viernes, 26 de febrero de 2016


El viaje hacia la verdad

Un camino compartido ente María Zambrano e Ibn Arabi

26/02/2016 - Autor: Ana Silva - Fuente: www.secretolivo.com
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María Zambrano.
¿Por qué esta sed de trascender? ¿Qué sustancia es la nuestra que puede desrealizarse? ¿Y por qué fluye inagotablemente esta ansia de trascender en nosotros?
A esta sed zambraniana de encontrar respuestas no alcanza la filosofía. El camino hacia lo trascendente sólo puede hacerse desde un recorrido silencioso, de inmersión en un estado desde el que el ser camina hacia la nada,  desde donde parece llegarse a la Verdad, a la Realidad que todo lo envuelve y hacia donde todo gira.
En María Zambrano encontramos un continuo viaje hacia los ínferos del alma del que somos testigos a través de sus palabras. Un proceso de transformación interna al que tenemos acceso gracias a su obra, y que la propia Zambrano experimenta en sí misma, dentro de su ser,  escapando de la estructura del pensamiento que entendemos por racional. Es entonces cuando la pensadora se sitúa al margen de la filosofía para penetrar de lleno en una mística muy propia del sufismo.
En el viaje hacia la verdad, en ese dejarse ir en busca de las palabras esenciales, resulta curioso como María Zambrano coincide tanto en el camino como en la forma con nuestro gran místico sufi andalusí Ibn Arabi. Ambos experimentan la necesidad de sumergirse en el Silencio para alcanzar el saber último de todas las cosas, o lo que los sufíes llaman al saber de lo Absoluto.
Sin maestros, sin guías, observando únicamente lo que ocurre en el interior del ser, tanto Ibn Arabi como María Zambrano se abandonan hacia sí mismos hasta llegar a la nada y desde allí alcanzar un conocimiento auténtico. Él, adelanta la maestría del poder absoluto que habita en cada ser humano para alcanzar la Verdad, cuando en Las Iluminaciones de la Meca advierte: “Oh tú, que buscas el camino que conduce al Secreto, retorna sobre tus pasos porque es en ti donde se haya todo el secreto”. Y Ella, anunciando el centro del ser como un punto privilegiado: “el movimiento más íntimo no puede ser otro que el centro mismo. Y esto aun cuando se entienda el vivir como una exigencia de íntima transformación”.
Aceptar el silencio como camino o guía hasta la Realidad Última, implica un reconocimiento implícito de la Unidad, sin la que no puede explicarse la mística sufí.
María Zambrano atiende de manera recurrente al concepto del Uno. Para ella, la belleza al par que manifiesta la unidad, la unidad que no puede proceder más que del uno, se abre. Sin esta presentida noción del Uno tan presente en la obra de Zambrano no sería posible la posterior inmersión en el silencio. Es, sobre todo, brújula en su búsqueda e intuición fecunda;  que la llevará a salirse del guión reglado de la filosofía como se puede observar en Claros del bosque: “y así, aquel que distraídamente se salió un día de las aulas, acaba encontrándose por puro presentimiento recorriendo bosques de claro en claro tras del maestro que nunca se le dio a ver: el Único, el que pide ser seguido, y luego se esconde detrás de la claridad. Y al perderse en esa búsqueda, puede dársele el que descubra algún secreto lugar en la hondonada que recoja al amor herido, herido siempre, cuando va a recogerse”.
Con la Unidad asimilada y penetrada, encontramos en María Zambrano la primera experiencia relatada de su inmersión absoluta en el silencio en Diotima de Mantinea, recogido un texto recogido en Hacia un saber sobre el alma. En primer lugar muestra su desolación inicial: “Y ahora, extranjera, a solas con mi Dios que se me ha vuelto desconocido, a nadie veo a mi alrededor que me asegure ser ayudada en el momento de arrancarme de esta tierra”; y luego, narra su abandono a la zona oscura de la nada para escuchar así al fin, el silencio: “Quizás durante tiempos y tiempos estuve casi seca. Y alguien colocó piadosamente una piedra blanca de esas que yo amaba desde siempre, para que la herida en la tierra que es todo manantial que ya no mana, no fuese visible. Y aquel día fui muerta y sepultada, mientras yo, sin apercibirme, atendía inmóvil al rumor lejano de la fuente invisible. Recogida en mí misma, todo mi ser se hizo un caracol marino: un oído; tan sólo oía. Y quizás creía estar hablando, cuando las palabras sonaban tan sólo para mí, ni fuera ni dentro; cuando no eran ya dichas, ni escuchadas, tal como yo había soñado debería ser las palabras de la verdad”.
Lo peculiar de este proceso relatado es que ella deja de apercibirse a sí misma, a no seguir los dictados de la razón y a quedarse al margen del pensamiento, como una comunión íntima y perfecta con lo inmóvil, con la quietud y por lo tanto, con el silencio, donde al fin la verdad parece que va a ser revelada. Una manera de anularse a sí misma para envolverse de una realidad que se le escapa de control. Justamente a ese estado es al que tratan de llegar las meditaciones sufíes.
