Para escuchar al ruiseñor
Por Mónica Barrón Echauri
Investigadora del INEHRM
Investigadora del INEHRM
“Si es verdad como aseguran, que la señorita Ángela Peralta
va a Italia, a completar en Milán y en Roma su educación musical
y se dedica alguna vez al teatro, desde ahora le predecimos
que su nombre no será conocido,
porque por donde quiera que vaya no lo conocerán por otro
que por el de Ruiseñor Mexicano …”
va a Italia, a completar en Milán y en Roma su educación musical
y se dedica alguna vez al teatro, desde ahora le predecimos
que su nombre no será conocido,
porque por donde quiera que vaya no lo conocerán por otro
que por el de Ruiseñor Mexicano …”
J. Equino
Revista de Cádiz
7 de abril, 1861
Revista de Cádiz
7 de abril, 1861
El 6 de julio conmemoramos el 165°
aniversario del natalicio de una figura femenina que marcó un hito en
la historia cultural de México y el mundo en el siglo XIX: Ángela
Peralta. En prácticamente todos los estrenos que hubo entre 1865 y 1880
aparece la soprano, primero como invitada y después al frente de su
propia Compañía de Ópera Italiana.
La llegada de
la ópera a México se remonta a la década de 1820, cuando llegaron
cantantes italianos, ya que antes sólo eran españoles los que se
escuchaban en los teatros de la Nueva España. En 1836 llegó la nueva
Compañía de Ópera Italiana al antiguo palenque de Gallos en la calle de
las Moras, espacio que, como también fungía como teatro, se le
rebautizó como Teatro de la Ópera; en este contexto comenzaron a
participar los primeros mexicanos. Y también fue el momento en que la
gente del país comenzó realmente a sentir gusto por este género
musical, a tal grado que prácticamente todos los años se estrenaban
piezas en los teatros.
En 1845, la
Compañía de Ópera Italiana de Eufrasia Borghese le dio la oportunidad
de aparecer en la escena a una joven mexicana de la clase media; se
llamaba María de Jesús Zepeda y Cosío; su familia había caído en
desgracia económica y eso le llevó a aceptar un papel no sólo en el
montaje, sino también dentro de una sociedad llena de prejuicios, pues
con su presencia se marcaría el rompimiento de algunas reservas con
respecto a la ópera y dio lugar a que muchos otros jóvenes mostraran
abiertamente su inclinación por la profesión de cantantes o actores,
amén de que sin duda propiciarían el clima necesario para que entrara a
escena Ángela Peralta.
María de los
Ángeles Manuela Tranquilina Cirila Efrena Peralta y Castera nació el 6
de julio de 1845, en la plenitud del éxito de la Zepeda, en la calle
de Aldaco número 11, en la Ciudad de México, en una casa sumida en la
pobreza; sus antecedentes se remontan a una breve residencia familiar en
Puebla, durante su infancia, período en el que aparentemente trabajó
como criada al servicio de alguna familia poblana de abolengo.
Parece que el
descubrimiento de sus extraordinarias dotes ocurrió en 1853, a los 8
años de edad cuando cantó la cavatina de Belisario, de la ópera de
Bellini. Así comenzó a recorrer un camino que la llevaría a ser
discípula de reconocidos maestros de canto de la época. Tuvo
oportunidad también de educarse en otras materias, como la Geografía,
la Historia y la poesía; también aprendió a dominar el francés y
sobre todo el italiano, lo que más tarde le permitiría sorprender a los
italianos allá en su propia tierra por su pronunciación impecable.
Por otro lado,
la llegada de compañías italianas a México era cada vez más esperada
por la sociedad de la capital; se organizaban conciertos públicos y
veladas privadas para agasajo de una clase distinguida y una clase
media que se caracterizaba por tener cada vez más afición por el bel
canto. Era común también que a estos conciertos asistieran los alumnos
de las distintas academias privadas de música que habían surgido a raíz
del creciente gusto por este género. Tampoco era raro que alguno de
éstos sobresaliera de tal forma que se repitiera el fenómeno que
ocurrió con María de Jesús Zepeda y Cosío; por todo ello, se puede
suponer con naturalidad que Ángela Peralta asistiera con frecuencia a
estas funciones, lo cual le permitió memorizar largos fragmentos que
escuchaba de las prima donnas para luego repetirlos, lo que sin duda
debe haber contribuido a que se corriera la voz de sus dotes
extraordinarias… hasta que, finalmente, le llegó su hora.
