mundo limitaba en el exterior con el Olimpo…es decir, con el Trono de Dios. Mas en la mente del sabio andalusí no anidaba sólo el mundo de la mitología leída en clave alegórica, sino también la luz de la Revelación coránica…entendida desde la clave batiní, como cabe inferir de sus libros. Y desde ambas, lanzará al mundo su propuesta.
Desde esta perspectiva, y tratando de situar el laberinto del alma de nuestro sabio andalusí, lo imagino desde este cuadro general que traza J. Lomba Fuentes en su ensayo La Filosofía islámica en Zaragoza: “La filosofía musulmana lo que intenta es llevar a cabo hasta el fondo la experiencia religiosa islámica buscando un sentido espiritual a la letra de la revelación, aplicando el iytihad o esfuerzo humano a la comprensión del mundo creado por Dios y destinado a Él, y obedeciendo el mandato coránico de `conocimiento´. El Islam intenta esta experiencia religiosa a fondo por todos los medios que tiene a su mano: el sunnismo, el shiismo, el derecho, la teología, la gramática y mil más. Y también hace el experimento de emplear aquellos materiales que le ofrecen otras culturas, filosofías y religiones, para este objetivo primordial” (Joaquín Lomba Fuentes, op. cit., editorial Diputación de Aragón, p. 53). Y junto a todo esto, seguramente Yabir Ibn Aflah tendría presente ese hadit que reza: “La tinta del sabio es más sagrada que la sangre del mártir”. O, por ejemplo, esta aleya de la sura 10, Jonás 5 del Noble Corán: “Él expone con claridad estos mensajes para una gente de conocimiento innato: ¡pues ciertamente, en la alternancia del día y la noche; y en todo lo que Dios ha creado en los cielos y en la tierra hay, en verdad, mensajes para una gente que es consciente de él”.
Y, por cierto, ya que hablamos de Zaragoza, cabe recordar que la Guía de Perplejos de Maimónides –quien conoció personalmente a Yabir Ibn Aflah, se adhirió a su propuesta cosmológica, y en su capítulo II, 9 cuenta cómo el hijo de éste fue a visitarlo a Fustah- afirma que fue el zaragozano Ibn Bayyá (Avempace) el primero en cuestionar el sistema astronómico de Tolomeo al no cuadrar con los principios físicos y metafísicos expuestos por Aristóteles (respecto a los primeros en su Física, y respecto a los segundos, en la teoría del movimiento expuesta en su Metafísica), por lo que finalmente optaría por eliminar los epiciclos y excéntricas, y apostar por el sistema de esferas homocéntricas, más acordes con el monismo islámico. Pero, eso sí, el sabio zaragozano no cuestionó el orden de las esferas propuesto por Tolomeo. ¿Se conocieron ambos sabios, Ibn Bayyá y Yabir Ibn Aflah en Sevilla, y compartieron dudas y teorías? ¿Hablaron de filosofía profética y cosmología, del macrocosmos y su reflejo en el microcosmos? ¿Compartieron sus experiencias personales a la hora de trasladar sus teorías a sus respectivos trabajos en alquimia vegetal, en la que es imprescindible determinar qué dilución realizar –es decir, qué fuerza planetaria extraer de una planta- según el número secreto oculto en cada esfera? ¿Fue en ese punto donde discreparon? Esta es la historia invisible del hermetismo que no narran los libros, pero merced a la cual se puede inferir todo lo que estamos razonando en torno a este aspecto cosmológico de los astrónomos y alquimistas islámicos en general, y andalusíes en particular, pues fue precisamente en al-Ándalus donde se llevó a cabo esa llamada rebelión astronómica contra el sistema tolemaico.
Musas de la Memoria o Memoria de las Musas
Así pues, a nuestro entender, Yabir Ibn Aflah supo leer entre líneas la filosofía y cosmología de Filolao y los pitagóricos, y por lo tanto, trataba de afinar en su interior un concierto que resonaba en los pliegues de su alma. ¿Cuál? El mismo del que habla Porfirio (233 – 305 d.C.) en su Vida de Pitágoras, cuando dice que “Pitágoras afirmaba que las nueve Musas estaban constituidas por los sonidos de los siete planetas, la esfera de las estrellas fijas, y la que está opuesta a nuestra tierra, llamada Anti-tierra. Llamó Mnemósine, o Memoria, a la composición, sinfonía y conexión de todas ellas, que es eterna e ingénita, dado que está compuesta de todas ellas”.
