sábado, 26 de septiembre de 2015

Identidades asesinas

Amin Maalouf y la ingeniería de la identidad

26/09/2015 - Autor: Daniel Gil-Benumeya - Fuente: Blog del autor
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Cartel de la película la Haine (El odio)
A Amanda.
Identidades asesinas, cuyo título original en francés es Les identités meurtrières, se publicó en 1998 e inmediatamente alcanzó un gran éxito de público como la mayoría de las obras de su autor, el francolibanés Amin Maalouf. Al año siguiente, la obra fue galardonada con el Premio Charles Veillon de Ensayo. Al éxito contribuyó, sin duda, además del renombre del autor, el contexto francés con su interminable debate sobre la identidad nacional, por una parte, y ciertas dinámicas y percepciones muy propias de la década de los noventa, por otra.
En las páginas que siguen, vamos a tratar de resumir y comentar las líneas principales de este trabajo. Para ello, vamos a empezar por el final. Dice Maalouf en las últimas páginas:
    Mi reflexión parte de una constatación: cuando una sociedad ve en la modernidad «la mano del extranjero», tiende a rechazarla y a protegerse de ella. Ya me he referido largamente al mundo árabe-musulmán y a sus complicadas relaciones con todo lo que le viene de Occidente. Hoy podemos observar un fenómeno análogo en diversos rincones de la Tierra con respecto a la mundialización. Y si queremos evitar que ésta desencadene, en millones y millones de seres humanos, una reacción de rechazo sistemático, colérica y suicida, es esencial que la civilización global que se está construyendo no parezca exclusivamente americana; es necesario que todos puedan reconocerse un poco en ella. pp. 129-130.
En un mundo en el que las identidades parecen diluirse en favor de un proceso de globalización que lleva la impronta de la cultura dominante, se impone, para Maalouf, una reflexión sobre qué significa la identidad, esto es, la necesidad de pertenencia colectiva, sea religiosa o nacional, y por qué ese deseo, en sí legítimo, lleva tantas veces al temor, la exclusión e incluso la aniquilación del otro.
Para entender unas preocupaciones de ribetes tan apocalípticos, es imprescindible, como decíamos, situarse en la óptica de los años noventa. Pero primero, acerquémonos al autor. Él mismo ofrece un autorretrato que nos permite comprender algunos de los porqués de su preocupación identitaria. Maalouf es libanés, una identidad nacional a la que necesariamente hay que agregar, a modo de apellido, una de las diecisiete comunidades religiosas oficialmente reconocidas en el país. Nuestro escritor es cristiano melquita (iglesia católica de rito oriental), aunque está registrado como protestante, debido a que una parte de su familia abrazó en algún momento esta confesión. Si a ello añadimos que en tanto que libanés Maalouf tiene como lengua materna el árabe,1 resulta que posee dos marcadores identitarios que, por separado, conectan con una gran parte de la humanidad pero que en Occidente resulta chocante ver juntos, pues generalmente la lengua árabe se asimila al islam. Maalouf es, además, parte de la extensa diáspora libanesa, que en Francia se nutre sobre todo de los exiliados de la guerra civil de 1975-1989.
La década de los noventa se inauguró precisamente con el final de la guerra, que había devastado el Líbano durante tres lustros. Aunque como todas las guerras la libanesa tuvo un trasfondo político y geoestratégico, se materializó en una hostilidad intercomunitaria. El estado libanés fue creado tras la primera guerra mundial segregando de Siria el monte Líbano, habitado mayoritariamente por cristianos maronitas, cuyas élites eran «protegidas» históricas de Francia, al que se añadieron las periferias inmediatas: el litoral y el valle de la Beqaa, cuyos habitantes tenían distintas adscripciones religiosas. La república libanesa se configuró como un mosaico de comunidades religiosas, cada una con su derecho interno propio y su cuota de representación asignada en todas las instancias administrativas, como explica el propio Maalouf. No existe modo de ser ciudadano libanés a secas en un país en el que lo esencial se desenvuelve a través de la adscripción comunitaria y donde el último censo es de 1932 porque las indagaciones demográficas son peligrosas. Y no deja de ser curioso que un sistema así sea producto de la acción colonial de Francia, que en casa practica un ciudadanismo que no sabe de especificidades y que relega la religión al ámbito de la esfera privada.
El mismo año que acabó la guerra, cayó el Muro de Berlín, símbolo del enfrentamiento entre dos bloques hegemónicos y, más allá, de la larga confrontación entre el capitalismo y el movimiento obrero, por muy discutible que sea que el socialismo real representara a este último. En 1991, la disolución de la URSS puso el broche a la desaparición del llamado bloque del este y alteró profundamente el mapa geopolítico. Ese mismo año se inició la descomposición de Yugoslavia, que daría lugar al uno de los conflictos interétnicos más sobrecogedores del fin de siglo.
En 1991 también comenzó la guerra civil argelina entre el régimen de partido único del FLN y un islamismo político al que se robó violentamente su triunfo electoral con el aplauso de Occidente y en nombre de unos valores laicos y democráticos que sin embargo el FLN estaba muy lejos de encarnar. La crisis argelina fue generalmente presentada en los medios de comunicación como una lucha contra el terrorismo y una muestra de cómo el gran desafío de la política mundial iba a ser, en adelante, contener a un islam «radical» que no hacía sino conquistar posiciones desde la Revolución iraní de 1979. En el Líbano, la única milicia que no se desarmó tras los acuerdos de paz fue Hizbullah, el 'Partido de Dios' chií, que libraba en el sur del país la batalla contra la ocupación israelí que el ejército libanés no era capaz de librar. Y a mediados de la década, el público occidental empezó a familiarizarse con la palabra talibán, nombre de un movimiento que se iba haciendo con el poder en un Afganistán devastado por la larga guerra civil que siguió a la ocupación soviética.
Pero la expresión más amenazadora de este avance imparable del islam no estaba en desiertos lejanos sino en el corazón mismo de la civilización. En los ambientes urbanos, en las universidades, en los centros de trabajo del mundo islámico y lo que es peor, en la propia Europa, centenares de miles de jóvenes musulmanas empezaban a proclamar su adhesión al islam con un pañuelo que sacudía las fronteras culturales, se situaba en el centro del debate sobre la identidad y cuestionaba muchas asunciones sobre la relación entre modernidad, religión y género. Un debate por lo demás que está lejos de acabarse. Encontramos ecos de todo ello en el libro que nos ocupa.