El año de 1854
estuvo pleno de acontecimientos relevantes en la vida política y
cultural de México. En marzo ocurrió el pronunciamiento del Plan de
Ayutla que planteaba el derrocamiento de la dictadura de Antonio López
de Santa Anna; y en septiembre, el 16, se estrenó la pieza Gran Marcha
Marcial, cuyos autores eran Jaime Nunó y Francisco González Bocanegra y
que resultaron los ganadores del concurso convocado por el general
Santa Anna para la creación de un Himno Nacional de la República.
Ángela Peralta
también tuvo su momento. En abril había llegado a la Ciudad de México
una compañía de ópera que llevaba a Enriqueta Sontag como prima donna;
luego de una larga temporada que corrió de ese mes a junio de ese año, y
estando un día en su hotel, llegó a oídos de la cantante el rumor de
que había una niña que la imitaba maravillosamente bien; muy
probablemente -pareciéndole divertido escucharla- la mandó traer para
tal efecto. En los apuntes biográficos que hace su coetáneo Agustín F.
Cuenca en su libro Ángela Peralta de Castera. Rasgos biográficos,
México, 1873, asienta que en cuanto la Sontag la escuchó, con ciertas
reservas, la colmó de besos, la elogió, le regaló una pieza de música y
le dijo: Si tu padre te llevase a Italia, serías una de las más grandes cantantes de Europa. Es
probable que ella misma la hubiera llevado a Europa para que se
educara, sorprendida de las dotes de la pequeña de tan sólo 9 años de
edad, pero sucedió que un par de días después, Enriqueta Sontag murió
en la Ciudad de México, víctima del cólera morbusdel que se había
contagiado al asistir a un paseo a la feria del pueblo de Tlalpan.
En los años
subsecuentes Ángela continuó sus estudios de canto con el maestro
Agustín Balderas, y de piano y composición con Cenobio Paniagua.
También se convirtió en una ejecutante ejemplar del arpa. Esta elevada
preparación se hizo evidente cuando tiempo después, la soprano se
dedicó también a componer.
Sorprende
saber que la cantante hizo su debut oficial a la edad de 14 años cuando
los discípulos del maestro Balderas pusieron en escena El Trovador, de
Verdi, en una función de beneficencia que se llevó a cabo el 18 de
julio de 1859 en el Gran Teatro Nacional. Ángela representó el papel de
Leonor. Los periódicos de la época describen su voz como extensa y
homogénea y de timbre delicado y simpático. Parece que los años
dedicados a su educación ahora mostraban con toda su fuerza lo que
estaba por venir. De hecho, a raíz de este éxito rotundo y de los
constantes comentarios al respecto, su padre, don Manuel Peralta,
decidió finalmente establecerse en Italia con su hija y su maestro,
Agustín Balderas. Y luego de no pocas dificultades, hacia allá
partieron en 1861, según relata el hermano de Ángela, Manuel Peralta y
Castera.