Respecto a este párrafo, asevera Ignacio Gómez de Liaño en su muy interesante ensayo Filósofos griegosvidentes judíos: “Como la cosmología que se describe en la frase coincide con la de Filolao, que nació en el año 470 a.C., cabe pensar que en el siglo V los pitagóricos asociaron la memoria a lugares, según prescribía la memoria simonídea, pero no a lugares terrestres, sino a los de la esfera celeste, de suerte que el conjunto de todos ellos, y por tanto del saber, se le podía llamar Memoria, nombre que, de otra parte, también asignaban los pitagóricos a la Década. Además de asociar nociones con figuras geométricas, Filolao se servía de éstas para denotar a determinados dioses, lo que, como hemos visto en la Dialexis, aproxima al pitagorismo al uso alegórico que de los dioses hacían los sofistas de la época en sus prácticas mnemónicas” (op. cit., ed. Siruela, p.49).
Aquí tenemos la razón oculta –una de ellas- por la que la Octava Esfera fue tan larga y profundamente estudiada por los astrónomos antiguos y medievales imbuidos de hermetismo, pues no todos ellos fueron hijos de Hermes. Pero sí Yabir Ibn Aflah, y es por ello por lo que no dudamos en atribuirle ese Libro de la Octava Esfera que no quiso firmar con su nombre, seguramente para no levantar más ampollas de las que de por sí ya había levantado con su propuesta astronómica. Porque la Octava Esfera equivale a la Ogdóada o Esfera de las Estrellas fijas, donde se asienta el Alma del Mundo, con su sabiduría como Pronoia divina (Providencia) que lleva a cabo las órdenes del cielo a través de la ley de los números.
La Ogdóada se convertirá en la Estrella de Ocho puntas, tan representada en todo al-Ándalus, pues fue el símbolo con el que el primer emir Omeya, Abderrahman I, quiso que fuera conocido su reino en el mundo. Y, con ese mismo sentido del que hablaba Platón y otros sabios místicos y astrónomos del mundo, lo hallamos en no pocos libros de nuestros sabios andalusíes, como por ejemplo en Ibn al Jatib, cuando reflexiona en su Jardín de la definición del amor supremo sobre “el alma universal que es el alma del mundo…como un círculo que rodea a la esfera celeste y cuyo poder alcanza a todas las partes del mundo  y de los seres”, pues frente a ella “el alma individual es la correspondiente a cada uno de los seres de este mundo, a los astros y a los restantes cuerpos celestes, dándoles la vida…Pues todo cuerpo es movido por el alma” (Miguel Cruz Hernández, Historia del pensamiento en el mundo islámico, Tomo II, ed. Alianza Universidad, p.264). E inmediatamente después, tras exponer diversas opiniones sobre los sufíes gulat y la teoría de los malakut y yabarut, concluye: “Esto prueba su destino: el reposo en el que se cuece la Unión Absoluta del alma en Dios. Pero este libro no es un libro de investigación profunda para tal finalidad, que es de la índole de aquellas cuya verdad esencial sólo puede conocerse por la luz de Dios” (op. cit. p. 264).
Cruz Hernández afirma que con este libro Ibn al Jatib mostró ser el más shií de todos los sabios andalusíes, porque desde el shiismo se propagó enormemente la filosofía hermética a través del Corpus Yabiricum. Pero ya vemos que el sabio visir lojeño no fue shií, sino un sufí imbuido de gnosticismo y hermetismo, como se desprende de ese mismo Libro  del Jardín de la definición del amor supremo  (v. Alquimia en el Árbol del Amor de Ibn al Jatib) o de otros firmados con su rúbrica. Y sobre la existencia de ese prejuicio advirtió Ibn al Jatib en unos versos que desde la prisión escribió al rey Musá II Abú Hammu de Tremecén, solicitándole que intermediara a su favor frente a la acusación de herejía esgrimida por el rey nazarí Muhammad V, con estas palabras:
“Un prejuicio se adueña de las almas:
¡qué fruto amargo, si el prejuicio reina!”