En 1992, Francis Fukuyama auguraba El fin de la historia y el triunfo universal de la democracia occidental en un mundo ya sin confrontación ideológica. El año siguiente, Samuel Huntington respondía con El choque de civilizaciones, en el que, siguiendo a Arnold Toynbee, auguraba que el conflicto ideológico sería sustituido por el civilizacional, en un choque en el que el mundo islámico estaba llamado a jugar un papel preponderante como gran otro de Occidente. La idea del choque de civilizaciones será uno de los grandes lugares comunes de esa década y la siguiente, y sus detractores a menudo opondrán formulaciones simétricas, como la de la alianza de civilizaciones.
En 1994, los medios de todo el mundo mostraron cómo en Ruanda, la mayoría hutu aniquilaba a machetazos a la minoría tutsi. Aunque algunos aspectos del relato son oscuros (se ha dicho por ejemplo que la propia taxonomía hutu/tutsi es un caso de etnogénesis colonial, y se han discutido las motivaciones reales y la unidireccionalidad de la violencia), lo que se quiso que el mundo percibiera fue cómo, en la periferia de la civilización, y por debajo de cualquier barniz de modernidad, antiquísimos odios y querellas identitarias esperan el momento de aflorar y cobrarse sus deudas de sangre. Ese año sin embargo una querella histórica se resolvió, al menos institucionalmente, sin derramamiento de sangre: con la elección de Nelson Mandela a la presidencia de Sudáfrica se ponía fin al régimen de apartheid. A ambas cosas se refiere Maalouf en varios pasajes.
Ese mismo año, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, una extravagante guerrilla indígena de lenguaje poético, anunciaba su presencia al mundo desde la selva mexicana a través de algo llamado Internet, un medio de comunicación del que entonces poca gente había oído hablar pero que inauguraba una época a la que los expertos llamaban «era de la información». Internet y el EZLN fueron los dos grandes iconos del gran movimiento contestatario de la nueva era, que empezó llamándose antiglobalización pero acabó por ser conocido como altermundialista, debido precisamente al lema zapatista «otro mundo es posible».
Las «autopistas de la información», como se las llamaba, eran el síntoma de que el mundo se había convertido en una «aldea global». Y la construcción europea expresaba muy bien ese proceso imparable de integración. En 1993 la UE sustituía formalmente a las antiguas Comunidades Europeas y auguraba la construcción de una entidad supranacional, con sus instituciones y su derecho comunes, su ciudadanía y su moneda única, que se adoptó como unidad monetaria en 1998, cuando vio la luzIdentidades asesinas.
Estos son los mimbres de la reflexión de Maalouf. En resumen, las tensiones entre un imparable proceso de mundialización que tiene su centro en Occidente y las resistencias que genera, fuera y dentro de él, pero fundamentalmente de la mano de un mismo actor: el islam. Esta tensión puede verse como una lucha entre dos identidades: la globalizada, que se asimila a la cultura occidental, y la resistente, que adopta características de repliegue antimoderno.
El autor empieza preguntándose qué es la identidad. Las personas, dice, generan a lo largo de la vida una multiplicidad de vínculos de pertenencia, marcados por el territorio, la lengua, la religión, la clase social, las convicciones, los gustos y un largo etcétera. La identidad es, pues, un fenómeno complejo hecho de muchas adscripciones de distinto carácter e importancia, que sin embargo no funcionan de manera autónoma, no se yuxtaponen entre sí formando un patchwork: cuando una de ellos es tocada, es toda la persona la que vibra.
Nadie comparte con nadie, ni siquiera con sus padres o con sus hijos, todos los elementos de su identidad, que hacen a cualquier persona distinta de cualquier otra, irremplazable, singular. La identidad tiene muy pocos elementos innatos y en cualquier caso el significado de éstos es subjetivo y variable. También es variable la jerarquía que uno establece entre sus diferentes adscripciones, y el elemento que en un momento dado puede ocupar un lugar preeminente, en el instante siguiente puede ser sustituido por otro.
A pesar de ello, sigue diciendo Maalouf, se tiende a ver la identidad como algo cerrado, hecho, inamovible. Es habitual clasificarse a uno mismo y a los otros en función de un rasgo que se sitúa jerárquicamente por encima y que eclipsa a los demás. Se crean así grupos de  nosotros  y de otros cargados de estereotipos, a los que se atribuyen actos, actitudes, opiniones o incluso crímenes colectivos. Este es un modo «tribal» de concebir las identidades, y el primer paso para que se conviertan en asesinas, porque hereda los conflictos del pasado: 
    La reflexión que recorre como una filigrana todo este libro podría resumirse así: si los hombres de todos los países, de todas las condiciones, de todas las creencias, se transforman con tanta facilidad en asesinos, si es igualmente tan fácil que los fanáticos de toda laya se impongan como defensores de la identidad, es porque la concepción «tribal» de la identidad que sigue dominando en el mundo entero favorece esa desviación. p. 37.
Porque, en efecto, si la identidad real de las personas, lo que les determina en su día a día, no siempre depende de los elementos identitarios que suelen considerarse fundamentales (lengua, religión...).¿Qué hace que de la noche a la mañana personas normales puedan ser arrastradas por éstos hasta el punto de convertirse en asesinos de los que son diferentes? Maalouf responde que entre otras cosas es esencial la acción de los líderes: los más demagogos, aguerridos y airados son los que crean la armazón del nosotros y del conflicto con los otros. El discurso identitario crea una unanimidad a la que es difícil de sustraerse, pues los timoratos, los indecisos, los escépticos, son señalados y perseguidos, sospechosos de traición. También tiene un papel central el recurso al miedo: la sensación de estar defendiéndose y defendiendo a los seres queridos de una amenaza real o ficticia puede llevar a la gente a cometer las mayores atrocidades. Por último, el recuerdo de las querellas y heridas del pasado tiene un enorme potencial de movilización: los conflictos de los últimos años, dice Maalouf, tienen que ver con antiquísimos contenciosos en los cuales los papeles de anteriores enfrentamientos pueden ser los mismos o invertirse.