Llegaron en febrero y en abril de ese mismo año, una revista de Cádiz, publicaba lo siguiente:
“Seguramente mis lectores no han dejado de oír hablar de una cierta República situada allá lejos y que tiene por nombre México, donde suele tratarse á los europeos de una manera bastante marcial, y á los españoles como á gente de caza, degollándolos sin gran ceremonia. Pero lo que mis lectores no saben tal vez es que México es tierra capaz de producir voces admirables, y que arrepentido de los pecadillos que ha solido cometer contra su madre patria, nos ha enviado como regalo y prenda de reconciliación una soprano que debe bastar para perdonar a México sus desafueros, siempre que se obligue a no reclamarla jamás…”
El crítico,
quien firma como J. Equino, la describe como una niña que, no teniendo
más de 16 años, posee una voz maravillosa y que apenas habiéndole
escuchado unas cuantas piezas en Cádiz como el aria de La Sonámbula, de
Bellini, entre otras, había sido “…Muy bastantes para poder juzgar de
su admirable voz y de la prodigiosa flexibilidad de su garganta que
supera á cuanto puede idearse… Su voz de pecho nos ha parecido que
puede ir sin fatiga hasta el re natural y aún más arriba todavía, en
cuanto a los puntos superiores flauteados no nos atrevemos a decir a
donde alcanza por temor de que se nos trate de visionarios… - que lo
fueron - …pero lo que más importa todavía es que esta voz, sumamente
igual, sin registros dobles y triples, es de una fuerza y al mismo
tiempo de unas manera extremada, de una afinación exquisita y de una
flexibilidad tal y de una facilidad de ejecución tan portentosa que
puededesafiar sin temor alguno a las más afamadas.” J.
Equino escribió su reseña con la naturalidad con que escribía todas
las de espectáculos, sin saber que estaba bautizando a la figura
femenina del medio artístico más importante del México del siglo XIX:
“Desde ahora le predecimos que su nombre no será conocido, porque por
donde quiera que vaya no lo conocerán por otro que por el de Ruiseñor
Mexicano”.
Pasaron cinco años.
En tanto México se debatía en una enconada lucha por repeler la
invasión francesa y restaurar la República, la Peralta trazaba su
carrera en Europa, pisando los escenarios de Milán, Turín, Reggio,
Pisa, Bérgamo, Cremona, Lisboa, Lugo, Alejandría, Génova, Nápoles,
Brecia, Módena, Petrogrado, Madrid, Barcelona, Nueva York y La
Habana, entre otras ciudades; y en todas ellas representó las piezas
que consideraba de sus favoritas: “Aída”, “El trovador” y “La Traviata”,
de Giuseppe Verdi; que a “La sonámbula”, “Norma” y “Los puritanos”
de Vincenzo Bellini; “Lucía de Lamermoor”, “La Hija del Regimiento” y
“Elixir de amor” de Gaetano Donizetti; “El barbero de Sevilla”, de
Rossini; “Marta”, de von Flotow.
En la biografía de
Ángela Peralta publicada en 1944, A. de Maria y Campos comenta que en
el libro de La Scala 1778-1906 se hace mención del debut de Peralta en
sus escenarios y califican el estreno de Lucía de Lamermoor, con ella
como prima donna, como mediocre. Sin embargo, en el recuento de los
diarios de la época de todos los sitios donde actuó, el común
denominador es la cosecha de éxitos. Sus notas se escucharon en Turín,
en España, Lisboa, Bolonia, en Alejandría, en Reggio, Pisa, Bérgamo, la
tierra del gran Donizetti y donde el hijo de éste, llorando, le dijo a
Peralta que lamentaba la muerte de su padre pues no había tenido
oportunidad de escuchar a la mejor intérprete de su divina ópera. Y en
todos esos lugares se da cuenta del éxito rotundo: el Corriere di Torino, Revista de Cádiz, Correspondenza di Bergamo, L’Arpa di Bologna, el Diario de la Marina y el Teatro de Tacón, en La Habana; The Daily Tribune y L’Unione en Nueva York, entre muchas otras publicaciones.
Cuando Ángela
Peralta volvió a México, llegó a un país invadido por los franceses y
con la existencia de un imperio mexicano: el de Maximiliano de
Habsburgo. La estela de triunfo que traía la soprano era grandiosa, de
tal forma que en su primera función de beneficio en la Ciudad de México,
el emperador austríaco debía asistir, pero otros asuntos se lo
impidieron, por lo que le envió una carta que leyó el Primer Secretario
de Ceremonias del Imperio, don Celestino Negrete, y cuyo contenido
cubría aún más de gloria a la artista, pues además de que Maximiliano
le ofrecía encarecidas disculpas por no poder asistir a dicho
concierto, le obsequiaba en recuerdo de esa fecha un aderezo de
brillantes y le otorgaba el nombramiento de Cantarina de Cámara.