(Emilio García Gómez, Foco de Antigua Luz sobre la Alhambra, Publicaciones del Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, p. 246)
Y el prejuicio ha reinado hasta nuestro tiempo. De modo que un libro aún por escribir podría titularse perfectamente “Filósofos griegos, hukama andalusíes”. Como Yabir Ibn Aflah, que tampoco fue shií, sino -como todos los hakim andalusíes- un sabio profundamente imbuido del hermetismo y la lectura alegórica de los mitos que implicaba.
La luz en el Islah al-Mayisti
José Bellver Martínez, en su muy erudito y minucioso trabajo El lugar del Islah al Mayisti en la llamada rebelión andalusí contra la astronomía tolemaica (Al-Qantara XXX 1, 2009, pp 83-136) disecciona perfectamente, desde las claves matemáticas y astronómicas actuales,  la obra por la que este sabio andalusí pasaría a la Historia de la Astronomía. Pero todo ello no será sino la consecuencia de poner ambas disciplinas al servicio de la ciencia divina, idea ésta que tenía muy clara Yabir Ibn Aflah, como acabamos de desentrañar. Su conclusión final es que este hakim sevillano no quiso rebelarse contra Tolomeo, sino precisar ciertos errores de su libro y proponer nuevas fórmulas matemáticas más sencillas –como la alternativa al Teorema de Menelao- para apoyar sus tesis astronómicas (en las que, por cierto, ofrece un modo más exacto de hallar los eclipses lunares, razón que Aristóteles sospechó se hallaba en el origen del orden cosmológico propuesto por Filolao). Mas ¿no parece ciertamente revolucionario retomar el esquema cosmológico pitagórico frente al orden de las esferas propuesto por la línea platónica de la filosofía y consignada por Tolomeo?
En cualquier caso, toda la reflexión hermética que hemos realizado nace del concepto de luz existente ya en el primer folio de la Introducción del Islah al-Mayisti, que según traducción de J. Bellver Martínez dice así:
“En el nombre de Dios el Clemente el Misericordioso. La bendición de Dios y la paz sean sobre nuestro señor Muhammad y sobre su familia.
Dijo Abú Muhammad Yabir b. Aflah al-Isbili, Dios le tenga en Su misericordia:
La alabanza pertenece a Dios, el Primero sin principio y el Único sin fin, quien sin tener igual creó las cosas y las determinó por Su sabiduría con la mejor y más bella de las formas. La bendición de Dios sea sobre Su Profeta, quien trajo la buena nueva. Él es Su lámpara luminosa (siray munir, cf. Corán 33, 46) con la que guió a las criaturas (jala´iq) y mediante la que manifestó las realidades (haqa´iq).
Dios, sea ensalzado, honró a la especie humana (naw`al-insan) y la antepuso a todos los animales por el intelecto (´aql). Dispuso el intelecto como una luz (nur) a la que se puede recurrir en las tinieblas (zulam) y por medio de la cual se aprende (ta`allama) lo que no era conocido. Dijo, sea glorificada Su Majestad, `Creó al ser humano. Le enseñó (`allama) la explicación clara (al-bayan)´ (Corán 55, 4). Y Dios, sea bendito Su nombre, dirigiéndose a Muhammad, Su siervo y enviado, la bendición y la paz estén con él y con su familia, los inmejorables (al-tayyibun), favoreciéndole y avisándole con Su gracia, dijo: `Y Dios te enseñó (`allama) Oh Profeta lo que no conocías, y el honor que Dios te concedió fue inmenso´ (Corán 4, 113).
La ciencia (`ilm) se divide en diversos tipos de saber. Tras la ciencia de la Ley Revelada (`ilm al-shari`a), los saberes más nobles son aquellos cuyos contenidos son estables e imperecederos sin que sufran ningún cambio y en los que se cumpla que los métodos que dan acceso al conocimiento de estos contenidos garantices la certeza y sean indudables de tal forma que conduzcan a su buscador a la verdad cierta.