Sin estar del todo en desacuerdo con la idea de la instrumentalización de las identidades, y con algo más de prevención hacia el tema de los «antiquísimos contenciosos», nos parece que de ambas afirmaciones se infiere una infantilización de los pueblos en los que Maalouf está pensando (y nos atrevemos a apostar que no se trata de Francia). Está en la base del discurso colonial, y por extensión de cualquier pensamiento que se construye como dominante respecto a un subalterno, la idea de que éste, como un niño, pondrá siempre en juego las emociones antes que la razón, por lo que no podrá sustraerse a los atavismos, los prejuicios y los miedos derivados de la religión, la tradición y los «antiquísimos contenciosos». Y, como un niño, su actitud tenderá a la inocencia (esto es, a ser inofensivo) a menos que reciba la mala influencia de algún líder corruptor. A lo que se puede añadir que, naturalmente, todo eso se puede evitar con el adecuado tutelaje, que operaría sobre el cuerpo social infantilizado como sobre el cuerpo de un enfermo:
    No todas las fiebres son anuncio de la peste. Pero no hay tampoco ninguna fiebre ante la que podamos encogernos de hombros. ¿Acaso no nos preocupamos por la propagación de la gripe, no vigilamos constantemente cómo evolucionan los virus?
    Es obvio que no todos los «pacientes» necesitan el mismo tratamiento. En algunos casos deben establecerse «cautelas» institucionales, y a veces se precisa incluso, en los países que tienen «antecedentes graves», una supervisión activa de la comunidad internacional .... pp. 166-167.
En lo tocante a los contenciosos inmemoriales que surgen una y otra vez como si se tratara de una gripe mal curada, nos viene a la mente el caso de Darfur. En su introducción a la obra Los grupos étnicos y sus fronteras (1976), Fredrik Barth cita el caso de dos grupos étnicos de la región sudanesa de Darfur, los fur y los baggara, cuya diferencia no estriba en el hecho, localmente irrelevante, de hablar lenguas distintas (fur y árabe, respectivamente), sino el modo de vida, sedentario de los primeros y nómada de los segundos. Ninguno de los dos grupos, cuenta Barth, tiene el monopolio sobre los medios de producción, y así ocurre que un grupo fur afectado por malas cosechas puede no sólo hacerse nómada, sino que en ese caso pasa a ser considerado baggara.2 Darfur ha sido recientemente escenario de un conflicto entre ambas comunidades: la rápida desertización de la región llevó a una competencia por los recursos que dio al traste con la tradicional complementariedad entre ambos grupos y derivó en un conflicto armado. A lo largo del mismo, los baggara fueron etnificadoscomo árabes por el gobierno de Sudán y sus aliados locales (la arabidad es parte de la identidad nacional de Sudán), y los fur como negros, curiosamente, porque ambas poblaciones son indistinguibles fenotípicamente. Las raíces del conflicto se resumieron en que «durante demasiado tiempo» los fur (propietarios formales de la tierra, en tanto que sedentarios) habían detentado el control de la región. De esta manera, un enfrentamiento reciente entre dos poblaciones que tradicionalmente mantenían una relación de interdependencia fue finalmente percibido como un «antiquísimo contencioso».3
Volvamos a Maalouf.
El migrante, dice el autor, es la primera víctima de la concepción tribal de la identidad: nunca puede aculturarse del todo ni pertenecer completamente a su identidad de origen, se mueve entre la seducción y la presión de uno y otro lado, obligado a definirse o bien a asumirse como híbrido, como si su identidad mezclada fuera excepcional, no coherente. La relación tensa entre las identidades «locales» y las «inmigradas» es, dice, uno de los mayores conflictos identitarios de nuestro tiempo. A ello se añade la globalización, que hace converger las culturas y que en muchas ocasiones provoca miedo y repliegues identitarios, en un contexto en el que se avanza hacia una civilización mundial. Tanto las migraciones como la globalización ponen en cuestión uno de los grandes anclajes identitarios del siglo xx: el del estado nación y las culturas nacionales.
La relación de Maalouf con el fenómeno migratorio es extraña. Su propia experiencia de integración armónica, sin renuncia, en la que el bagaje cultural libanés más que superponerse se mezcla como una especia con la nueva nacionalidad francesa, parece no ser posible en unos migrantes que se ven sometidos a una insoportable tensión entre la aculturación y «el fundamentalismo». ¿Dónde reside la diferencia? Maalouf aborda las relaciones de los inmigrados con su país de acogida como un contrato:
    ... la cuestión tiene mucho de contrato, efectivamente, de un contrato moral cuyos elementos ganarían al precisarse en cada caso particular: ¿qué es lo que, en la cultura del país de acogida, constituye el bagaje mínimo que toda persona se supone que ha de asumir, y qué es lo que legítimamente se puede discutir o rechazar? Lo mismo vale decir de la cultura de origen de los inmigrados: ¿qué componentes de ella merecen ser transmitidos al país de adopción como una dote de gran valor, y qué otros —qué hábitos, qué prácticas— deberían dejarse «en el vestuario»? p. 49.
Aquí parece que el enfoque procesualista que utilizaba al tratar de la identidad en general y la suya en particular se pierde un tanto. No sólo entra en una caracterización binaria de tipo culturalista (cultura del país de origen/cultura del país de acogida), sino que, más aún, la identidad sí parece disponerse ahora a modo de patchwork, en el que el individuo puede mantener, desechar o intercambiar a voluntad determinados retales en función de las exigencias. El modo de abordar el asunto, incluida la manida idea del contrato rousseauniano, nada en el caldo cultural del republicanismo francés, que tiene ingredientes muy definidos. El marco de referencia es la individualidad: «No estamos —¿hace falta recordarlo?— en la era de las masas sino en la era de los individuos», dirá Maalouf más adelante (p. 122). Así pues, como en los presupuestos de la Revolución francesa, la cuestión del derecho y de la identidad se adscriben a una suma de individuos originalmente neutros que cargan con marcas identitarias y que, por tanto, pueden eventualmente desprenderse de ellas, cambiarlas o dejarlas en el vestuario (en el espacio privado) a cambio de la adquisición de determinados derechos, según contrato.