En realidad, estas
deferencias imperiales produjeron un amargo sabor de boca a una parte
de la sociedad mexicana que gustaba del bel canto, ya que consideraban
una nota sombría en la carrera de la joven cantante que aceptara tales
obsequios, según escribió el liberal Ignacio Manuel Altamirano:
“Toda la frescura de los laureles que Ángela Peralta había traído de Europa, se marchitaba tristemente, vergonzosamente, ante la aceptación de ese nombramiento de una corte bufa y “oprobiosa”.
Sin embargo, eso era
un gesto común, pues al final de cada función, los organizadores
acostumbraban regalar a la artista piezas de orfebrería labradas en oro
o plata y con incrustaciones de piedras preciosas, cuando no, una
hermosa águila formada en Zacatecas con onzas de oro y en base de
plata, o bien una tarjeta de oro, cincelada y con una dedicatoria como
inscripción, entre otros objetos. No parece que este hecho haya afectado
de ninguna manera la brillante carrera con la que volvía de triunfar
en Europa y cuya fama y aceptación creció también por las expresiones
de generosidad que caracterizaron a la joven artista que organizaba
beneficios para reunir fondos para los pobres; y sumado a esto, se dio
el gusto de recorrer cuanto pueblo quedara a su paso itinerante para
complacer, para embelesar a todo cuanto quisiera escucharle.
Aun cuando a la
Peralta se le esperaba en todo el país con entusiasmo, no era posible
que realizara giras largas, dada la situación política que estaba en
plena crisis por la ocupación imperial durante el gobierno del
presidente Juárez; sin embargo, esto no impidió que efectuara giras
breves. La primera la hizo a Puebla. En abril de 1866 comenzó a viajar
por el interior de la República; y no debe haber sido nada grato el
periplo, considerando que aún no había las vías férreas necesarias, por
lo que los trayectos se recorrían en guayines y diligencias. Antes de
partir para Puebla, el 20 de abril se casó con su primo Eugenio
Castera, y luego de la misa, ofrecieron un desayuno de atole y tamales.
De este matrimonio se tiene poca noticia, salvo que ella sufrió malos
tratos por parte de él y que éste perdió la razón hasta que tuvo que
ser internado en un hospital psiquiátrico.
Con la orden de
Napoleón III de retirar sus tropas, los vientos que anunciaban ya la
caída de Maximiliano y sobre todo, el inminente triunfo de los
liberales, las temporadas de ópera en la Ciudad de México cesaron, por
lo que la cantante continuó su gira por todo el país. En Querétaro actuó
en el Teatro Iturbide, y ese mismo recinto que la acogió y donde
obtuvo un éxito arrollador, se convirtió más tarde en parque de guerra
cuando Mariano Escobedo, siendo sitiado por los imperialistas, levantó
el techo para convertir la cubierta de zinc en proyectiles; e
irónicamente, al año siguiente, en ese mismo escenario se reunió
también el Consejo de Guerra que juzgó al emperador Maximiliano y a sus
generales Ignacio Miramón y Tomás Mejía.
En 1867 se embarcó
nuevamente para reiniciar una gira por Europa; luego de una serie de
triunfos, volvió a México y en julio de 1872 formó su propia compañía:
la Compañía Italiana Ángela Peralta, misma que no pudo estrenar nada en
esos días porque el país se encontraba de luto por la muerte del
presidente Benito Juárez.
Su versatilidad la
convirtió también en compositora y quienes la conocieron cuentan que
algunas de sus canciones nacían con la tristeza que la embargaba por el
mal trato que sufría por parte de su esposo y por los problemas que
conllevaban las alucinaciones mentales que éste padecía, de tal forma
que ni fama ni fortuna la consolaban. Algunas de estas piezas de su
autoría fueron publicadas en 1875 bajo el título Álbum Musical de Ángela Peralta. Contiene 19 composiciones que van desde la mazurka, los valses, las polkas, las danzas, las romanzas o los chotís: Né m’oublie pas, Pensando en ti, Nostalgia, Io t’amero, Eugenio, Margarita, Un recuerdo a mi patria, Adiós a México, El deseo, Sara, México, Ilusión, María, Retour y Loin de toi, entre otras.