La ciencia de la astronomía (`ilm al-hay`a, lit. “ciencia de la estructura”) que estudia los movimientos del Sol, de la Luna, de las estrellas  (nuyum) y sus esferas (aflak) y las restantes cosas que la acompañan es una ciencia que supera a la mayoría de las ciencias por reunir en sí las características que le conceden la superioridad, pues sus contenidos son estables e imperecederos sin que sufran ningún cambio, mientras Dios, sea ensalzado, se lo conceda, y en la que se cumple que los métodos que dan acceso al conocimiento de estos contenidos garantizan la certeza y son claros. Así pues, esta ciencia obtuvo la superioridad dadas sus características.”
Y a partir de ahí razona y argumenta no más de quince propuestas alternativas que corrigen el Almagesto tolemaico –al que, sin duda, pondera muy positivamente-, entre las que se halla el ya mencionado orden pitagórico de las esferas. Este orden debía obedecer, también, a una lógica interna de hondo calado, una lógica que debía reflejar las leyes celestes estudiadas desde el prisma sublunar. Porque continuamente Yabir Ibn Aflah hace referencia a la necesidad de estudiar las leyes eternas, las no sometidas a generación y corrupción, aquellas cuyos “contenidos son estables e imperecederos sin que sufran ningún cambio”, como acabamos de leer en el párrafo precedente. Y esa lógica, tanto entre la escuela pitagórica como en Yabir Ibn Aflah, debió ser extraída desde el sistema clásico de división de las casas zodiacales, según el cual, los Señores de las casas son:
Casa IV: luna; casa V: Sol; casa VI: Mercurio; casa VII, Venus; casa VIII, Marte; casa IX, Júpiter; casa X, Saturno. He ahí el orden pitagórico del cielo, retomado por nuestro sabio andalusí. Y sin duda alguna, su lógica también se apoyaba en la Tradición. ¿Qué razonamiento debió extraer de aquí? Que la cúspide de la casa IV, el nadir, señala las raíces de la persona, su casa, hogar, ancestros, padre, patria…y que dichas raíces culminan en el Medio Cielo –cúspide de la casa X-, allí donde se recogen los frutos del destino. Porque Yabir Ibn Aflah, como todo hijo de Hermes, no empleó la astrología en el sentido adivinatorio profano, sino en el mismo sentido que todos los sabios del pasado y que consigna las Epístolas de los Hermanos de la Pureza: como espejo de conocimiento de uno mismo, para transmutar sus defectos en virtudes, sus sombras en luces, su materia en espíritu, su plomo en oro: su ignorancia en sabiduría. Una Sabiduría concebida, evidentemente, como árbol de frondosas ramas al que todo hombre de conocimiento debía imitar.
Sin embargo, todas estas pistas son ignoradas por quienes estudian la obra astronómica de los andalusíes por una sencilla razón: porque la Ciencia Sagrada que fue irguíendose desde sus raíces como un Árbol de Sabiduría desde la Antigua Grecia, pasando por tierras del Islam, y hasta el Renacimiento, comenzó a ser ciencia a secas desde el Barroco, pues las aguas sagradas que dan sentido al hombre, a la vida, al mundo y al universo se fueron secando a medida que el propio mundo se desacralizaba al escindirse la Tierra del Cielo, es decir, al cortar la Filosofía las cuerdas que atan a la razón con el templo celeste. Desde entonces, las ramas de la ciencia se fueron especializando hasta ignorar no sólo la interpenetración de unas con otras, sino hasta sus propias raíces. Pero los extremos se tocan, tal y como simboliza el ouróborosalquímico, y por ello, una vez que el hombre y el mundo han sido reducidos a pura bioquímica (mas no su alma y su conciencia), obedeciendo una ley física ya conocida por toda la cadena hermética –y que en la España andalusí brilló con una luz intensísima- la Física cuántica ya ha demostrado aquello que defendieron los grandes sabios del pasado: la influencia de la mente del observador en la materia observada, dada la interconexión inherente del hombre con la Tierra y el universo. Qué maravillosa paradoja. Una maravillosa paradoja de la que dio testimonio no sólo Yabir Ibn Aflah, sino todos los sabios andalusíes que supieron interpretar alegóricamente los mitos griegos, y a través de ellos, y sumados a la luz de la Revelación coránica, supieron retirar los velos que ocultan la Realidad.
Ángel Alcalá Malavé es colaborador de Webislam

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