Este planteamiento nos recuerda poderosamente al del politólogo sirio-alemán Bassam Tibi, otro traductor cultural de perfil liberal (incluso neocon, en su caso), que también considera que el meollo de la cuestión está en un correcto montaje de las piezas que constituyen la identidad: «Si pedimos a los europeos que descarguen su identidad del componente étnico para acoger a los que llegan al continente, también tendrá sentido pedir a los inmigrantes musulmanes que redefinan su identidad en la diáspora añadiéndole algún componente europeo».4
La receta parece sencilla. Sin embargo, ¿qué es lo que falla? En este punto vamos a dejar de lado a Maalouf para recurrir a De Gaulle. En 1958, Francia otorgó la ciudadanía francesa a los argelinos musulmanes, que hasta entonces eran sólo súbditos (sujets), en un intento in extremis de salvar la colonia ante la independencia que acabaría llegando poco después. Decía el general:
    Está muy bien que haya franceses amarillos, franceses negros, franceses morenos. Muestran que Francia está abierta a todas las razas y tiene una vocación universal. Pero con la condición de que sean una pequeña minoría. De lo contrario, Francia dejaría de ser Francia. Estamos ante un pueblo europeo de raza blanca, de cultura griega y latina y de religión cristiana. ¡Dejémonos de cuentos! ¿Ha ido usted a ver a los musulmanes? ¿Ha observado sus turbantes y sus chilabas? ¡Está claro que no son franceses! Los que preconizan la integración tienen cerebros de mosquito, por muy sabios que sean. Intente integrar aceite y vinagre. Agite la botella. Al cabo de un momento, volverán a separarse. Los árabes son árabes, los franceses son franceses. ¿Cree usted que el cuerpo francés puede absorber a diez millones de musulmanes, que mañana serán veinte millones y pasado mañana cuarenta? Si lleváramos a cabo la integración, si todos los árabes y bereberes de Argelia fueran considerados franceses, ¿cómo impedirles venir a instalarse en la metrópoli, donde el nivel de vida es más elevado? ¡Mi pueblo no se llamaría ya Colombey-Dos Iglesias sino Colombey-Dos Mezquitas!5
De Gaulle nos proporciona varios hilos de los que tirar. El primero es la contradicción entre un ideal de ciudadanía y la realidad de una relación colonial. La ciudadanía francesa, en su origen, no se basaba en el ius sanguini sino en la disposición a adquirir la lengua francesa como marcador de identidad nacional y a acatar el contrato social emanado de la Revolución,6 de ahí que De Gaulle afirme que es una ciudadanía abierta «a todas las razas». La realidad es que ese modelo no estaba hecho para aplicarse, como es natural, a las relaciones coloniales, pero no solo eso: si bien los beneficios de la ciudadanía se pudieron extender a grupos inicialmente excluidos como las mujeres y el proletariado, la inclusión en la misma de antiguos indígenas de África —principalmente— e Indochina ha hecho chirriar la máquina hasta hoy. El chirrido es el conflictivo debate inacabado sobre qué cosa es la identidad y la ciudadanía que se da en Francia desde hace décadas, que se ha trasladado al contexto europeo y que, como apuntábamos al principio, es uno de los ejes sobre los que pivota este libro.
¿Y qué es lo que más chirría? También nos lo dice el general: el islam no encaja bien en la identidad francesa. Maalouf da muchas más vueltas para llegar, sin formularla explícitamente, a una conclusión no muy alejada de ésta, que, además, proporciona una de las respuestas a la pregunta de por qué su proceso de integración personal es tan distinto del que preconiza para los migrantes.
¿Cuál es el problema con el islam? En primer lugar, dice Maalouf, la religión es, junto con la lengua, el mecanismo más poderoso de adscripción. Sin embargo, al contrario que ésta, la religión es excluyente: uno puede nadar cómodamente entre varias lenguas, como hace el autor, pero no puede pertenecer a la vez a distintas confesiones religiosas. Esto en principio no debería ser un problema en relación con la ciudadanía: uno de los logros de la Revolución francesa fue dar el estatuto de ciudadanos a los judíos, algo que fue posible entre otras cosas porque la ciudadanía francesa se construyó de espaldas a la religión. Durante todo el siglo xix, el estado cortó sus lazos con la iglesia, en un proceso que culminaría con la Ley de 1905 que consignaba la separación entre ambas esferas.
Es curioso que cuando el islam entra en escena se tambaleen los principios del laicismo: al afirmar que Francia es cristiana (además de blanca), De Gaulle inaugura un argumento que estará en el debate público francés y europeo hasta hoy. El general no habla, como es habitual en nuestros días, de «cultura judeocristiana», un concepto cuya genealogía merecería la pena investigar. No parece posible que, hace unas décadas, cuando los judíos eran el gran otro de Europa, tan extranjeros para muchos como ahora lo son los musulmanes, se pudiera presentar al judaísmo y al cristianismo dentro de una misma amalgama.
Maalouf escribió su libro casi una década antes de que Benedicto XVI afirmara en la universidad de Ratisbona que el cristianismo, por su vinculación esencial con la cultura griega y latina (nuevamente) y por haberse desarrollado como una institución separada del estado, es una religión particularmente afín a los valores liberales, al contrario que el islam. El argumento es, sin embargo, muy anterior a la perorata papal y Maalouf se hace eco del mismo. ¿Por qué muchos musulmanes —se pregunta— parecen haberse replegado ostensiblemente hacia su pertenencia religiosa e incluso hacen gala de intolerancia y violencia? ¿Es algo consustancial al islam, como dicen los partidarios del choque de civilizaciones? ¿Es la religión cristiana naturalmente favorable a la democracia y la tolerancia y el islam lo contrario?
La historia, contesta el autor de Las cruzadas vistas por los árabes, muestra que no. En su etapa de esplendor y dominio, el islam fue una religión habitualmente tolerante con las demás confesiones monoteístas. Es cierto que el sistema de dimma, que suponía a la vez una protección y una discriminación legal, no puede equipararse a una idea actual de ciudadanía, pero en su época fue el sistema más abierto en relación con otras religiones. Sobre todo si lo comparamos con la situación existente en zonas de dominio cristiano, donde ocurría lo contrario. Maalouf recuerda que su familia ha sobrevivido a través de los siglos como cristiana en un entorno islámico, y que hubiera sido muy difícil que ocurriera a la inversa. Sin embargo, no es lo mismo tolerancia y coexistencia que libertad de conciencia y ésta empieza a surgir en la Europa de mediados del siglo xvii.