Con el paso de los
años México comenzó a cambiar y con él, las buenas costumbres del
teatro. Éste dejó de ser un acontecimiento de bombo y platillo y
comenzó a perder el brillo y la elegancia que otrora lo caracterizara.
Las mejoras en el uso de las lámparas de gas permitieron dejar en la
penumbra el teatro para darle mayor perspectiva al escenario, pero ello
no gustó a la concurrencia, pues le impedía deleitarse con los atuendos
de las asistentes. También por esas épocas se estrenaron los telones
de anuncios, lo que muchos consideraron un agravio tremendo, porque a
las escenas sublimes de Fausto y Margarita caía un telón anunciando
chocolate o pastillas para la tos. Parecía como si preparara el acto
final en la vida de la Peralta, quien había comenzado a sentir el
alejamiento del público que la señalaba porque, luego de haber
enviudado, había desarrollado una sospechosa cercanía con Julián Montiel
y Duarte, el poeta, compositor y licenciado, mentor y enamorado de la
cantante.
Ángela Peralta murió mucho antes de que se pudiera registrar el milagro de su voz, pero para escuchar al Ruiseñor Mexicano,
podemos recrearlo a través de la geografía de los recuerdos de quienes
lo describían, y de las papeletas con rimas y octavillas que le
arrojaba el público al final de cada función; y cuanto más miramos su
imagen, más conmovedoras resultan las notas de todos cuantos le
escucharon, pues su fisonomía era más bien tosca, de rasgos indígenas
gruesos, de ojos saltones, de peso excedido y baja estatura. Don
Artemio del Valle Arizpe cuenta en sus escritos que había que oírla
cantar, pero no verla, no sólo porque era de una “fealdad imponente”
sino porque, con las gesticulaciones propias del ejercicio del canto,
podía provocar la risa, de no ser porque en cuanto comenzaba a cantar,
una prodigiosa voz de cristal emanaba de su boca: “Era un verdadero
fenómeno esa voz de dulzura maravillosa, tan aterciopelada, de
modulación tan clara; nadie había oído, ni remotamente, algo semejante;
igual o superior ni en soñación”.
Pero dada la
costumbre de los espectadores de la época de arrojar coplas a los
artistas cuando les embelesaban, las poesías y los halagos despejan
toda duda al respecto, sobre todo viniendo de un público que a esas
alturas ya había oído otros cantos, otras voces, y no negaba su pasión
por la Peralta. Los calificativos empleados nos dan buena cuenta de
ello: idolatrada, divina, “…voz de argentinas
vibraciones, de mágicas canciones que caen en los corazones como
chorros de perlas y diamantes”. Era como un hada que hechizaba al
público para hacerle olvidar su fealdad con su voz sin igual.
Dicen que su voz
tenía un registro muy amplio que podía recorrer los matices de las
tiples, las sopranos, las contraltos y todos los tonos asociados a las
voces femeninas. Manuel M. Flores escribe que en su voz se advertían
susurros como en la brisa, murmullos como en la selva, gorjeos como en
los nidos, ecos sonoros como en las cavernas. Revoloteaba como mariposa
y planeaba majestuosa como el águila. Su voz podía rizarse u ondularse
como un arroyo o correr esplendorosa como un gran río.
Ángela Peralta
continuó con sus giras por el país y en agosto de 1883 llegó al puerto
de Mazatlán donde fue recibida calurosamente. Desembarcó con su
Compañía compuesta por 80 personas, de las cuales 74 se contagiaron de
la fiebre amarilla que acechaba al puerto y murieron. Ángela Peralta
estaba entre ellas. Era un 30 de agosto de 1883. Fue inhumada con el
traje de La Sonámbula, una de sus óperas predilectas.
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