El estado que la mística sufí advierte como ideal para abarcar la Realidad es descrito de manera gráfica por Ibn Arabi en su texto Los engarces de la sabiduría:  “una vez tuve un discípulo que alcanzó este tipo de revelación, sin embargo no guardó silencio respecto a su experiencia. Ello demuestra que no había realizado su animalidad de una forma perfecta. Cuando Dios me hizo llegar a ese estadio, realicé mi animalidad de forma completa. Tuve visiones y quise hablar de lo que había presenciado, pero no pude. No había diferencia entre mí y aquellos que son mudos por naturaleza”.
El estado de animalidad descrito por Ibn Arabi, corresponde a una estación esencial del sufismo en la que se desciende del ser hacia la humildad, como una una montaña. Un estado que describe con acierto Fernando Mora en su libro sobre Ibn Arabi: “a imitación de la piedra, el ser humano ha de tratar de ubicarse en la posición más humilde y de acostumbrarse a la quietud absoluta de cuerpo, pensamiento y corazón, convirtiéndose en silencioso receptor de la revelación y de la creación renovada a cada instante”. Y continúa apuntando el autor: “el primer hito en este aparente camino de descenso recibe el nombre de “estación de animalidad” (maqam hayawam). El rasgo más sobresaliente de esa extraña condición es que, en ella, se renuncial provisionalmente a la actividad conceptual para transformarse en una criatura privada de habla y razonamiento, desechando cualquier tipo de pensamiento y sumergiéndose en un profundo silencio interior”.
Un abandono absoluto, ese silenciarse y volverse mudo como describe Ibn Arabi es experimentado del mismo modo por María Zambrano, en las líneas que siguen al anterior párrafo mencionado: “Me fui volviendo oído y al volverme para mirar, nadie me escuchaba. Sin recinto sonoro, y aunque hubiese aprendido a escribir no podría hacerlo; criatura del sonido y de la voz de la palabra que llega un instante y se va a visitar quizás otros nidos de silencio”.
Zambrano se convierte en una auténtica mediadora entre la vida superficial y la profundidad de un proceso que acaba aniquilando a la razón y a ella misma en cuanto subjetividad pensante. Zambrano no está escindida, separada, sino en perfecta actitud hacia el vacío. Es fulminante como alcanza el estado de animalidad: “Y el silencio se ahondaba aún más y se abría en sus adentros. Comienzan así a sentirse las puras vibraciones del corazón de los astros, de las plantas de la materia que sólo es inerte porque se presta a ser domada hasta el no-ser para servir”. Tan hondo es el descenso hasta llegar al “abismo donde todo latido, toda vibración, entra para pasar a ser vida”.
Pero a esta actitud de apertura al fondo de la nada, a ese proceso lento de desfiguración del ser cognitivo, no hubiera sido posible llegar sin la previa y ya consagrada en su proceder como pensadora de la llamada razón poética. La razón poética en Zambrano es lo que en Ibn Arabi la intuición o luz reveladora de la divinidad. Dos presupuestos indispensables para dar paso al absoluto del silencio como guía o vía conductora del conocimiento completo de la Realidad. Por ello Ibn Arabi y María Zambrano están tan íntimamente conectados en el proceso o viaje hacia la verdad; porque ambos han interiorizado una depuración de la razón platoniana, incluyendo en su formulación el plus de la poesía y de la intuición, dos elementos que son en sí mismos sedes previas para viajar hacia la Realidad.
Y claro, todo adquiere mayor sentido si acabamos de perfilar el perfil sufí de María Zambrano, tan latente en su obra. Fiel como los sufíes al corazón, como fuente desde donde parten las más potentes intuiciones, Zambrano dedica en dos de sus libros, tanto en Claros del Bosque como en Hacia un saber sobre el alma, un capítulo a la metáfora del corazón. Para ella “es profeta el corazón, como aquello que siendo centro está en un confín, al borde siempre de ir todavía más allá de lo que ya ha ido”.
Mente silenciosa  y corazón limpio, serían las dos premisas básicas para responder a las preguntas que inician este artículo y que la propia Zambrano se formuló en Hacia un saber sobre el alma. Ella encontró las respuestas a lo largo de su vida. Sabía que era cuestión de mirarse por dentro, callar y dejar que el silencio nos inundara el alma. Un proceso que ya había experimentado siglos atrás Ibn Arabi hasta alcanzar las palabras verdaderas, las auténticas, las creadoras. Afortunadamente, el conocimiento de la Realidad está alcance de todos y todas. Dándole al silencio el sentido que ellos le dieron lograremos quitarnos de la mente la sensación de estar separados de la vida. Y ser al fin, lo que siempre hemos sido, todos parte del Todo.

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