El esfuerzo de Maalouf por dignificar el pasado del islam es digno de elogio pero no está exento de trampas. En el contexto del choque de civilizaciones y sus correlatos, cuando se trae a colación la historia islámica (real o mitificada) es menos por una preocupación por el pasado que para instrumentalizarla en relación con el presente.7 Recordemos a Aznar sugiriendo que los árabes deberían pedirle perdón por haber invadido España en el siglo viii. El contraste entre un pasado islámico exageradamente luminoso (ciencia, artes, poder, tolerancia) y un presente excesivamente sombrío (subdesarrollo, fanatismo, violencia) no puede sino crear desafección hacia el islam: el realmente existente, que es el de nuestra época. En realidad, las representaciones del pasado y del presente que hace Maalouf son igualmente discutibles.
Pero siguiendo con el razonamiento del autor, mientras el islam, aquel islam luminoso, se apagaba y se encerraba en sí mismo en un proceso de acumulación de intolerancia, totalitarismo y violencia, la religión cristiana evolucionaba para acompañar los cambios que lentamente tenían lugar en Europa, dando lugar a una «inversión de la relación de fuerzas moral» respecto al islam:
Obligada a hacer autocrítica cada día, enfrentándose a una ciencia ganadora que parecía desafiar a las Escrituras, enfrentándose a las ideas republicanas y laicas, a la democracia, a la emancipación de la mujer, a la legitimación social de las relaciones sexuales prematrimoniales, de los hijos habidos fuera del matrimonio, de la anticoncepción, enfrentándose a miles de «diabólicas innovaciones», la Iglesia empezaba siempre por mantener la firmeza para después avenirse, adaptarse. p. 70.
En definitiva, el dictamen de Maalouf como traductor cultural y creador de puentes (algo que corresponde a quienes como él participan de dos mundos, y aquí encontramos de nuevo la lógica binaria) es éste: no es correcto atribuir al islam un carácter intrínsecamente cerrado por algunas de sus manifestaciones sectarias y violentas actuales, pero es igualmente injusto considerar éstas como algo ajeno a un «verdadero islam», que sería el del pasado. La lección fundamental que puede extraerse de ello, dice el autor, es que, aunque la religión sea un importantísimo elemento identitario, es más importante cómo influye la gente en la religión que cómo influye la religión en la gente. La lección no tan explicitada es que si bien el islam no es intrínsecamente perverso, y aunque el islamismo militante beba más de los discursos y prácticas propios del tercermundismo que del Corán, como afirma Maalouf, el hecho es que esos aspectos poco amables del islam configuran poderosamente hoy en día el ser musulmán, y eso determina su incompatibilidad con los principios y valores de la ciudadanía, al menos hasta que los individuos adscritos a esa identidad religiosa decidan, como los cristianos, doblegarla, modernizarla, transformarla en otra cosa.
No parece que eso vaya a ocurrir en un futuro próximo. La religión, dice Maalouf —y hay que leer: el islam— ha emergido con fuerza como repliegue identitario al final de un siglo que creía haberla desterrado. ¿Por qué la religión? Hay varias razones: la primera, que el avance científico no necesariamente implica una merma del sentimiento religioso, como algunos creyeron: «El Dios del "¿cómo?" se esfumará un día, pero el Dios del "¿por qué?" no morirá jamás», afirma. La segunda, la caída del comunismo, que ofrecía la clase social como mecanismo de adscripción. La tercera, relacionada con la anterior aunque se inicia antes, es el estancamiento de los procesos de modernización del mundo árabe, llevados de la mano de movimientos nacionalistas, socializantes o abiertamente de izquierdas, que habían gestionado la relación con Occidente y los procesos de descolonización. El islamismo político emerge con fuerza durante los años setenta, enmarcado por la caída del naserismo al principio de la década y el triunfo de la Revolución islámica en Irán al final de la misma. Por último, la religión tiene un carácter transnacional que está en consonancia con la mundialización, aunque reaccione contra ella. Como es de prever, Maalouf ilustra este repliegue religioso remitiéndose al affaire du foulard, que forma parte del debate mediático en Francia desde 1989 y está en el centro de las polémicas sobre la identidad europea y el islam:
    Volviendo brevemente a la cuestión del «velo», estoy seguro de que se trata de un comportamiento nostálgico y retrógrado. Podría extenderme mucho para explicar por qué pienso así, a la luz de mis convicciones y recordando diversos episodios de la historia del mundo árabe musulmán y de la larga lucha de sus mujeres por la emancipación. pero sería inútil, pues no está ahí el meollo de la cuestión. No está en saber si nos enfrentamos a un conflicto entre arcaísmo y modernidad, sino en saber por qué, en la historia de los pueblos, la modernidad se ve a veces rechazada, por qué no se percibe siempre como un avance, como una evolución positiva. p. 51.
En realidad, las tecnologías del cuerpo femenino han estado siempre en el meollo de la cuestión del debate sobre tradición y modernidad en el mundo islámico. La socióloga turca Nilüfer Göle nos recuerda que en el rápido proceso de «modernización» que se llevó a cabo en Turquía tras el colapso otomano, las mujeres y la idea de lo público y lo privado (que se relaciona también con la división sexual del trabajo) eran consideradas las diferencias más visibles entre el islam y occidente y ahí se jugaba la cuestión de la mayor o menor modernidad. En Turquía, como en otras partes, la idea de modernidad que se impuso de manera autoritaria se basó en una concepción evolucionista y universalista de la historia: ser moderno suponía colocarse en el camino del «progreso» y la asunción de unos valores «universales» que se identificaban inequívocamente con Occidente. Las sociedades islámicas eran consideradas «atrasadas», y de este modo se negaba su contemporaneidad, como si estuvieran situadas en otro tiempo. Las costumbres «civilizadas» que el estado kemalista imponía jacobinamente a sus ciudadanos, y que afectaban a aspectos íntimos como la vestimenta o el ocio, se explicaban como pasos hacia lacontemporaneización: «hacerse contemporáneo». La prohibición del hiyab se justificó en que no era «compatible con los códigos indumentarios contemporáneos».8
El caso turco es la expresión más extrema de una idea de modernidad absolutamente generalizada, que no fue discutida ni siquiera por los movimientos de descolonización. Éstos fueron generalmente conducidos por unas élites que se asimilaban a la cultura del colonizador y reprochaban a la metrópoli no aplicar en las colonias los valores de libertad y progreso que predicaban de puertas adentro. De hecho las descolonizaciones se hicieron sobre el patrón (algunas con mayor fortuna que otras) de los modelos de construcción nacional llevados a cabo el siglo anterior por los estados europeos. Hasta los años ochenta del siglo pasado no emergieron discursos críticos con la idea occidental de modernidad, de la mano de los estudios poscoloniales.
