viernes, 4 de mayo de 2018

ómo se creó el pueblo árabe

La historia de la arena

23/06/2009 - Autor: Paulo Coelho - Fuente: La Prensa.hn
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Mientras otros pueblos modelaban los metales y las piedras, los pueblos de Arabia aprendían a modelar el verbo
Mientras otros pueblos modelaban los metales y las piedras, los pueblos de Arabia aprendían a modelar el verbo
En uno de sus raros escritos, el sabio Sufí Hafik comenta que el camino del ser humano en la tierra está lleno de contradicciones y desafíos que sólo pueden superarse en la medida en que cada uno admite ser el único responsable de sus decisiones: “Sólo los ignorantes quieren imitar el comportamiento de los otros. Los hombres inteligentes no pierden el tiempo con esto, y desarrollan sus habilidades personales; saben que no hay dos hojas iguales en un bosque de cien mil árboles. No existen dos viajes iguales en el mismo camino”.
Según otros sabios, Dios también busca la diversidad en todo lo que hace. Y eso fue lo que inspiró a Alejandro Dolina para asociar la historia de la arena a una de las leyendas de la creación del pueblo árabe.
Cuenta Dolina que, nada más terminar de construir el mundo, uno de los ángeles advirtió al Todopoderoso de que se había olvidado de poner la arena en la Tierra; grave defecto, si consideramos que los seres humanos se verían privados para siempre de pasear por las orillas de los mares, masajeando sus pies cansados y sintiendo el contacto con el suelo.
Además, el fondo de los ríos resultaría siempre áspero y pedregoso, los arquitectos no podrían usar un material que les es indispensable, y los pies de los enamorados no tendrían donde dejar sus huellas. Con la intención de remediar su olvido, Dios envió al Arcángel San Gabriel con una enorme bolsa, para que fuera derramando la arena por los lugares donde fuera necesaria.
Gabriel hizo entonces las playas y el lecho de los ríos, pero cuando ya regresaba al cielo llevando el material que había sobrado, el Enemigo –siempre atento para intentar arruinar la obra del Todopoderoso– consiguió hacer un agujero en la bolsa por el que se derramó todo su contenido. Esto ocurrió en el lugar que hoy conocemos como Arabia, transformando casi toda la región en un inmenso desierto.
Gabriel, desolado, fue a pedirle disculpas al Señor por no haber notado que el Enemigo se le acercaba. Y Dios, en su infinita sabiduría, resolvió compensar al pueblo árabe por el error involuntario de su mensajero.
Creó para ellos un cielo lleno de estrellas, único en el mundo, para que siempre mirasen hacia lo alto.
Creó el turbante, que, bajo el sol del desierto, es mucho más valioso que una corona. Creó la tienda, que permite que las personas puedan desplazarse de un lugar a otro, descubriendo constantemente nuevos paisajes a su alrededor, y sin las desagradables necesidades de mantenimiento que tienen los palacios.
Le enseñó a este pueblo cómo se forja el mejor acero para la espada. Creó el camello. Desarrolló la mejor raza de caballos. Y le dio algo mucho más precioso que todo lo dicho y lo que falta por decir: la palabra, el verdadero oro de los árabes. Mientras otros pueblos modelaban los metales y las piedras, los pueblos de Arabia aprendían a modelar el verbo.
El poeta pasó a ser sacerdote, juez, médico, jefe de los beduinos. Sus versos tienen poder: pueden traer alegría, tristeza, nostalgia. Pueden desencadenar la venganza y la guerra, unir a los amantes, reproducir el canto de los pájaros.
Y concluye Alejandro Dolina:
“Los errores de Dios, como los de los grandes artistas, como los de los verdaderos enamorados, desencadenan tantas reparaciones felices, que cabe desearlos”.
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