Maalouf no tiene nada de poscolonial: se adscribe completamente a la idea evolucionista y eurocéntrica de la modernidad. En los últimos 500 años, dice nuestro autor, Occidente ha tenido la hegemonía económica, cultural y militar. Por eso la modernización es necesariamente occidental. La respuesta a la colonización ha sido un diálogo entre tradición y modernidad, entre occidentalización e identidad en el que en un primer momento salieron vencedoras las élites nacionalistas y laicas, más tarde relevadas por el islamismo una vez que los nacionalismos fracasaron en los anhelos de desarrollo, democracia, independencia y creación de identidad nacional. Vemos que Maalouf opone lo «local», lo «identitario», a lo «moderno».
La globalización, sigue Maalouf, crea una uniformidad a marchas forzadas en la que muchos temen que no haya más impronta que la de Occidente o incluso la de Estados Unidos y que en cualquier caso parece que va a fundir los colores en un monótono gris. De acuerdo con Toynbee, estamos en una era en la que el conocimiento y la comunicación avanzan vertiginosamente y a la par, por lo que el mundo será cada vez más indiferenciado. Para muchos, ponerse a la altura del proceso genera un sentimiento de pérdida de la identidad, por lo que no es extraño que se recurra al arcaísmo como signo de resistencia. Esto pone de manifiesto una tensión entre la herencia horizontal, que nos une a todos los seres humanos, y la vertical, que nos une a nuestro pasado cultural.
El velo sería uno de esos signos de arcaísmo. Pero volviendo a Nilüfer Göle, el problema del velo no es su antimodernidad, sino al contrario: remite a concepciones premodernas, pero sus portadoras no lo son, ya que si lo fueran no ocuparían el espacio público: serían invisibles, como las mujeres magrebíes de las primeras generaciones de migrantes en Francia, y por tanto no habría lugar a debate. Pero no: el velo, como hemos apuntado en las primeras páginas, forma parte de un proceso de reislamización que tuvo sus primeras manifestaciones en las grandes ciudades y en las universidades, vinculado simbólicamente al auge del islam político pero muy pronto independizado de él. El velo es un producto transnacional: como todo el imaginario neomusulmán en el que se inserta, es uniforme, frente a los atuendos tradicionales, no se corresponde con prácticas tradicionales, no se ha transmitido por tradición familiar y sus protagonistas son en gran medida sujetos desterritorializados. Como ocurre por otro lado con los postulados del islamismo político, que Maalouf considera repliegue identitario ante la mundialización y ante una integración malograda, pero que en realidad no se corresponde con ningún discurso ni práctica islámica tradicionales.
Insistimos en el asunto del velo porque, aunque Maalouf pase por él de puntillas, pensamos con Göle que no se trata de un epifenómeno, no es «sólo un trozo de tela», como a menudo se dice, sino que ilustra muy bien los debates sobre identidad, religión y modernidad. De acuerdo con el discurso de la modernidad, el velo es un signo de estigma, pero en la práctica de las musulmanas, particularmente en Europa, se da un proceso de reapropiación y transformación en un signo de empoderamiento personal y cultural. El velo trastoca el discurso de la modernidad, por eso resulta tan agresivo: representa la separación de sexos frente a la modernidad caracterizada por la intercambiabilidad de los papeles, los vestidos y los sexos; resitúa la separación entre lo público y lo privado, en una sociedad donde público y privado cada vez están más confundidos en todos los ámbitos; cuestiona la relegación de la religión al ámbito personal; cuestiona, en general, el presupuesto del proceso civilizatorio colonial que relaciona la modernidad con una asimilación a Occidente y por tanto una invisibilización de lo «local» (lo no occidental), y cuestiona también las taxonomías de lo global y lo local, puesto que muchas de las portadoras del velo son claramente «globales» (estudiantes, trabajadoras, migrantes, cosmopolitas...). En definitiva, el velo puede entenderse como expresión de lo que Nilüfer Göle llama una  extramodernidad,  una apropiación indigenizadora de la modernidad y de la mundialización, que accede a la misma soslayando los marcadores occidentales que hasta el presentse consideraban su condición sine qua non.
Este proceso de reapropiación de la modernidad da al traste con la idea de una «civilización planetaria» marcada desde un centro, en la que la diferencia equivale a resistencia a la globalización. Quince años después del libro de Maalouf, la mundialización parece tener dinámicas policéntricas y contener en sí diversas mundializaciones, siguiendo la intuición de Zbigniew Brzezinski «la humanidad está al mismo tiempo más unificada y más fragmentada».9
No es casual que sea en Francia, la inventora de un ciudadanismo aparentemente desprovisto de marcadores culturales, incluido —o sobre todo— el religioso, donde se da con más virulencia el debate sobre la identidad a partir del momento en que los reflujos coloniales hacen resquebrajarse un modelo de identidad nunca antes cuestionado en su supuesta universalidad.
Volviendo al hilo de la obra, Maalouf considera inexorable la construcción de una civilización mundial con un alto componente de uniformidad, lo que sin duda generará resistencias que pueden ser suicidas. Es necesario por tanto actuar para lograr que este proceso pueda ser considerado como propio por todos. ¿Cómo? Primero, convenciendo a los subalternos —no usa este término— de que el papel de víctimas no es productivo y que si bien es cierto que la diversidad cultural nunca ha estado tan amenazada, nunca han existido tantas herramientas para pelear por ella.
En este punto considera necesaria también una reflexión acerca de cómo se gestiona la diversidad. Maalouf examina tres modelos: el de cupos o comunitarista, que nace con vocación de facilitar el acceso equitativo de todas las comunidades a lo común pero perpetúa la existencia de comunidades y por ello facilita las dinámicas comunitaristas, sus demandas y sus querellas; el dictatorial es el que ahoga las diferencias impidiendo que se expresen, pero que no consigue a la larga solucionar los confictos, en todo caso impide que estallen, pero se mantienen latentes; y el tercero sería el de un republicanismo que ignora las diferencias bajo un sistema democrático directamente proporcional: éste tiene el problema de que facilita que se cometan injusticias contra las minorías, que de hecho existen. Un modelo como el estadounidense de gestión de las minorías podría ser inspirador: lograr que la mundialización adquiera elementos de todas las culturas, para que toda la humanidad se reconozca en ella.
En segundo lugar, puesto que este proceso de uniformidad no puede sino acrecentar la necesidad que tienen los individuos de un anclaje identitario, es necesario buscar uno que sea adecuado. La identidad religiosa, dice Maalouf, tiene muchas probabilidades de convertirse en asesina, igual que la nación, la etnia o la clase, por lo que habría que buscar otro medio de «domesticar a la pantera» de la identidad. No se trata de renunciar a la religión, sino de circunscribirla al ámbito individual, desligarla de la comunidad de fe. A cambio, Maalouf aboga por potenciar —reconoce que para ello hace falta cierto voluntarismo— la identidad lingüística. La lengua es para Maalouf —ya lo hemos dicho— un mecanismo de adscripción tan poderoso como la religión pero, a diferencia de ésta, no es prescindible y no es excluyente. Para mantener el necesario equilibrio entre la necesidad de identidad y la deseable adscripción a una idea de civilización humana, Maalouf propone el trilingüismo: reconocer el inglés como lengua universal y patrimonio de todos; defender la lengua materna por minoritaria que sea; y aprender al menos una tercera lengua. Este mecanismo sirve para crear lazos con una buena parte de la humanidad.
¿A qué nos recuerda esto? Al propio autor: ilustrado, cosmopolita, que vive su fe de un modo íntimo (porque conoce bien los riesgos de la adscripción comunitaria) y políglota. ¿Se está postulando Amin Maalouf como arquetipo de hombre nuevo de la civilización mundial? En realidad, si él ha conseguido, como su personaje León el Africano, decir: «Todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen. Mas yo no pertenezco a ninguna. No soy sino de Dios y de la tierra»,10 ¿qué impide a cualquiera disponer de su libertad individual para hacer otro tanto?
Regresemos por un momento a la cita de De Gaulle para tirar de un último hilo. «¿Cómo impedirles venir a instalarse en la metrópoli, donde el nivel de vida es más elevado?», dice el general, y con esa pregunta introduce una dimensión que está prácticamente ausente en el discurso de Maalouf. En 1993 se estrenaba en Francia La Haine de Matthieu Kassowitz, una película sobre el desastre hacia el que se encaminaba la República francesa por sus problemas con la integración, que se abría con un pensamiento tan apocalíptico como los de Maalouf:
    Es la historia de un hombre que cae de un edificio de cincuenta pisos. Para tranquilizarse mientras cae al vacío, no para de decirse: «Hasta ahora, todo va bien; hasta ahora, todo va bien; hasta ahora, todo va bien». Pero lo importante no es la caída: es el aterrizaje.11
Los tres protagonistas tienen los nombres de los actores que los encarnan: Hubert, Saïd y Vincent. Podemos adivinar que el primero tiene raíces en África, el segundo probablemente en el Magreb y del tercero sabemos que tiene al menos una abuela judía. Sin embargo, en el crescendo de violencia que muestra la película, nada se nos dice de su adscripción religiosa, ni de sus conocimientos de idiomas, ni si se les plantea algún problema de lealtades entre Francia y un segundo país, ni qué piensan de la mundialización. Los tres viven en un clima opresivo de exclusión cuyo marco lo conforman fundamentalmente la clase social (y con ella el paro, el fracaso escolar y la pequeña delincuencia), la segregación espacial (pues viven en un suburbio del área metropolitana de París escasamente comunicado con el centro urbano) y la violencia policial. De hecho, será la policía quien introduzca una de las pocas referenciasétnicas, por así decirlo, cuando un agente le espeta violentamente a Saïd que su nombre no es francés.
¿Qué impide a los tres muchachos sustraerse a la atmósfera de violencia y exclusión que les rodea? Desde luego, no es no saber inglés. Ni siquiera parece que esté en sus manos hacerlo. En el libro, Maalouf ha planteado el conflicto de la convivencia en términos de adscripción cultural, de aceptación o rechazo del otro, de ingeniería de la identidad como vía de solución.12 Cuestiones todas ellas que en última instancia remiten a la subjetividad y a la elección individual. Al plantearlo de este modo, invisibiliza los aspectos ligados a la posición estructural de clase y a la relación de colonialidad que la República francesa (y Europa, por extensión) mantiene con lo que podríamos llamar sus indígenas metropolitanos, y que es funcional a una determinada ordenación política y económica de la sociedad.13 No es posible pensar que la omisión de Maalouf sea inconsciente en un país donde los problemas ligados a las banlieuesestán en el centro del debate público. Sin duda imbuido del espíritu del fin de la historia, Maalouf sólo se refiere a la clase social como un marcador subjetivo más, ligado a la derrotada ideología marxista. Más aún, cuando habla de los principios que deben informar la construcción de la «civilización mundial», se refiere a la existencia de derechos universales, inherentes a la dignidad del ser humano por encima de cualquier consideración cultural (nuevamente es una referencia al islam).14 Entre ellos, señala «el derecho a residir como ciudadanos de pleno derecho en la tierra de sus padres sin sufrir persecución ni discriminación alguna; el derecho a vivir con dignidad allí donde se encuentren ...» (p. 116). Nuestro escritor parece estar pensando aquí sobre todo en las diásporas de exiliados y refugiados, pero es muy llamativo que el derecho de ciudadanía lo relacione con la tierra de origen no ya propia sino de los padres (es decir, con la adscripción nacional, por no decir étnica) y que en el lugar de residencia efectiva baste con una respetuosa tolerancia. Si Maalouf soslaya en su análisis el desigual acceso de los migrantes a los derechos económicos y sociales, ahora parece asumir con naturalidad su no acceso a los derechos políticos.
Acabamos con dos reflexiones. La primera es que sorprende que no haya en el libro ni una sola referencia al problema palestino, en todo el elenco de conflictos interétnicos que despliega el autor y siendo él libanés. Nos preguntamos si es un efecto de los acuerdos de Oslo (1994), que durante un tiempo se presentaron como una vía de solución, si es para evitar roces con la parte proisraelí del público francés, si es para evitar tocar un punto sensible en relación con la guerra civil libanesa o si es porque conoce demasiado bien la cuestión como para explicarla mediante el recurso a un «conflicto de identidades», como hace en otros casos.
La segunda es que, en estos momentos en los que crece el euroescepticismo, pensamos que sería interesante saber si los musulmanes de Europa, que tienen prácticas comunes más allá de los vínculos con las tradiciones «de origen», que han empezado a teorizar sobre el euroislam, que acaso tengan vínculos familiares en varios países europeos, son más proclives a la integración europea que sus decepcionados conciudadanos del gran público. Resulta sugerente pensar que quizás los más transnacionalmente europeos pudieran ser justamente aquellos a quienes el discurso dominante sitúa en los márgenes de la europeidad.
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Notas
1 Aquí no está de más señalar que Maalouf dice que él es árabe, una cuestión nada baladí en su país de origen, pues una cosa es asumir la evidencia de que la lengua nacional es el árabe y otra reconocer un vínculo étnico con el resto de los árabes. La segregación del Líbano respecto de Siria se hizo con la apoyatura ideológica del fenicismo, que niega la arabidad de los libaneses.
2 Fredrik Barth, «Introducción», en ídem, Los grupos étnicos y sus fronteras, México: FCE, 1976, pp. 9-49.
3 Haydar Ibrahim Ali, «La crisis de Darfur: causas y perspectivas de futuro», Textos de Casa Árabe, septiembre de 2007, <http://www.casaarabe.es/documents/download/103>.
4 Bassam Tibi, «Los inmigrantes musulmanes de Europa: entre el gueto y el euro-islam», en Manuel Castells y Nezar AlSayyad (coords.), ¿Europa musulmana o euro-islam?: política, cultura y ciudadanía en la era de la globalización, Madrid: Alianza, 2003, p. 56-57. Tibi considera que los multiculturalistas que «proponen una perspectiva cultural-relativista que presenta las "diferencias" a una luz favorable» llegan al final a resultados equiparables a los del orientalista Tilman Nagel, quien propone «acentuar las diferencias para mantener a los extraños lejos de Europa», y para ello quiere que el gobierno alemán otorgue a los inmigrantes musulmanes la consideración de «minorias protegidas».
5 Alain Peyrefitte, C’était de Gaulle, t. 1, París: Éditions de Fallois/Fayard, 1994, p. 52.
6 Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona: Crítica, 1994, p. 30.
7 Pensamos también en la idea tan traída y llevada de las tres culturas de al-Ándalus y sus intentos de aplicación a los discursos actuales sobre el diálogo de civilizaciones y la multiculturalidad. El concepto —cuya paternidad se atribuye a Américo Castro— ha tenido tanta fortuna que la edición inglesa de la Wikipedia (un escaparate de lo que la mayoría social asume como cierto) tiene una entrada dedicada a una, para nosotros, desconocida época de la historia de España llamada La Convivencia (así en castellano). El discurso de las tres culturas ha tenido más recorrido en el mundo anglosajón que en la propia Península Ibérica. Véase Eduardo Manzano Moreno, «Qurtuba: algunas reflexiones críticas sobre el califato de Córdoba y el mito de la convivencia», Awraq, núm. 7, nueva época, primer semestre de 2013, págs. 225-246. Señalemos también que la mitificación (o demonización, según el caso) del pasado islámico no es en modo alguno exclusiva de la mirada occidental. La propia idea de  salafism o remite a un pasado ideal (salaf significa 'antepasados'). 
8 Nilüfer Göle, Interpenetraciones: el islam y Europa, Barcelona: Bellaterra, 2007.
9 Zbigniew Brzezinski, Between Two Ages, Nueva York: Viking, 1970, p. 3.
10 Amin Maalouf, León el Africano, Madrid: Alianza, 1988, p. 9.
11 La haine, 00'44''-01'07'', <http://www.youtube.com/watch?v=ADjDnlqrZRw>.
12 Y por cierto, de su empleo de las personas verbales se desprende que él se incluye en el endogrupo que debe poner en práctica esa ingeniería, pues de lo contrario, dice, «estaremos formando legiones de locos sanguinarios, legiones de seres extraviados» (p. 43).
13 No queremos con esto negar la existencia de una dimensión identitaria que se vive de manera conflictiva, pero parece evidente que en el caso de las banlieues es ante todo un efecto de la exclusión social. Jacques Donzelot caracteriza la historia de las banlieues a través de tres hitos: el primero es el de la marcha de los beurs ('moros'), protagonizada en los ochenta por los llamados inmigrantes de segunda generación, «poniendo de relieve la voluntad de asumir sus orígenes y, a la vez, su acercamiento a la sociedad francesa». La falta de respuesta se tradujo en «los disturbios desesperados que estallaron en los años noventa y, sobre todo, en el aumento de la delincuencia y el trapicheo a lo largo del decenio siguiente». Éste es el momento que refleja la película, y quizás por eso está ausente de ella la dimensión identitaria, que se desarrolla con el cambio de siglo y tiene que ver con un intento de hacer frente a la equiparación entre inmigración y delincuencia (mediante el empleo de símbolos religiosos que aportan una dimensión moralizante), y a la vez seguir mostrando rechazo a la exclusión. Véase Jacques Donzelot, «La ciudad de tres velocidades», en La fragilización de las relaciones sociales, Madrid: CBA, 2007, pp. 33-35.
14 En 1990 la Organización de la Conferencia Islámica aprobó la Declaración de los Derechos Humanos en el Islam, que recoge una variación de los derechos humanos, basados en (y limitados por) la Sharía.

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